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Rosamond habló con la hija mayor y, sacándose la ancha cinta rosa que llevaba en el sombrero, se la dio y le sujetó con ella los cabellos, cosa que encantó a la pequeña y al mismo tiempo la llenó de vergüenza.

Menard se había quedado pacientemente junto al caballo, con el que estuvo hablando unos momentos en voz baja, antes de sumirse en un cómodo silencio. El sol le daba de lleno en la cara y ponía de relieve unas finas arrugas de angustia en torno a sus ojos y a su boca y otras más profundas que había dejado impresas el dolor. Se veía que estaba en su ambiente en aquellas ricas tierras, bajo aquellos grandes árboles, rodeado por el viento y los feraces campos, y a Hester le pareció descubrir de pronto en él a un hombre que nada tenía que ver con el impasible y resentido segundón qué era en Shelburne Hall. Se preguntó si Fabia se habría dignado advertir alguna vez aquel cambio que se operaba en él. ¿O acaso no apartaba nunca de sus pensamientos el risueño encanto de Joscelin y esto no le dejaba ver nada más?

La segunda visita fue esencialmente similar a la primera, si bien esta vez la familia estaba compuesta por una anciana desdentada y un viejo que estaba borracho o padecía alguna enfermedad que le afectaba el habla y el movimiento.

Fabia se dirigió al hombre con enérgicas e impersonales palabras de ánimo que él pareció ignorar; en cuanto Fabia le volvió la espalda, Hester vio que el viejo le dedicaba una mueca. La vieja hizo una reverencia tras ser obsequiada con dos jarras de crema de limón, después de lo cual las tres mujeres volvieron a montar en el coche descubierto y prosiguieron su camino.

Menard las dejó para dirigirse a los campos, en los que las espigas ya estaban maduras y los labriegos hundían profundamente las hoces mientras el sol les daba en la espalda, tostándoles los brazos y haciendo que el sudor les empapara la piel. Hablaron profundamente en torno al tiempo, a la estación, a la dirección del viento y al momento en que posiblemente empezaría a llover. El olor a trigo y a paja recién cortada en un día de calor era una de las sensaciones más dulces que Hester había experimentado. De pie, bajo la luz brillante, con el rostro levantado hacia el cielo, sentía el hormigueo que el calor le producía en la piel. Después contempló el color de oro viejo que cubría la tierra, pensó en todos aquellos que se habían precipitado a morir por aquella tierra e hizo votos para que sus descendientes supiesen conservarla como un tesoro y mirarla no sólo con los ojos sino también con el corazón.

La comida fue harina de otro costal. El recibimiento fue cortés pero, así que el general Wadham vio a Hester, la cordialidad desapareció de su rostro bermejo y sus modales se hicieron exageradamente formales.

– Buenos días, señorita Latterly. ¡Qué amable ha sido al venir! Úrsula estará encantada de tenerla a nuestra mesa.

– Gracias, señor -replicó ella adoptando un tono igualmente amable-. Es usted muy generoso.

Úrsula no pareció precisamente encantada de ver al grupo y no pudo disimular su contrariedad al enterarse de que Menard había preferido quedarse con los labriegos que departir con ellos en el comedor de su casa.

La comida fue ligera: pescado de río hervido con salsa de alcaparras, pastel frío de caza acompañado de verduras y, como remate, sorbete y un surtido de frutas, seguidos de un excelente queso Stilton.

Era evidente que el general Wadham no había olvidado ni perdonado la derrota que había sufrido a manos de Hester en su anterior encuentro. Sus ojos glaciales, casi vítreos, se encontraron varias veces con los de Hester por encima de las angarillas antes de que se decidiera a plantear batalla de nuevo, aprovechando un punto muerto de la conversación entre los comentarios de Fabia sobre las rosas y las consideraciones de Úrsula con respecto a si el señor Danbury se casaría con la señorita Fothergill o con la señorita Ames.

– La señorita Ames es una jovencita encantadora -observó el general con la mirada puesta en Hester- y una consumada amazona que se comporta como un hombre en las cacerías. Tiene un gran valor. Y además es elegante, primorosamente elegante. -Echó una ojeada crítica al vestido verde oscuro de Hester-. Su abuelo murió en la guerra peninsular, en La Corana, en 1810. Supongo que usted no estuvo en esa guerra, ¿verdad, señorita Latterly? La fecha la pilla un poco lejos, me parece. -Y sonrió como quien acaba de decir una cosa graciosa y oportuna.

– Fue en 1809 -lo corrigió Hester-, antes de Talavera y después de Vimiero y de la Convención de Sintra. En cuanto a lo demás, tiene usted razón: yo no estaba.

El general se puso escarlata. Se tragó una espina, se atragantó y comenzó a toser tapándose la boca con la servilleta.

Fabia, lívida de indignación, le pasó un vaso de agua.

Hester, más experta, lo apartó al momento y le dio un trozo de pan.

El general masticó el pan, que envolvió la espina y permitió que se deslizara sin más contratiempos garganta abajo.

– Gracias -dijo el general a Hester con frialdad, bebiendo el agua a continuación.

– Me complace haberle sido de utilidad -replicó Hester cortésmente-. Tragarse una espina es una experiencia de lo más desagradable, y puede suceder tan fácilmente… incluso tomando los mejores pescados. Y doy fe de que éste es delicioso.

Fabia musitó alguna blasfemura inaudible entre dientes, y Rosamond se lanzó a una repentina y exagerada entusiasta rememoración de la fiesta organizada por el vicario aquel verano.

Después, Fabia manifestó que prefería quedarse en compañía de Úrsula y el general, y Rosamond urgió a Hester a continuar las visitas de caridad; camino del carruaje Rosamond le murmuró a Hester por lo bajo furtivamente y con una cierta timidez:

– Ha sido terrible. A veces usted me recuerda a Joscelin. Solía tener salidas parecidas, que me hacían reír mucho.

– No me ha parecido que se riera -dijo Hester con toda franqueza montando en el coche detrás de ella y olvidándose de arreglarse los pliegues de la falda.

– No, claro -dijo Rosamond empuñando las riendas e incitando al caballo a echar a andar-, mejor que nadie se dé cuenta. Volverá a venir a vernos otra vez, ¿verdad?

– No me parece que vayan a volver a invitarme -dijo Hester bastante apesadumbrada.

– Claro que la invitarán. Seguro que tía Callandra la invita. He visto que la quiere mucho… y sé que a veces se aburre con nosotros. ¿Conocía usted al coronel Daviot?

– No. -Hester lamentó por vez primera no haberlo conocido. Había visto su retrato y sabía que era un hombre corpulento y de porte erguido, con unos rasgos enérgicos que revelaban a la vez ingenio y temperamento-. No, no lo conocí.

Rosamond azuzó al caballo y se lanzaron a la carrera a través del camino, con las ruedas rebotando en los baches.

– Era muy simpático -dijo Rosamond con la mirada al frente-. A veces. Solía reírse ruidosamente cuando estaba contento, pero de cuando en cuando hacía gala de un carácter intratable, y se ponía muy autoritario… incluso con tía Callandra. Se entrometía en todo, y hasta le decía cómo tenía que hacer las cosas… cuando le daba por ahí. Pero después se le olvidaba y dejaba que ella arreglara el fregado,

Frenó un poco al caballo para gobernarlo mejor.

– Era muy generoso -añadió-, jamás traicionaba la confianza de un amigo. Era el mejor jinete que he visto en mi vida, infinitamente mejor que Menard y Lovel… e infinitamente mejor que el general Wadham. -El viento le había alborotado el cabello, pero parecía no importarle, de pronto se echó a reír como una loca-. No se tragaban.

Lo que acababa de decirle Rosamond le reveló algo de Callandra que Hester no había imaginado: soledad en libertad, lo que explicaba por qué no había siquiera considerado la idea de volverse a casar. ¿Quién habría podido suceder a un hombre tan individualista como aquél? Y ahora que se había acostumbrado a su independencia, tal vez los placeres de la libertad le pareciesen cada vez más preciosos. ¿No habría sido, quizá, más infeliz de lo que Hester deducía con sus juicios precipitados y superficiales?