– ¡Ni quiero! -le replicó Hester con acritud, un tanto herida por sus palabras, pese a que sabía que su hermano lo decía para su bien.
Charles sonrió con una cierta amargura.
– Ya lo sé, cariño. Pero si lo hubieras intentado, tú habrías sido la primera beneficiada.
– No tengo intención de convertirme en señora de compañía de nadie -señaló ella y a punto estuvo de decir que, de haber pensado en aquella posibilidad, lady Callandra habría sido la persona elegida, pero pensó que, si lo decía, quizá Charles le habría puesto obstáculos para que fuera a visitarla-. Es la viuda del coronel Daviot, que era cirujano del ejército. Quiero que me oriente sobre qué puedo hacer en el futuro.
Charles pareció sorprendido.
– ¿Crees en serio que te puede dar alguna idea? Me parece poco probable. De todos modos, ve a verla, si te parece. Tú has sido para nosotros de gran ayuda y te estamos muy agradecidos por ello. Viniste en cuanto te llamamos, sin que te importara dejar a todos tus amigos, y nos brindaste tu tiempo y tu afecto cuando lo necesitábamos con mayor urgencia.
– Fue una tragedia familiar. -Por una vez su ecuanimidad se teñía de afabilidad-. Mi deseo era estar con vosotros, no en otro sitio. Pero debo decir que lady Callandra tiene una considerable experiencia y tengo en mucho su opinión. Si me autorizas, me iré mañana temprano.
– Por supuesto… -Charles titubeó un momento como si se sintiera incómodo.
– ¿Ocurre algo?
– ¿Cuentas con los medios suficientes?
Hester sonrió:
– Sí, gracias… de momento.
Parecía aliviado. Hester sabía que no era generoso, aunque tampoco mezquino con su familia. Su renuencia venía a confirmar algo que ella había ido observando, es decir, la drástica reducción de los gastos domésticos en los últimos cuatro o cinco meses. También había otros pequeños detalles: la casa no contaba con el complemento de servicio que ella recordaba de los tiempos anteriores a su viaje a Crimea, ya que en aquellos momentos sólo disponía de cocinera, camarera de cocina, criada para la cocina, otra para la casa y una doncella que hacía las veces de doncella personal de Imogen. El mayordomo era el único hombre al servicio de la casa; no había lacayo, ni siquiera limpiabotas. De los zapatos se encargaba la criada de la cocina.
Imogen, por su parte, no había provisto su guardarropía de verano con la generosidad que le era habitual y se habían llevado a reparar al remendón como mínimo un par de botas de Charles. Además, del vestíbulo había desaparecido la bandeja de plata para las tarjetas de visita.
Razón de más, pues, para que Hester comenzase a pensar en su situación y en la necesidad de ganarse la vida. Una de las posibilidades era adquirir una formación de tipo académico, pero los estudios que entonces estaban al alcance de las mujeres eran pocos y las limitaciones de aquella forma de vida no la atraían. Si ella leía era por placer.
En cuanto salió Charles, subió al piso de arriba, donde encontró a Imogen en el cuarto ropero inspeccionando sábanas y almohadas. Ocuparse de aquello era una laboriosa tarea, pese a la parsimonia que las circunstancias imponían a una casa como aquélla, sobre todo ahora que no contaban con los servicios de una lavandera.
– Perdón -dijo Hester al entrar, poniéndose inmediatamente a ayudar a su cuñada a inspeccionar los bordados de los remates por si había desgarrones de la tela o descosidos-. He decidido ir al campo a pasar una temporada con lady Callandra Daviot para que me aconseje sobre lo que puedo hacer a partir de ahora… -Como vio la expresión de sorpresa de Imogen quiso explicarse un poco más y añadió-: Ella sabrá mejor que yo qué caminos se me ofrecen.
– ¡Ah! -El rostro de Imogen reveló una mezcla de satisfacción y disgusto.
A ella no le hacían falta más explicaciones, ya que comprendía que Hester debía tomar una decisión. Sabía que echaría de menos su compañía. Desde que se conocían siempre habían sido buenas amigas y las diferencias de carácter que existían entre ambas habían resultado más complementarias que molestas.
– Llévate a Gwen. No puedes alojarte en casa de aristócratas sin que te acompañe una doncella.
– ¡Claro que puedo! -la contradijo Hester con decisión-. Como no tengo doncella, no tengo más remedio que prescindir de ella. No la necesito para nada y a lady Callandra no le importará lo más mínimo.
Imogen la miró con aire dubitativo.
– ¿Y cómo vas a vestirte para la cena?
– ¡Por el amor de Dios! Me visto sola.
Imogen hizo una leve mueca.
– Sí, bastante me he dado cuenta. Es una postura encomiable cuando se trata de cuidar enfermos y enfrentarse con la rígida autoridad del ejército…
– ¡Imogen!
– ¿Y el peinado? -siguió apremiándola Imogen-. ¡No vas a sentarte a la mesa como si salieras de un vendaval!
– ¡Imogen! -exclamó Hester arrojándole un montón de toallas, una de las cuales fue a darle en la frente y le alborotó un rizo mientras el resto iba a parar al suelo.
Imogen le arrojó a su vez una sábana, con parecido resultado. Al ver el estado en que mutuamente se habían dejado, se echaron a reír. Unos momentos después estaban las dos respirando afanosamente, sentadas en el suelo entre montañas de enaguas y rodeadas de ropa blanca que pocos momentos antes estaba impecable.
En aquel momento se abrió la puerta y apareció Charles en el umbral, perplejo y un tanto alarmado.
– ¿Qué diablos ocurre? -preguntó tomando en un primer momento por una pelea las exclamaciones que había oído-. ¿Pasa algo? ¿Qué ha ocurrido?
Pero enseguida se dio cuenta de que estaban jugando, lo que todavía lo dejó más confundido y, como ninguna de las dos se interrumpió ni le hizo el menor caso, se sintió aún más contrariado.
– ¡Imogen! ¡A ver si te dominas un poco! -dijo con viveza-. ¿Se puede saber qué te pasa?
Imogen seguía riendo a mandíbula batiente.
– ¡Hester! -gritó ahora Charles, que hasta se había puesto colorado-. ¡Hester, para de una vez! ¡Inmediatamente!
Hester lo miró y todavía encontró la situación más divertida.
Charles lanzó un bufido, decidió ignorar aquella reacción considerándola una de tantas flaquezas como tienen las mujeres y, por tanto, al margen de toda lógica, y salió cerrando de un portazo para que ninguna criada pudiera ser testigo de tan ridícula escena.
Hester estaba más que acostumbrada a viajar, por lo que el viaje de Londres a Shelburne le pareció una insignificancia si se comparaba con la temible travesía por mar desde el golfo de Vizcaya, a través del Mediterráneo, hasta el Bósforo y mar Negro arriba hasta Sebastopol. Los barcos militares atestados de caballos aterrados y llenos a rebosar de pasajeros que no disponían de las más mínimas comodidades eran cosas que no cabían en la imaginación de la mayor parte de los ingleses y, ni que decir tiene, de las inglesas. Un simple viaje en tren a través de la campiña inglesa en pleno verano había de constituir, forzosamente, un motivo de placer, y el tranquilo paseo de una milla hasta la casa, recorrido en un carruaje de dos ruedas con un tiempo templado y perfumado por dulces aromas, no podía ser más que un halago para los sentidos.
Llegó a la magnífica entrada frontal, con sus columnas dóricas y su pórtico. No dio tiempo al cochero a que la ayudara a bajar, pues Hester había perdido la costumbre de aquellas muestras de cortesía, y bajó sin ayuda de nadie mientras aquél seguía con las riendas en la mano. Con el ceño fruncido, el cochero le bajó la maleta justo cuando un lacayo ya le abría la puerta de la casa para que entrara. Otro lacayo se encargó de entrar la maleta y desapareció con ella escaleras arriba.
Fabia Shelburne la esperaba en el saloncito hasta el que acompañaron a Hester. Era una estancia muy bonita y, en esta época del año, sus puertas ventanas abiertas al jardín, el perfume de las rosas que la cálida brisa arrastraba y la tranquila visión del verde ondulante del prado que se extendía al otro lado, hacían del todo innecesaria la chimenea enmarcada en mármol, del mismo modo que los cuadros eran otras tantas cerraduras que llevaban a otro mundo igualmente innecesario.