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Sonrió como dando a entender que había oído la última observación que acababa de hacer Rosamond, y después cambió de tema. Llegaron a la pequeña aldea donde debían continuar las visitas y no regresaron hasta última hora, en medio del calor y el azul y el oro de la tarde, pasando a través de los feraces campos y junto a los campesinos, que seguían con la espalda doblada y los brazos desnudos. Hester disfrutaba del aire fresco del paseo, del placer de pasar debajo de los enormes árboles que cubrían con sus ramas el angosto camino. No se oía otra cosa que el ruido apagado de los cascos del caballo, el siseo de las ruedas y el canto ocasional de algún pájaro. Sobre los rastrojos que los campesinos iban dejando atrás resplandecía una luz pálida, más oscura en las espigas enhiestas que todavía quedaban por segar. Unas cuantas nubes deshilachadas, frágiles como capullos de seda, se deslizaban a través del horizonte.

Hester observó las manos de Rosamond sujetar las riendas, observó su rostro hermoso y tenso y se preguntó si también ella veía aquella infinita belleza o sólo percibía su persistente uniformidad. Pero era una pregunta que no le podía hacer.

Hester pasó la tarde con Callandra en sus habitaciones y no cenó con la familia, pero al día siguiente tomó el desayuno en el comedor principal y Rosamond la saludó con evidente placer.

– ¿Le gustaría ver a mi hijo? -le dijo ruborizándose ligeramente por haberse atrevido a proponérselo y también porque era muy vulnerable.

– Claro que me gustaría -respondió Hester inmediatamente, sin poder decir otra cosa-, no hay nada que pueda gustarme más.

Probablemente era verdad. Aguardaba con aprensión su próximo encuentro con Fabia, y no deseaba volver a compartir una comida con el general Wadham ni volver a sus «buenas obras» para con los que Fabia consideraba «los pobres necesitados», ni le quedaban ganas de dar paseos por el parque por miedo a volver a encontrar al policía impertinente, cuyas observaciones habían sido tan inoportunas además de injustas.

– Así empezaré bien el día -añadió.

La habitación de los niños era muy luminosa, orientada al sur, llena de sol y decorada con tela de chintz. En ella había una sillita baja junto a la ventana, una mecedora cerca de la gran chimenea, que estaba perfectamente protegida por un parapeto y, provisionalmente, ya que el niño era tan pequeño, una cuna para los ratos que dormía durante el día. La niñera, que era una muchacha muy joven y guapa y con un cutis como la seda, estaba atareada dando de comer al pequeño, que debía de tener aproximadamente un año y medio de edad. Le iba dando trocitos de pan untados con mantequilla, que mojaba en un huevo pasado por agua. Hester y Rosamond no la interrumpieron, pero se quedaron observándola.

Era evidente que el niño, con un copete de cabellos rubios en la cabeza que parecía la cresta de un pájaro, lo estaba pasando en grande. Aceptaba, muy obediente, cada trozo de pan que le daba la chica, pero cada vez tenía las mejillas más hinchadas, hasta que, con los ojos brillantes, hizo una profunda aspiración y escupió todo lo que se había guardado en la boca, para consternación de la pobre niñera. El niño prorrumpió en risas tan sonoras que se le arreboló todo el rostro al tiempo que inclinaba el cuerpo hacia un lado de la silla, exultante de contento.

Rosamond se azoró, pero Hester se limitó a echarse a reír con el pequeño, mientras la niñera se restregaba con un paño húmedo el delantal que unos momentos antes estaba impecable.

– Señorito Harry, ¡esto no se hace! -le reprendió la niñera intentando mostrarse severa, aunque su voz no dejaba traslucir un verdadero enfado sino más bien exasperación porque el pequeño la había engañado una vez más.

– ¡Vaya niño malo estás hecho! -intervino Rosamond cogiéndolo en brazos, apretándolo contra su pecho y acercando a sus mejillas aquella cabecita rubia con su cresta de rizos.

El pequeño seguía riendo y al mismo tiempo, como si estuviera absolutamente seguro de su simpatía, espiaba a Hester por encima del hombro de su madre.

Pasaron una hora muy agradable en amigable conversación y después dejaron que la niñera cumpliera con sus obligaciones en tanto Rosamond mostraba a Hester la habitación grande de los niños, en la que Lovel, Menard y Joscelin habían jugado de niños. Todavía seguían en ella el caballo de balancín, los soldados de juguete, las espadas de madera, las cajas de música y el calidoscopio. Y también las casas de muñecas que había dejado una generación anterior de niñas, ¿quizá la de Callandra?

Pasaron después al cuarto de estudio, con sus pupitres y sus estantes de libros. Hester se encontró tomando en sus manos, al principio de manera irreflexiva, un cuaderno de impecable caligrafía, los primeros y esforzados intentos de un niño; después, a medida que fue avanzando hacia las redacciones de la adolescencia, fue quedándose absorta sin darse cuenta en la lectura de lo que había dejado escrito aquella misma mano infantil, ahora ya más madura. Se trataba de una redacción escrita en un estilo fluido y ágil, sorprendentemente penetrante para un niño de su edad por su profundo y agudo ingenio. El tema era una comida campestre familiar y, sin querer, a Hester se le escapó una sonrisa mientras leía, pese a que detectó también dosis de tristeza en el escrito, una lucidez y una percepción de la crueldad que se ocultaban tras la fachada del humor. No necesitaba leer el nombre que figuraba en el lomo para saber que el autor era Joscelin.

Encontró un cuaderno de Lovel y fue volviendo las páginas hasta descubrir una redacción de extensión similar. Rosamond entretanto revolvía un pupitre buscando unos poemas, por lo que Hester tuvo ocasión de leer sin prisas la redacción. Era un escrito manifiestamente inverosímil, inseguro y romántico, en el que imaginaba, más allá de la arboleda de Shelburne, un bosque donde podían llevarse a cabo grandes hazañas, y una mujer ideal, cortejada y amada con un sentimiento limpio y transparente, tan alejado de la realidad de las necesidades y dificultades humanas que a Hester se le humedecieron los ojos al pensar en las desilusiones que aquel muchacho habría de sufrir irremisiblemente.

Cerró aquellas páginas escritas con una tinta que el tiempo había descolorido y miró a Rosamond, su cabeza iluminada por el sol e inclinada sobre el escritorio mientras revolvía los cuadernos de deberes en busca de un determinado poema que seguramente era la plasmación de sus propios sueños. ¿Alcanzaban a ver, ella o Lovel, en las princesas y en los caballeros revestidos de armadura, a los seres falibles-y a veces débiles, a veces asustados, a menudo necios pero mucho más preciosos que había más allá de sus nobles apariencias, y que demandaban muchísimo más valor, generosidad y poder para merecer el perdón, que los seres que poblaban los sueños de juventud?

Hester quería encontrar la tercera redacción, la de Menard. Tardó unos minutos en localizar su cuaderno y poder leerla. La redacción era envarada, era evidente que tenía más dificultad en el manejo de las palabras, y toda ella rezumaba un amor apasionado al honor, a la fidelidad en la amistad y una visión de la historia como la cabalgata interminable de los orgullosos y los buenos, con inesperadas imágenes tomadas de las historias del rey Arturo. Era un escrito adocenado y ampuloso, aunque lleno de sinceridad, y Hester pensó que era difícil que el hombre que había escrito aquello siendo niño hubiera perdido aquellos valores que describía con tanto apasionamiento… y tanta torpeza.

Rosamond había encontrado por fin el poema y estaba tan absorta en él que no advirtió que Hester se le acercaba ni tampoco que lo leía por encima de su hombro. Era un poema de amor, anónimo, breve y muy tierno.

Hester apartó los ojos y se acercó a la puerta. No era cuestión de fisgar en aquello.

Rosamond cerró el cuaderno y la siguió al cabo de un momento. No sin esfuerzo, recuperó su alegría de momentos antes, aunque Hester hizo como que no se daba cuenta.