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Fabia poseía un valor personal que podía estar formado mitad y mitad por aquella disciplina que era habitual en el sistema educativo a que había sido sometida y por el orgullo de no dejar que los demás descubrieran su vulnerabilidad. Era una mujer autocrática y hasta cierto punto egoísta, aunque ella habría sido la última en reconocerlo. Hester, sin embargo, había descubierto en su rostro, cuando no se sabía observada, toda la soledad que reflejaba en determinados momentos y a veces también, debajo de la anciana impecablemente vestida, un aturdimiento que dejaba al descubierto la niña que fuera un día. Era indudable que quería mucho a los dos hijos que le quedaban, pero no se avenía especialmente con ellos ni ninguno sabía cautivarla ni hacerla reír como Joscelin. Eran considerados con ella, pero no la halagaban, no sabían evocar con pequeñas atenciones aquellos días faustos en que había sido una mujer hermosa, centro de atención de las docenas de pretendientes que la cortejaban. Con la muerte de Joscelin, se le habían ido las ganas de vivir que tuviera en otros tiempos. Hester pasó muchas horas con Rosamond y simpatizó con ella, pero de un modo a la vez distante y exento de auténtica confianza. Las palabras de Callandra sobre la conveniencia de mostrar una sonrisa a la vez desafiante y protectora, se le hicieron presentes en varías ocasiones y de manera especial una tarde en que, sentadas junto a la chimenea, se entregaron a una conversación ligera y trivial. Úrsula Wadham estaba de visita, rebosante de entusiasmo y de planes para cuando se casara con Menard. Su parloteo era incesante y, aunque tenía a Rosamond sentada justo frente a ella, era evidente que no veía más allá de su cutis perfecto, su impecable peinado y el elegante vestido que llevaba. Rosamond, a sus ojos, poseía todo aquello que una mujer puede desear: un marido rico y con título nobiliario, un niño sano, belleza, buena salud y talento suficiente para destacar en el arte de agradar. ¿Qué más se podía pedir?

Hester oyó a Rosamond coincidir con Úrsula en todos aquellos planes suyos, en lo maravillosa que iba a ser su vida, en el futuro tan lisonjero que la esperaba, pero en el fondo de aquellos ojos oscuros no se veía brillar el fulgor de la confianza ni de la esperanza, sólo un sentimiento de pérdida, de soledad y algo así como el desesperado heroísmo del que persiste porque no sabe cómo retirarse. Sonreía porque sonreír la tranquilizaba, evitaba las preguntas, y le proporcionaba un manto protector de orgullo.

Lovel estaba muy ocupado. Por lo menos, tenía un propósito en la vida, y si trabajaba por satisfacerlo conseguía mantener a raya todo sentimiento sombrío. Únicamente en la mesa, a la hora de cenar, cuando toda la familia estaba reunida, alguna observación ocasional traicionaba la tácita convicción de que algo le había sido escamoteado, de que un precioso elemento que aparentemente le correspondía no era suyo realmente. El no lo habría llamado miedo -habría detestado la palabra y la habría rechazado lleno de horror- pero, al mirarlo por encima del lino impecable del mantel y del centelleo del cristal, Hester pensó que no podía ser otra cosa. Demasiadas veces había sido testigo del miedo, aunque oculto bajo formas diferentes, como cuando el peligro era físico, violento e inmediato. En un primer momento, siendo la amenaza tan distinta, no se le ocurrió más explicación que la indignación, pero al ver que persistía en el fondo de sus pensamientos y comprobar que seguía sin saber cómo llamarlo, de pronto contempló su otra cara, la del dolor interior, personal, afectivo y entonces supo que no era más que su versión familiar.

En el caso de Menard también había indignación, pero por la aguda conciencia de algo que él veía como una injusticia; algo que ya había quedado atrás, si bien algunos rescoldos seguían lacerándolo. ¿Le habría tocado enderezar los asuntos de Joscelin -el favorito de su madre- demasiadas veces, preservando a Fabia del conocimiento de la verdad, o sea, que Joscelin era un farsante? ¿O tal vez era a sí mismo a quien se había protegido, a sí mismo y al buen nombre de la familia?

Hester sólo se sentía a gusto con Callandra, aunque en una ocasión le dio por preguntarse si la serenidad que manaba de aquella mujer era fruto de muchos años de felicidad o de la resolución firme a no ceder a los elementos díscolos de su naturaleza, no un don sino un artificio.

En cierta ocasión en que estaban tomando una cena ligera en la sala de estar de Callandra en lugar de hacerlo en el ala principal de la casa, Callandra hizo una observación acerca de su marido, difunto desde hacía tiempo. Hester había dado siempre por sentado que el matrimonio había sido feliz, no porque lo supiera ni porque se lo hubiera dicho la interesada, sino por la paz que veía en Callandra.

Ahora se daba cuenta de cuan ciega había sido llegando a una conclusión tan miope.

Callandra debió de percibir aquella reflexión en la mirada de Hester, porque sus labios dibujaron una sonrisa burlona y en su rostro brilló una chispa de humor.

– Usted tiene un inmenso valor, Hester, y un deseo de vivir que constituye una riqueza que usted ahora no valora… pero créame, hija mía, si le digo que a veces me parece muy ingenua. Hay muchos tipos de desgracia y muchos tipos de entereza y no debería permitir que las que usted conoce entorpezcan su juicio sobre el valor de otras. Usted siente un intenso deseo, una verdadera pasión es más, de mejorar la vida de sus semejantes, pero no olvide que sólo puede ayudar de verdad & una persona ayudándola a ser lo que ya es, no convirtiéndola en lo que es usted. Oí que decía: «Yo que usted haría tal cosa o tal otra.» «Yo» no es «usted», y lo que es una solución para mí puede no serlo para usted.

Hester se acordó entonces de aquel detestable policía que la había tildado de dominadora, insoportable y otras lindezas.

Callandra sonrió.

– Recuerde, hija mía, que usted se enfrenta con el mundo tal como es, no como usted cree, quizá con toda la razón, que debería ser. Podrá conseguir muchísimas cosas sin necesidad de agredir para obtenerlas, con un poco de paciencia y algún pequeño halago. Deténgase a considerar qué es lo que quiere realmente, en lugar de entregarse a su indignación o a su vanidad para lanzarse al ataque. A menudo llegamos a conclusiones apasionadas cuando, si conociéramos las cosas, sostendríamos opiniones muy diferentes.

Hester se sintió tentada de soltar una carcajada, pese a haber entendido con mucha claridad lo que había dicho Callandra y haber percibido lo que había de verdad en sus palabras.

– Lo sé -admitió, presurosa, Callandra-. Me va más predicar que practicar pero, créame, cuando me interesa mucho una cosa hago acopio de paciencia, espero a que se presente la oportunidad y pienso en cómo puedo conseguirla.

– Intentaré hacerlo -prometió Hester llena de buenas intenciones-. Haré todo lo posible por no darle la razón a aquel policía imbécil… No, no se la daré.

– ¿Cómo dice?

– Me lo encontré un día paseando -explicó Hester- y me dijo que yo era arrogante y testaruda o algo parecido.

Las cejas de Callandra se arquearon sin que ella hiciera nada por disimular su sorpresa.

– ¿Tuvo valor? ¡Qué temeridad! Y qué suspicacia… teniendo en cuenta que fue un encuentro tan breve. ¿Puedo preguntarle qué opina usted del hombre?