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– Lady Callandra dice que charlo demasiado -comentó, cohibida de pronto. Hester sonrió.

– Tiene razón -admitió-, también yo. Muchas gracias por su ayuda… y por favor diga a lady Callandra que le estoy muy agradecida.

– Sí, señora.

Y haciendo una ligera reverencia, Effie cogió el acerico de las horquillas y salió disparada por la puerta olvidándose de cerrarla. Hester oyó sus pasos que se perdían por el pasillo.

Su aspecto le resultaba sorprendente. El peinado más bien severo que había adoptado por comodidad al embarcarse en la profesión de enfermera había mejorado espectacularmente y ahora le daba un aire mucho más agradable. Con gran pericia, además, la doncella había conseguido que la falda perdiera algo de su excesiva discreción y le quedara mucho más hueca gracias a las enaguas que le había puesto y que había tomado prestadas a su propietaria sin que ella lo supiera, con lo que la excesiva altura de Hester se transformaba en una preciosa ventaja en lugar de constituir un defecto. Había llegado la hora de bajar la escalinata principal y realmente estaba complacida con su aspecto.

Tanto Lovel como Menard Grey estaban aquella noche en casa y se los presentaron en el estudio antes de pasar al comedor y tomar asiento en la larga y bruñida mesa, puesta para seis personas pero con sitio suficiente para doce. Todavía se le podían incorporar unas alas adicionales a ambos extremos, con lo que entonces daba cabida a veinticuatro.

Los ojos de Hester recorrieron rápidamente la mesa y observaron las impecables servilletas de hilo, todas ellas con el •escudo de la familia bordado. La centelleante cubertería también ostentaba un adorno similar, así como las angarillas, las copas de cristal que reflejaban la miríada de luces de la araña que pendía del techo, que era una torre de vidrio que tenía la forma de un iceberg en miniatura. La mesa estaba adornada con flores del invernadero y del jardín, hábilmente distribuidas en tres cuencos bajos en el centro de la mesa. Era como una obra de arte que brillaba y resplandecía por todas partes.

Esta vez la conversación giró en torno a la finca y a cuestiones de orden político. Al parecer, Lovel había pasado todo el día en la población mercantil más cercana tratando algunos asuntos relacionados con las tierras, en tanto que Menard había estado en una de las granjas de los aparceros por la venta de un carnero de cría y, por supuesto, para supervisar el comienzo de la siega.

Los lacayos y una camarera se encargaron de servir la cena con gran eficiencia sin que nadie les prestara la más mínima atención.

Ya iban por la mitad del ágape y estaban dando cuenta de un cuarto de cordero asado cuando Menard, un joven apuesto de poco más de treinta años, se dirigió a Hester. Tenía los cabellos castaños al igual que su hermano mayor pero su piel estaba más curtida debido a que hacía más vida al aire libre. Sentía un gran placer cabalgando seguido de una jauría de lebreles y en la temporada del faisán daba pruebas de considerable osadía. Solía sonreír cuando encontraba algo divertido pero no ante un rasgo de ingenio.

– ¡Qué amable ha sido viniendo a visitar a tía Callandra, señorita Latterly! Espero que se quede con nosotros una larga temporada.

– Gracias, señor Grey -respondió ella, halagada-, es usted muy amable. El lugar es una maravilla, y estoy segura de que lo pasaré muy bien.

– ¿Hace mucho tiempo que conoce usted a tía Callandra?

Menard hablaba por cortesía y Hester habría podido predecir con precisión absoluta qué derroteros seguiría su conversación.

– Unos cinco o seis años. De cuando en cuando se sirve darme excelentes consejo.

Lady Fabia frunció el entrecejo como si el hecho de emparejar a Callandra con los buenos consejos fuera para ella puro disparate;

– ¿De veras? -murmuró en tono de incredulidad-. ¿Sobre qué, por ejemplo?

– Sobre cómo emplear el tiempo de que dispongo teniendo en cuenta el bagaje con que cuento -replicó Hester.

Rosamond pareció desconcertada.

– ¿Emplear el tiempo? -preguntó con voz pausada-. Me parece que no lo entiendo. -Y miró primero a Lovel y después a su suegra.

En su hermoso rostro y particularmente en sus llamativos ojos oscuros asomó una chispa de interés mezclada con una cierta desorientación.

– Necesito ganarme la vida, lady Shelburne -le explicó Hester con una sonrisa.

De pronto recordó las palabras de Callandra acerca de la felicidad y adquirieron todo su sentido.

– Lo siento -murmuró Rosamond y bajó los ojos hacia el plato, evidentemente dándose cuenta de que había dicho una inconveniencia.

– No tiene importancia -se apresuró a responder Hester-. Ya he tenido unas cuantas experiencias inspiradas y espero tener más.

Estaba a punto de añadir que la sensación de sentirse útil era maravillosa, pero comprendió que habría sido una crueldad decirlo con aquellas palabras, por lo que se abstuvo de pronunciarlas y se las tragó de una manera un tanto torpe junto con un bocado de cordero aderezado en su salsa.

– ¿Inspiradas, ha dicho? -preguntó Lovel con aire inquisitivo-. ¿Es usted religiosa, señorita Latterly?

Callandra se puso a toser ruidosamente al tiempo que se tapaba la boca con la servilleta. Al parecer se había atragantado. Fabia le sirvió un vaso de agua y Hester evitó mirarla a los ojos.

– No, lord Shelburne-respondió Hester con toda la mesura que le fue posible-, hice de enfermera en Crimea.

Se produjo un impresionante silencio, ni siquiera se oyó el tintineo de la plata al golpear la porcelana.

– Mi cuñado, el comandante Joscelin Grey, participó en la guerra de Crimea -dijo Rosamond para llenar aquel vacío, aunque su voz sonó contenida y triste-. Murió al poco tiempo de regresar.

– Tu explicación es un eufemismo -la cortó Lovel, cuyos rasgos se habían endurecido-. Fue asesinado en su piso de Londres como a buen seguro oirá hablar del suceso. La policía está investigando el caso. ¡Incluso ha estado aquí! De todos modos, todavía no han detenido a nadie.

– ¡Cuánto lo siento! -El estupor con el que lo había dicho era del todo sincero. En el hospital de Shkodér había atendido a un tal Joscelin Grey durante un breve periodo. Había recibido una herida de sable de consideración, pero no estaba entre los más graves ni entre los que, además, estaban enfermos. Se acordó de éclass="underline" era joven y rubio, su sonrisa era generosa y fácil, poseía una gracia natural-. Lo recuerdo -dijo y en aquel mismo momento recordó también con especial claridad las palabras de Effie.

Rosamond dejó caer el tenedor y sus mejillas se tiñeron de repentino rubor, que desapareció enseguida dejando su rostro lívido como la cera. Fabia cerró los ojos e hizo una larga y profunda aspiración, espirando después el aire sin emitir el más leve sonido.

Lovel tenía los ojos clavados en el plato. El único que la miraba era Menard y, más que sorpresa o contrariedad, lo que reflejaba su rostro era preocupación y una especie de dolor secreto y reprimido.

– ¡Qué interesante! -dijo lentamente-. Supongo que debió de ver centenares de soldados, por no decir millares. Tengo entendido que tuvimos un número considerable de bajas.

– En efecto, así fue -admitió Hester tristemente-, más de las que se dice. Hubo más de dieciocho mil muertos, pero se habrían podido ahorrar muchas muertes. Ocho novenas partes de los soldados no murieron durante la batalla sino después, a causa de las heridas o de enfermedad.

– ¿Recuerda a Joscelin? -preguntó Rosamond ávidamente, sin prestar atención a aquellas aterradoras cifras-. Fue herido en la pierna y desde entonces cojeaba… incluso solía usar un bastón para apoyarse.

– ¡Sólo cuando estaba cansado! -la interrumpió Fabia con viveza.

– Sólo cuando quería que lo compadeciesen -la corrigió Menard en voz baja.

– ¡Eso ha estado del todo fuera de lugar! -dijo Fabia con una voz que, pese a ser peligrosamente suave, estaba preñada de amenazas, mientras sus ojos azules se posaban con fría desaprobación en el segundo de sus hijos-. Consideraré que no lo has dicho.