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La observaban con fijeza, esperando que dijera algo más, una palabra de elogio para aquel hombre que, después de todo, había sido un soldado… un comandante de caballería.

– Recuerdo que era muy simpático. -Se negaba a mentir, lo hacía incluso por su familia-. Tenía una sonrisa encantadora.

Fabia pareció tranquilizarse y se apoyó en el respaldo de la silla.

– Sí, así era Joscelin -admitió con los ojos azules empañados-. Era valiente y a la vez alegre, incluso en las peores circunstancias. Casi no puedo creer que haya muerto. Tengo la impresión de que va a abrir la puerta de pronto, entrará, se disculpará por haber llegado tarde y nos dirá que tiene un hambre de lobo.

Hester contempló la mesa en la que se amontonaba tal cantidad de comida que con ella se habría alimentado a medio regimiento cuando el asedio estaba en su auge. En aquella casa se usaba la palabra «hambre» muy a la ligera.

El general Wadham también se apoyó en el respaldo y se dio unos toques con la servilleta en los labios.

– Un hombre estupendo -le dijo en voz muy baja-. Puede sentirse muy orgullosa de él, amiga mía. La vida de un soldado suele ser corta, pero está cargada de honores y su nombre no cae en el olvido.

Todos los comensales guardaron silencio, sólo se oía el tintineo de la plata al chocar con la porcelana. A nadie se le ocurría una réplica pronta. El rostro de Fabia denotaba un profundo y terrible dolor, una expresión de soledad inconsolable. Rosamond tenía la mirada perdida en el espacio, mientras Lovel mostraba un aire vacío, no se sabía muy bien si a causa del dolor de los demás o del suyo propio. ¿Se había abandonado a los recuerdos o lamentaba el presente que le habían robado?

Menard no paraba de masticar, como si tuviera un nudo en la garganta o la boca tan seca que le fuera imposible engullir la comida.

– ¡Qué gloriosa campaña! -exclamó por fin el general-. Vivirá para siempre en los anales de la historia, el valor del que se hizo gala en ella no será nunca superado. La Fina Raya Roja… en fin, todo.

Hester notó que de pronto la ahogaban las lágrimas, que la ira y el dolor le hervían por dentro, que la invadía una frustración insoportable. Veía con más precisión las colinas que se erguían al otro lado del río Alma que las personas congregadas en torno a la mesa y el centelleo del cristal. Veía los parapetos que se levantaron en los vecinos cerros una mañana, erizados de armas enemigas, los reductos grandes y los pequeños, las barricadas de mimbre reforzadas con piedras. Detrás de ellas estaban agazapados los cincuenta mil hombres del príncipe Menshikoff. Recordaba los olores que llegaban con la brisa marina. Ella se había quedado con las mujeres que habían seguido al ejército y observaban a lord Raglán con su levita y su camisa blanca, montado a caballo con la espalda muy rígida.

A la una sonó la corneta y la infantería avanzó hombro con hombro hacia las bocas de las armas rusas. Cayeron como espigas de trigo tronchadas en la siega. La carnicería se prolongó por espacio de noventa minutos, hasta que por fin se dio la orden y se incorporaron húsares, lanceros y fusileros, todos en perfecto orden.

– Estad muy atentas -había dicho un comandante a una de las mujeres-, porque la reina de Inglaterra daría los ojos para poder contemplar la escena.

Por todas partes caían hombres. Las banderas, enhiestas, quedaron hechas jirones con los balazos. Cuando caía un abanderado otro ocupaba su puesto y cuando caía éste, lo sucedía el siguiente. Las órdenes eran contradictorias, los hombres avanzaban y después se retiraban atropellándose unos a otros. Avanzaban los granaderos, un muro móvil de pieles de oso, después la Guardia Negra de la Brigada Highland.

Los dragones fueron mantenidos en la retaguardia, y no se recurrió a ellos en ningún momento. ¿Por qué? Cuando le hicieron la pregunta a lord Raglán, éste replicó que había pensado en Agnes.

Hester recordó haber ido más tarde al campo de batalla y haber contemplado la tierra empapada de sangre, los cuerpos mutilados, algunos tan terriblemente mutilados que los miembros estaban a varios metros de distancia del cuerpo. Había hecho todo lo que había podido para aliviar los sufrimientos, había trabajado hasta que el agotamiento había conseguido embotarla e insensibilizarla y, como el dolor le entraba por los ojos y los oídos, estaba mareada. Los heridos se amontonaban en los carros y eran transportados en ellos hasta los improvisados hospitales de campaña. Había trabajado día y noche hasta el agotamiento, con la boca seca por la sed, dolorida y horrorizada. Las enfermeras habían tratado de cortar las hemorragias; en cuanto a las conmociones, poco podía hacerse salvo administrar unas preciosas gotas de brandy. ¡Qué habría dado entonces por las botellas de la bodega de los Shelburne!

La conversación de la cena era un murmullo que flotaba a su alrededor, voces corteses, amables… e ignorantes. Ante sus ojos veía las flores que da el verano, nacidas de los cuidados de atentos jardineros, orquídeas cuidadas en un invernadero de paredes de vidrio. Se acordó de una cálida tarde en la que había atravesado un campo de hierba llevando en el bolsillo las cartas que había recibido de casa, pasando entre rosas enanas y azules espuelas de caballero, que habían vuelto a crecer en el campo de Balaclava un año después de la Carga de la Brigada Ligera, demostración insensata de ataque furibundo y heroísmo suicida. Había vuelto al hospital y había tratado de escribir a su familia para explicarles cómo iba todo realmente, qué hacía y cómo se sentía, hablarles de la camadería, de las cosas buenas, decirles que tenía buenas amistades, hablarles de Fanny Bolsover y de cómo se reían las dos y de los actos de valor. La fría resignación de los hombres al ver que disponían de granos verdes de café pero no de los medios para tostarlos y molerlos había provocado en ella una admiración tan profunda y un orgullo tan grande que se le había hecho un nudo en la garganta. Podía oír el rasgueo de la pluma sobre el papel mientras escribía una carta… y el crujido del papel al romperse.

– Un gran hombre -dijo el general Wadham, con los ojos fijos en la copa de clarete-, uno de los héroes que ha tenido Inglaterra. Lucan y Cardigan están emparentados… supongo que ya lo sabe. Lucan se casó con una de las hermanas de lord Cardigan. ¡Qué familia! -Hizo unos movimientos con la cabeza dictados por la admiración-. ¡Qué sentido del deber!

– Es motivo de inspiración para todos nosotros-admitió Úrsula con los ojos brillantes.

– Entre los dos se produjo odio a primera vista-dijo Hester antes de que la discreción le diera tiempo a refrenar la lengua.

– ¿Qué ha dicho? -dijo el general clavando en ella una mirada fría y enarcando sus delgadas cejas.

En su mirada se concentraba toda su incredulidad ante tamaña impertinencia en particular y su desprecio a la mujer en general cuando hablaba sin que nadie le hubiera pedido opinión.

Aquella mirada espoleó a Hester. Aquel hombre que tenía delante pertenecía al grupo de los locos ciegos y arrogantes que habían causado incalculables pérdidas en el ejército por haberse negado a informarse por su inflexibilidad, por el pánico que les invadía cuando se equivocaban y por sus emociones personales, que para ellos contaban más que la verdad.

– He dicho que lord Lucan y lord Cardigan se odiaron desde el momento en que se conocieron-repitió Hester con toda claridad en medio de un silencio total.

– No creo que esté en posición de hacer tal afirmación, señora -le dijo mirándola con absoluto desprecio.

Aquella mujer era menos que un subalterno, menos que un soldado raso. ¡Por el amor de Dios, si sólo era una mujer! Y se había atrevido a desmentir sus palabras, aunque fuera indirectamente. ¡Y en la mesa donde estaban cenando!