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Hester no le habló de los artículos que había enviado suplantando el nombre de Alan Russell, pero en las palabras de Callandra había una verdad que surgía de aquel calor especial que ponía en todas las cosas, una especie de resolución que transformaba todo lo discordante en armónico.

– ¿Y cómo lo hago?

La redacción de artículos podía esperar, encontrar su propia salida. Cuanto más amplios fueran sus conocimientos, con más fuerza e inteligencia se expresaría. Por supuesto que ya sabía que la señorita Nightingale continuaría naciendo campaña hasta agotar toda aquella pasión que consumía tanto la fuerza de su sistema nervioso como su salud física y que conseguiría una reforma de todo el cuerpo médico militar, pero no podía hacerlo ella sola, ni con toda la adulación que le ofrecía el país ni con todos los amigos que tenía situados en lugares preeminentes. Existían intereses creados que se extendían por todos los pasillos de la autoridad como las raíces de un árbol a través de la tierra. Los vínculos de la costumbre y la seguridad de la posición tenían la fuerza del acero. Muchas personas tendrían que cambiar y, al tiempo que lo hacían, admitir que habían estado mal asesoradas, que habían sido imprudentes e incluso incompetentes.

– ¿Cómo encontraré un puesto?

– Tengo amigos -dijo Callandra con serenidad y confianza-. Comenzaré escribiendo cartas de forma muy discreta, ya sea para pedir favores, acicatear el sentido del deber, mover las conciencias o para amenazar con la desaprobación tanto pública como privada en caso de que se nieguen a prestarme ayuda. -Brillaba una leve chispa de picardía en sus ojos, aunque también la absoluta determinación de hacer exactamente lo que había dicho.

– Gracias -aceptó Hester-. Haré cuanto esté en mi mano para estar a la altura de las oportunidades que me ofrezcan y compensar todos sus esfuerzos.

– Muy bien -admitió Callandra-, si no creyera que ha de ser así, no me molestaría en hacerlos. -Acomodó sus pasos al ritmo de los de Hester y, juntas, penetraron en el bosque, siguieron caminando bajo las ramas de los árboles y continuaron después a través del parque.

Dos días después fue a cenar el general Wadham con su hija Úrsula, que desde hacía varios meses era la prometida de Menard Grey. Llegaron pronto, con intención de departir un rato con la familia en el salón antes de pasar al comedor, y Hester tuvo así ocasión de poner inmediatamente a prueba sus dotes diplomáticas. Úrsula era una joven muy guapa, con una cabellera de color castaño claro con reflejos rojizos y el cutis sano de los que pasan mucho tiempo al aire libre. De hecho, no llevaban mucho hablando cuando demostró su interés por la caza con jaurías de perros. Aquella noche llevaba un vestido de un azul intenso que, en opinión de Hester, era demasiado vivo para ella; le habría sentado mejor un color más tenue, ya que habría puesto de relieve su vitalidad natural. Tal como iba vestida, resaltaba demasiado entre la seda azul lavanda de Fabia y sus rubios cabellos que viraban hacia el gris sobre la frente, el azul apagado y oscuro de Rosamond que empalidecía su impecable cutis asemejándolo al alabastro, y el color de uva negra del vestido de la propia Hester, que todavía no había abandonado completamente el luto. Hester se dijo para sus adentros que nunca había llevado un color que la favoreciese más que aquél.

Callandra iba vestida de negro con algunos toques de blanco. El vestido era bonito, aunque no se acomodaba demasiado a la última moda, pero Callandra no vestía para llamar la atención, sino simplemente con distinción. No se correspondía con su naturaleza el destacar en el terreno de la moda.

El general Wadham era un hombre alto y fuerte, llevaba unas patillas largas y cerdosas y tenía unos ojos de un color azul pálido en los que se apreciaba una deficiencia que tanto podía ser miopía como presbicia. Hester no estaba segura de si se trataba de lo uno o lo otro, pero era evidente que sus ojos no se centraban en ella cuando le hablaba.

– ¿Está usted de visita, señorita…, señorita…?

– Latterly -dijo ella echándole una mano.

– ¡Ah, sí, claro, Latterly!

A Hester aquel hombre le recordaba de manera casi grotesca a una docena de militares de mediana edad que había conocido y de los que ella y Fanny Bolsover se burlaban siempre, cuando estaban cansadas y asustadas después de haberse pasado toda una noche en vela cuidando de los heridos, tras lo cual acababan echándose en el mismo jergón de paja, acurrucándose muy juntitas para darse calor y contándose historias tontas para reír un rato, porque siempre es mejor reír que llorar. Era entonces cuando se dedicaban a mofarse de los oficiales porque la lealtad, la conmiseración y el odio resultaban sentimientos demasiado complejos como para abandonarse a ellos cuando ya no les quedaban fuerzas ni humor para nada más.

– Amiga de lady Shelburne, ¿verdad? -preguntó el general Wadham de manera automática-. Estupendo, estupendo.

Hester notó que volvía a sentirse irritada.

– No -dijo ella corrigiendo sus palabras-. Soy amiga de lady Callandra Daviot. Tuve la suerte de conocerla hace bastante tiempo.

– ¡Vaya, vaya!'-Era evidente que al hombre no se le ocurría otra cosa que añadir, por lo que trasladó su atención a Rosamond, más preparada que Hester para la conversación trivial y más propensa también a celebrar sus ocurrencias.

Cuando se anunció la cena no había ningún caballero libre que la acompañase al comedor, por lo que Hester se vio obligada a escoltar a Callandra y, ya en la mesa, se encontró sentada enfrente del general.

Sirvieron el primer plato y todos comenzaron a comer, las señoras con más modales, los hombres con más apetito. En un primer momento la conversación discurrió sobre temas ligeros pero, una vez saciado el hambre inicial y tras haber dado cuenta de la sopa y el pescado, Úrsula comenzó a hablar de caza y de los méritos con que un determinado tipo de caballos destacaba sobre otros.

Hester no se sumó a la conversación. Sólo había montado a caballo en Crimea y todavía seguía apartando de sus pensamientos la perturbadora imagen de caballos heridos, enfermos y famélicos. De hecho, llegó a abstraerse tanto de la conversación que ni se dio cuenta de que Fabia se había dirigido a ella en tres ocasiones sin obtener respuesta.

– Usted perdone… -se disculpó un tanto cohibida.

– Me parece que usted, señorita Latterly, dijo que había tenido un breve encuentro con mi difunto hijo, el comandante Joscelin Grey, si no me equivoco.

– Sí, y ahora lamento que fuera tan breve. ¡Había tantos heridos! -respondió educadamente, como si estuvieran hablando de las cosas más corrientes, pese a que sus pensamientos la devolvían a la triste realidad de los hospitales, atestados de enfermos y de soldados afectados de congelación o consumidos por el cólera, la disentería y el hambre, todos amontonados sin apenas dejar sitio para más, mientras las ratas correteaban, se apiñaban y trepaban por todas partes.

El peor de los recuerdos era la construcción de terraplenes durante el sitio de Sebastopol, el frío implacable, las luces entre el barro, el temblor de su cuerpo mientras sostenía una linterna en alto para que el cirujano pudiera trabajar, su resplandor en la hoja de la sierra, las siluetas apenas entrevistas de los hombres, apretujados en busca de una fracción siquiera de calor humano. Recordaba la primera vez que vio la impresionante figura de Rebecca Box recorriendo a grandes zancadas el campo de batalla, atravesando las trincheras y penetrando en terreno ocupado más tarde por los soldados rusos, recuperando los cuerpos de los caídos y cargándoselos en la espalda. Lo único que superaba su fuerza, era su sublime valor. Ningún hombre caía demasiado lejos para que ella no fuera a recogerlo y lo llevara al barracón o tienda que hacía las funciones de hospital.