Sus opciones eran escasas. Se había dispuesto ya de las posesiones de sus padres, se habían escrito las cartas que había que escribir y se les habían facilitado excelentes referencias a los criados. Por fortuna, la mayoría había tenido oportunidad de encontrar nuevas colocaciones. A la única que le faltaba tomar una decisión era a Hester. Desde luego, Charles había insistido en que podía quedarse en la casa todo el tiempo que quisiera, es decir, indefinidamente si así se le antojaba. Pero semejante posibilidad la aterraba con sólo pensar en ella: convertirse en huésped permanente, sin oficio ni beneficio, una intrusa en lo que hubiera debido ser una casa reservada a marido y mujer y, con el tiempo, a sus hijos. No había nada que objetarle a una tía, pero tenerla en casa a la hora de desayunar, comer y cenar, todos los días de la semana, podía ser excesivo.
En la vida tenía que haber otras cosas aparte de aquélla.
Naturalmente, Charles había hablado de matrimonio pero, para decirlo con franqueza, tal como pintaban las cosas, Hester no representaba ni de lejos la idea que se hace la gente de un buen partido. Aunque de rasgos agradables, era muy alta y, debido a eso, sobrepasaba las cabezas de demasiados hombres, para satisfacción personal suya pero no para la de ellos. Con todo, ni tenía dote ni se hacía especiales ilusiones al respecto. Aunque su familia era de buena cuna, no tenía ninguna conexión con ninguna casa importante; en realidad era lo bastante distinguida como para tener aspiraciones y para no haber enseñado a sus hijas conocimiento que pudiera serles de utilidad, y a la vez no tan distinguida como para resultar apetecible solamente por la nobleza de su cuna.
Eran circunstancias que habrían quedado superadas de haber tenido una personalidad tan cautivadora como Imogen, pero éste no era el caso. Si Imogen era amable, condescendiente, discreta y grácil, Hester era áspera, desdeñosa con los hipócritas e intolerante con los indecisos o incompetentes y nada proclive a perdonar la estupidez. Era más aficionada a la lectura y al estudio que atractiva como mujer, y no estaba desprovista de esa arrogancia intelectual propia de los que poseen rapidez de ideas.
No era del todo culpa suya, lo cual, si bien atenuaba la censura, no mejoraba por otra parte sus posibilidades de conseguir o conservar un pretendiente. Se había contado entre las primeras mujeres que dejaran Inglaterra y que se habían embarcado, en espantosas condiciones, con destino a Crimea, ofreciéndose a ayudar a Florence Nightingale en el hospital militar de Shkodér.
Todavía recordaba con claridad meridiana la primera imagen que tuvo de la ciudad, que esperaba encontrar asolada por la guerra y que en cambio la dejó sin aliento ante el esplendor de sus blancos muros y las verdes cúpulas de cobre recortándose en el azul del cielo.
Naturalmente, después todo había cambiado. Hester había sido testigo de la ruina y la desolación, exacerbadas por una incompetencia que superaba toda viveza de la imaginación, pero su valentía la había alentado, su abnegación la había prevenido contra la esperanza de recompensa y su paciencia con los afligidos no había flaqueado un instante. La visión de tan terribles sufrimientos la había hecho al mismo tiempo más dura de lo que es de justicia con los que menos sufren. Mientras lo experimenta, el dolor que cada cual puede sentir lo experimenta como muy grave, y son muy pocos los que piensan que siempre puede haber infinidad de casos peores. Hester no se detuvo en ningún momento a considerar esta verdad, salvo cuando se la impusieron, y como el aborrecimiento de la mayoría frente a la descarnada consideración de los asuntos desagradables es tan absoluto, muy pocos lo consiguieron.
Era extremadamente inteligente, dotada para el razonamiento lógico hasta un punto que muchos consideraban molesto, especialmente los hombres, los cuales no se esperaban encontrar, ni les gustaba encontrarla esta cualidad en una mujer. Era un don que le resultó valiosísimo en la administración de los hospitales que acogían a los heridos de gravedad o los enfermos irreversibles, pero que no tenía sitio en las casas particulares de los caballeros ingleses. Habría sido capaz de dirigir todo un castillo y guiar las fuerzas para defenderlo y todavía le habría sobrado tiempo. Por desgracia, nadie deseaba que le dirigieran un castillo… y ya nadie los atacaba.
Y ya se estaba acercando a la treintena.
Las opciones realistas se movían entre la práctica de la enfermería, actividad para la cual ahora estaba dotada, aunque fuera más bien para trabajar con heridos que con los enfermos que se dan normalmente en un clima templado como el de Inglaterra, o bien prestar sus servicios en la administración de hospitales, probablemente en situación subalterna. Las mujeres no eran médicos y generalmente no se les tenía en cuenta para los puestos más importantes. Pero con la guerra habían cambiado muchas cosas y tanto el trabajo que se podía hacer como las reformas que podían conseguirse la entusiasmaban más de lo que hubiera querido admitir, dado que las posibilidades de participar en ellas eran muy escasas.
Tenía también la salida del periodismo, aun cuando difícilmente podría proporcionarle los ingresos necesarios para ganarse la vida. De todos modos, no había que abandonar del todo aquella posibilidad…
En realidad, deseaba consejo. Charles desaprobaría cualquiera de aquellas opciones, del mismo modo que había desaprobado en un primer momento su viaje a Crimea. Se preocupaba de su segundad, de su buen nombre, de su honor… y de todo aquello que de una manera general e inespecífica pudiera causarle algún daño. El pobre Charles era de lo más convencional. A Hester no le cabía en la cabeza que fueran hermanos.
De poco habría servido también consultar a Imogen. No tenía conocimientos suficientes para opinar y últimamente parecía absorta en algún problema personal. Hester había tratado de descubrir de qué se trataba sin inmiscuirse excesivamente en su vida, pero no había conseguido averiguar nada salvo una cosa: que, prescindiendo de lo que pudiera ser, Charles estaba menos enterado que ella.
Mientras miraba a través de la ventana y observaba la calle, sus pensamientos se dirigieron a su mentora y amiga de los días que precedieron a la guerra de Crimea, lady Callandra Daviot. Ella podría aconsejarla bien tanto en relación con sus posibilidades de conseguir algo, y cómo, cuanto en lo concerniente a los riesgos que podía correr y las satisfacciones que podía, eventualmente, obtener de todo ello. A Callandra nunca le había importado un bledo lo convencional y no daba por sentado que una persona tuviera que hacer lo que le dictaba la sociedad.
Ella le había dicho siempre que la recibiría de mil amores tanto en su casa de Londres como en Shelburne Hall cuando ella quisiera; en este último lugar disponía de habitaciones propias y estaba en libertad de invitar a quien se le antojara. Hester ya había escrito a ambas direcciones preguntando si la recibiría. Hoy había recibido una respuesta decididamente afirmativa.
Se abrió la puerta detrás de ella y oyó los pasos de Charles. Se volvió con la carta todavía en la mano.
– Charles, he decidido ir a ver a lady Callandra Daviot y pasar unos días con ella, una semana aproximadamente.
– ¿La conozco? -preguntó él inmediatamente, abriendo más los ojos.
– Creo que no -replicó Hester-. Tiene casi sesenta años y no hace mucha vida social.
– ¿Quieres ser su dama de compañía? -Charles siempre veía el lado práctico de las cosas-. No creo que sea un puesto para ti, Hester. Esperando que no te lo tomes a mal debo decirte que no eres la persona adecuada para hacer compañía a una anciana de costumbres recluidas. Tú eres una persona muy dominante y poco tolerante con las servidumbres corrientes que plantea la vida diaria. Jamás has sabido reservarte para ti las cosas descabelladas que piensas.