Hester se puso muy seria.
– Toucbé -admitió-. Pero de todos modos no eran tan estúpidos en lo que a intereses personales se refería.
Sus pensamientos volaron durante breves momentos hacia un cirujano militar del hospital. Volvió a ver su rostro cansado, su sonrisa pronta y la belleza de sus manos cuando trabajaba. Una mañana espantosa durante el asedio lo había acompañado a la fortificación. Descubrió allí el olor de la pólvora y el de los cadáveres. Ahora volvía a sentir aquel frío acerbo, como si no hiciera más que un momento que había ocurrido todo. Pero la proximidad entre los dos había sido tan intensa que la había compensado de todo lo demás… sin embargo, un día le habló por vez primera de su esposa y Hester sintió de pronto unas náuseas espantosas. Habría debido saberlo… habría debido figurárselo… pero no había caído en la cuenta.
– Tendría que ser muy hermosa o estar muy desvalida, o mejor las dos cosas, para que viniesen a llamar en tropel a mi puerta. Y como usted bien sabe, no soy ni una cosa ni otra.
Callandra la observó con atención.
– ¿Estoy en lo cierto al advertir una nota de autocompasión?
Hester notó que se ruborizaba, lo que hizo innecesario dar respuesta.
– Tendrá que aprender a dominar esta reacción -observó Callandra arrellanándose en la butaca, aunque lo dijo en tono suave, sin ánimo de crítica, simplemente como la constatación de un hecho-. Hay demasiadas mujeres que malogran sus vidas lamentándose porque carecen de algo que a juicio de los demás deberían tener. Casi todas las casadas le dirán que su estado es maravilloso y que la compadecen porque usted no lo disfruta. Pero es una tontería absoluta. Que uno sea feliz no depende más que parcialmente de las circunstancias externas, sino, principalmente, de la manera que uno tiene de ver las cosas, independientemente de cómo valore lo que tiene o deja de tener.
Hester frunció el ceño como si no acabara de entender o de creerlo que Callandra le había dicho.
Callandra estaba un poco impaciente y de pronto adelantó bruscamente el cuerpo hacia Hester y, frunciendo el ceño, dijo:
– Hija mía, ¿se figura de verdad que todas las mujeres que sonríen son verdaderamente felices? No hay ninguna persona equilibrada que quiera que la compadezcan y la mejor forma de evitar que le tengan lástima consiste en guardarse las contrariedades y ofrecer a los demás un semblante risueño. Entonces la mayoría se figura que es tan feliz como aparenta. Antes de compadecerse, eche una mirada a los demás y diga con quién le gustaría cambiarse si pudiese, y qué sacrificio estaría dispuesta a hacer para conseguirlo. Conociendo como la conozco, creo que sacrificaría muy poco.
Hester aceptó esta opinión en silencio y se quedó pensativa mientras le iba dando vueltas en la cabeza.
Con aire ausente sacó por fin los pies de la jofaina y se los secó con la toalla.
Callandra se puso en pie.
– ¿Se reunirá con nosotros en el estudio para tomar el té? Normalmente es francamente bueno y, que yo recuerde, usted tenía buen apetito. Ya hablaremos más adelante de las posibilidades que se le ofrecen para demostrar su talento. Se pueden hacer muchas cosas, se esperan grandes reformas en muchos campos, no hay que dejar que se vayan al traste ni su experiencia ni sus sentimientos.
– Gracias. -De pronto Hester se sentía mucho mejor, se había refrescado y lavado los pies, tenía mucha hambre y, a pesar de que el futuro todavía era nebuloso y en él no se perfilaba aún forma alguna, en el espacio de media hora el color gris que antes tenía había adquirido nuevo brillo-. Me reuniré con ustedes sin falta.
Callandra se fijó ahora en los cabellos de Hester.
– Le enviaré a mi doncella. Se llama Effie y le aseguro que tiene unas manos más hábiles de lo que mi aspecto deja suponer. -Y con estas palabras como colofón atravesó alegremente la puerta tarareando una cancioncilla con su hermosa voz de contralto y cruzó el rellano con paso firme.
En el té de la tarde sólo estuvieron presentes las señoras. Rosamond venía del cuarto tocador, un saloncito reservado para las mujeres de la casa, donde había estado escribiendo cartas. Fabia presidió la reunión, aunque también estuvo presente la doncella, que se encargaba de ir pasando tazas y bocadillos de pepino -cultivado en el invernadero de la casa-, y después los buñuelos y los dulces.
La conversación fue de una urbanidad tan extrema que no hubo lugar para el intercambio de opiniones o emociones. Hablaron de modas, comentaron qué color y qué estilos favorecían más a cada una, qué características imperarían en la próxima temporada, si el talle sería más bajo o si se haría mayor uso de los encajes o si los vestidos llevarían más cantidad de botones o botones diferentes de los que llevaban ahora. También se habló de si los sombreros serían más grandes o más pequeños, de si el color verde era o no de buen gusto, si confería prestancia o era uno de esos colores que dan mal color a la cara. ¡Era tan importante tener buen color!
¿Cuál era el mejor jabón para conservar el esplendor de la juventud? ¿Era verdad que las píldoras del doctor Fulano de Tal estaban muy indicadas para las dolencias femeninas? La señora Wellings aseguraba que eran poco menos que milagrosas. De todos modos, la señora Wellings era muy dada a la exageración. Con tal de dar la nota, se habría puesto cabeza abajo.
A menudo Hester sorprendía las miradas que le dirigía Callandra y tenía que mirar para otro lado para que no se le escapase una carcajada, que habría puesto al descubierto una inoportuna y descortés ligereza. Habrían podido figurarse que se burlaba de su anfitriona y esto habría sido imperdonable… aunque cierto.
La cena ya fue otro cantar. Effie resultó ser una muchacha de pueblo extremadamente simpática, poseedora de una cabellera castaña y ondulada natural por la que más de una señora habría dado su dote, y dotada de una lengua rápida y parlanchina. No hacía ni cinco minutos que estaba en su habitación cuando, mientras le cepillaba la ropa y le sujetaba un pliegue con un alfiler o le recomponía un volante, dejándole el vestido impecable con una presteza que hizo que Hester se quedara boquiabierta, ya la había puesto al corriente de la extraordinaria noticia de que la policía había estado dos veces en la casa por el asunto de la desgraciada muerte en Londres del pobre comandante. Los policías eran dos, uno un tipo de aspecto torvo y cara de pocos amigos, y con unas maneras como para asustar a los niños, que estuvo hablando con la señora y tomando el té en el estudio ni más ni menos que si fuera un caballero.
El otro, en cambio, era un muchacho simpatiquísimo y además muy bien vestido. ¡Cómo había podido elegir aquel oficio siendo como era hijo de un sacerdote! Ya habría podido trabajar en alguna cosa más decente una persona tan educada como él, por ejemplo dedicarse al sacerdocio como su padre o hacer de tutor de hijos de buenas familias, en fin, desempeñar una profesión respetable.
– ¡Pero las cosas son así! -dijo la chica cogiendo el cepillo del cabello con aire resuelto y poniéndose a cepillar el cabello de Hester con gran energía-. Siempre digo que las personas más agradables son las que hacen las cosas más extrañas. La cocinera le tomó una gran simpatía. ¡Huy, señora! -dijo con una mirada cargada de reprobación hablando a Hester desde atrás-. Si quiere que le hable con franqueza, no tendría que llevar el cabello de esta manera, si no le importa que se lo diga. -Siguió cepillando con brío, se lo recogió, le hincó unas horquillas y observó el resultado-. Y eso que tiene un cabello muy bonito… si se lo cuida, claro. Tendría que decirle algo a su doncella, señorita… porque debo decirle que no se lo cuida como es debido… y perdóneme que se lo diga. ¡Espero que le guste cómo se lo he dejado!
– ¡Ya lo creo! -le aseguró Hester, sorprendida-. Tiene unas manos de plata.
A Effie se le subieron los colores debido a la satisfacción.