– Aquí se respeta el principio de no hablar mal de los muertos -dijo Menard con una ironía desacostumbrada en él-. Lo cual supone una limitación considerable de la conversación.
Rosamond tenía los ojos clavados en el plato.
– Jamás he comprendido tu humor, Menard -se lamentó.
– Porque rara vez tiene gracia -terció Fabia.
– Joscelin, en cambio, la tenía siempre. -Menard estaba furioso y ya no se esforzaba en disimularlo-. Es maravilloso lo que puede conseguir la risa: procura distracción general y hace-que se perdonen ciertas cosas.
– Yo quería mucho a Joscelin -dijo Fabia con mirada glacial-. Me divertía su compañía y no sólo a mí sino también a muchas personas. A ti también te quiero, pero me aburres a morir.
– ¡Pero no tanto que ello te impida disfrutar de los beneficios de mi trabajo! -A Menard se le había encendido el rostro y los ojos le centelleaban de indignación-. Mantengo a flote las finanzas de la finca y me ocupo de su administración, mientras que Lovel conserva el buen nombre de la familia, se sienta en la Cámara de los Lores o hace lo que se supone que hacen los nobles del reino. En cuanto a Joscelin, no había pegado golpe en su vida y su única actividad era frecuentar clubs y salas de juego.
Fue como si del rostro de Fabia se hubiera retirado la sangre, dejándola agarrada con fuerza al tenedor y al cuchillo como quien se agarra a un salvavidas.
– ¿Todavía sigues resentido? -dijo Fabia con una voz que era apenas un murmullo-. Luchó en la guerra, puso en riesgo su vida para servir a su reina y a su país en unas condiciones terribles, vio sangre, muertos… ¿Y todavía le echas en cara que, al volver herido a casa, quisiera pasar algún rato bueno con sus amigos?
Menard se disponía a replicar pero cuando vio el dolor reflejado en el rostro de su madre, más profundo aún que la ira que la embargaba, un dolor que lo envolvía todo, se contuvo.
– Algunas de sus pérdidas en el juego me causaron no poca incomodidad -se limitó a decir en voz baja-. Nada más.
Hester miró a Callandra y vio que en los expresivos rasgos de su rostro había una mezcla de ira, piedad y respeto, aunque no habría sabido decir a quién correspondía cada una de aquellas emociones. Pensó que tal vez aquel respeto era para Menard.
Lovel sonrió con frialdad.
– Me temo que pueda tropezarse con la policía por estos pagos, señorita Latterly. Aquí vino un tipo bastante maleducado, un advenedizo diría yo, aunque me pareció que era de mejor familia que la mayoría de policías. Aun así, no parecía tener mucha idea de lo que se lleva entre manos y sus preguntas fueron sumamente impertinentes. Como vuelva mientras usted está en casa y la moleste en lo más mínimo, limítese a decirle que la deje en paz y hágamelo saber.
– Así lo haré -confirmó Hester.
Que recordara, Hester jamás había hablado con ningún policía y no tenía el más mínimo interés en hacerlo.
– Seguramente debe de ser muy desagradable para ustedes -comentó.
– En efecto -admitió Fabia-, pero son molestias que no tenemos más remedio que soportar. Parece que el pobre Joscelin fue asesinado por una persona que lo conocía.
A Hester no se le ocurrió nada que decir. Habría querido decir algo que no fuera ni indelicado ni una completa perogrullada.
– Gracias por su consejo -le dijo a Menard y, bajando los ojos, continuó comiendo.
Después de la fruta las señoras se retiraron mientras Lovel y Menard se quedaban una media hora tomando oporto. A continuación Lovel se puso la chaqueta del esmoquin y pasó al salón para fumar un rato mientras Menard iba a la biblioteca. Pasadas las diez todo el mundo se había retirado, quien más quien menos todos se habían buscado alguna excusa y, alegando que la jornada había sido muy cansada, se habían acostado.
El desayuno era copioso como es costumbre: porridge, tocino ahumado, huevos, riñones rellenos, costillas, kedgeree, haddock ahumado, tostadas, mantequilla, mermeladas, compota de albaricoque, confitura de naranja, miel, té y café. Hester comió poco, aquella abundancia le quitaba el apetito. Tanto Rosamond como Fabia tomaron el desayuno en sus habitaciones, Menard ya había comido y Callandra no hizo acto de presencia. Su único acompañante fue Lovel.
– Buenos días, señorita Latterly, espero que haya dormido bien.
– Muy bien, gracias, lord Shelburne. -Hester se sirvió algo de la comida caliente colocada sobre el bufete y se sentó-. Yo también espero que usted esté bien.
– ¿Cómo? ¡Oh, sí… gracias! Yo siempre estoy bien. -Procedió a dar cuenta de la comida que tenía en el plato y pasaron varios minutos antes de que volviera a levantar la vista para mirarla-. Por cierto, espero de su generosidad que sepa no tomar en consideración gran parte de todo lo que dijo ayer Menard durante la cena. Cada uno se toma el sufrimiento a su manera. Menard también perdió a su mejor amigo… un compañero suyo de la escuela y de Cambridge. Tuvo un gran disgusto. Estaba muy unido a Joscelin, ¿sabe?, por el simple hecho de ser el hermano que le seguía inmediatamente en edad se sentía… -Parecía buscar las palabras adecuadas que explicasen sus sentimientos sin llegar a encontrarlas-. ¿Cómo diría? Se sentía…
– ¿Responsable, quizá? -le apuntó Hester. El rostro de Lovel reflejó gratitud.
– Eso mismo. Me atrevería a decir que a veces Joscelin jugaba más de lo debido y tenía que ser Menard el que…
– Ya comprendo -dijo Hester, más con intención de sacarlo del atolladero en el que parecía encontrarse que porque diera crédito a sus palabras.
Horas más tarde de aquella hermosa aunque un poco ventosa mañana, mientras paseaba bajo los árboles en compañía de Callandra, se enteró de otras cosas.
– ¡Todo esto no son más que tonterías! -comentó Callandra con energía-. Joscelin era un embustero. Toda su vida lo había sido, desde que era pequeño y jugaba en el cuarto de los niños. Me parece que no había cambiado y por esto Menard siempre tenía que andar tras él para evitar escándalos. ¡Es muy consciente del nombre de la familia, nuestro Menard!
– ¿No lo es lord Shelburne? -dijo Hester, sorprendida.
– Lovel no tiene imaginación suficiente para pensar que un Grey podría engañarle -respondió Callandra con franqueza-. Son cosas que están más allá de su capacidad de comprensión. Los caballeros no hacen trampas y, por otra parte, Joscelin era su hermano y, como al mismo tiempo era un caballero, no podía hacer trampas. Así de sencillo.
– Veo que Joscelin no era muy de su gusto. -Hester escrutó su rostro. Callandra sonrió.
– No especialmente, aunque debo admitir que a veces era muy ingenioso y ya se sabe que a la persona que nos hace reír le perdonamos muchas cosas. Además, tocaba muy bien el piano y es normal que le pasemos por alto muchos defectos a una persona que crea gloriosos sonidos… o quizá debería decir que nos recrea porque, que yo sepa, no componía.
Caminaron unos cien metros en mitad de un silencio sólo turbado por el rugido y el rumor del viento entre los gigantescos robles. Era como un torrente que se precipitase en una cascada o como un mar que se estrellase incesantemente contra las rocas. Era uno de los sonidos más agradables que Hester había oído en su vida, y el aire, suave y luminoso a la vez, parecía que purificase también su espíritu.
– ¿Y bien? -dijo Callandra finalmente-. ¿Qué opciones tiene, Hester? Estoy absolutamente segura de que podría encontrar un excelente puesto si quisiera continuar trabajando como enfermera, ya fuera en un hospital militar o en uno de los hospitales de Londres que aceptan mujeres.
Lo dijo con voz monocorde, sin especial entusiasmo.
– ¿Pero…? -Hester se adelantó a sus palabras. La boca ancha de Callandra se torció en la sombra de una sonrisa.
– Pero a mí me parece que sería una pérdida de tiempo. Usted está dotada para la administración, tiene un espíritu combativo y por esto debe encontrar una causa por la que luchar y salir vencedora. Seguro que en Crimea se le abrieron horizontes situados en los niveles superiores de su profesión. ¿Por qué no los enseña aquí en Inglaterra, por qué no obliga a que la gente la escuche? Por ejemplo, cómo evitar los contagios, las condiciones de insalubridad, las enfermeras ignorantes, los tratamientos imprudentes de las amas de casa. Salvaría vidas humanas y ello le procuraría satisfacción.