– No debía de tenerle miedo -dijo Monk en voz alta-, de otro modo no le habría permitido entrar en su casa encontrándose solo en ella.
– ¡Pobre chico! -Involuntariamente encorvó la espalda como si tuviera frío-. Es aterrador pensar que alguien con tanta locura en el fondo de su corazón pueda andar suelto por ahí y que por su aspecto sea como yo o como usted. Me pregunto si habrá alguien que me deteste tan profundamente sin que yo lo sepa. Jamás me había detenido a pensarlo, pero ahora no puedo evitarlo. Ya nunca podré volver a mirar a la gente como hasta ahora. ¿Es frecuente que las personas mueran a manos de amigos suyos?
– Sí, señora, lamento decirle que sí. Y lo más frecuente es que los asesinos pertenezcan a la familia.
– ¡Qué cosa tan espantosa! -Hablaba en voz muy baja, con los ojos fijos en un punto situado detrás de él-. ¡Y qué trágica, además!
– Sí, así es. -No quería darle la impresión de que era insensible ni tampoco indiferente al horror que ella sentía, pero tenía que continuar con el asunto que lo había llevado hasta allí-. ¿Oyó al coman dante Grey hacer algún comentario sobre amenazas o sobre alguien que pudiera temer algo de él?
La mujer levantó los ojos para mirarlo y frunció el ceño mientras otro mechón de cabellos se soltaba de las inútiles horquillas que los sujetaban.
– ¿Alguien que tuviera miedo de él? ¡Pero si fue a él a quien mataron!
– Las personas son como los demás animales-replicó Monk-. A menudo matan cuando tienen miedo.
– Tal vez sí. No se me había ocurrido nunca. -Movió la cabeza, todavía confundida-. Joscelin era la persona más inofensiva de este mundo, nunca le oí decir nada contra nadie. Claro que tenía un humor un poco hiriente, pero no creo que nadie mate por una broma, aunque sea un tanto maliciosa o de no muy buen gusto.
– Aun así-insistió Monk-, ¿contra quién solía dirigir ese tipo de comentarios?
La mujer vaciló, no ya sólo por el esfuerzo que le exigía recordar, sino también porque parecía que hacerlo le desagradaba.
Monk esperó.
– La mayoría de las veces iban dirigidos contra su familia -dijo lentamente- o por lo menos eso me pareció… y no sólo a mí sino también a otras personas. Sus comentarios acerca de Menard no siempre eran amables, aunque sobre esto podría informarle mejor mi marido que yo… A mí Menard siempre me ha gustado, pero yo creo que es porque él y Edward eran muy amigos. Edward lo quería muchísimo, compartían muchísimas cosas… -Parpadeó y su dulce semblante se enfurruñó un poco-. Pero si es que Joscelin solía hablar mal incluso de sí mismo, lo que ya cuesta más de entender.
– ¿Hablaba mal de él? -Monk pareció sorprendido-. Lógicamente, he ido a entrevistarme con su familia, y no encuentro raro un cierto resentimiento por su parte. Pero ¿qué decía contra sí mismo?
– Pues que él no tenía nada suyo porque era el tercero. Y después de la herida que había sufrido cojeaba, ¿sabe usted?, y por esto ya no podía hacer carrera en el ejército. Parecía que se sentía como… rebajado, como si considerase que la gente no lo tenía demasiado en cuenta. Lo cual era absolutamente falso, por supuesto, porque Joscelin era un héroe y gozaba de las simpatías de todo tipo de gente.
– Ya comprendo.
Monk ahora pensó en Rosamond Shelburne, obligada por su madre a casarse con el hijo que ostentaba el título familiar y que tenía más perspectivas de futuro. ¿Joscelin la amaba o aquel matrimonio había sido para él más un insulto que una herida, un recordatorio de que su puesto estaba en el tercer lugar? Si le importaba Rosamond, seguramente se sintió humillado viendo que ella no tenía el valor de seguir los impulsos de su corazón y casarse con el hombre que amaba. ¿O era que para Rosamond contaba más la posición social y se sirvió de Joscelin para llegar a Lovel? En ese caso la humillación habría sido de otra índole, habría generado un sentimiento de amargura que habría persistido.
Quizá no llegaría a saber nunca la verdad con respecto a todas aquellas cosas.
Cambió de tema.
– ¿Habló alguna vez de asuntos financieros? Aparte del dinero que le mandaba la familia, seguramente tenía otras fuentes de ingresos.
– ¡Oh, sí! -admitió ella-. Habló de esto con mi marido y él me lo comentó, aunque sin entrar en detalles.
– ¿De qué se trataba, señora Dawlish?
– Creo que de una inversión de cierta envergadura en una empresa que comerciaba con Egipto. -El recuerdo brilló un momento en sus ojos, revivió el entusiasmo y las esperanzas de aquel instante.
– ¿Acaso el señor Dawlish participó en esta inversión?
– Consideró la posibilidad y habló de ella en términos muy favorables.
– Ya comprendo. ¿No podría hacerles otra visita en otro momento, cuando el señor Dawlish esté en casa y pueda darme más detalles acerca de esta empresa?
– ¡Oh, vaya! -Había desaparecido de ella aquel aire de naturalidad-. Me parece que no me he expresado de forma adecuada. La empresa no está formada y, por lo que oí decir, se trataba simplemente de un proyecto que Joscelin quería emprender.
Monk se quedó pensativo unos momentos. Si Grey estaba pensando en constituir una empresa y trataba quizá de convencer a Dawlish de que invirtiera dinero en ella, ¿con qué ingresos contaba él en aquel entonces?
– Gracias -dijo levantándose lentamente-. Ya comprendo. De todos modos, me gustaría hablar con el señor Dawlish porque supongo que podrá darme algunos informes acerca de las finanzas del señor Grey. Si consideraba la posibilidad de hacer negocios con él, lo más natural es que hiciese algunas averiguaciones.
– Sí, sí, claro. -Se ahuecó los cabellos con extrema ineficacia-. Quizás esté en casa alrededor de las seis.
Del interrogatorio a que sometió Evan a la media docena aproximada de sirvientes de la casa, lo único que sacó en limpio fue un cuadro doméstico absolutamente normaclass="underline" una casa muy bien administrada por una mujer tranquila pero triste, atormentada por una pena que sobrellevaba con toda la entereza de que era capaz, cosa que todos le reconocían y que cada uno compartía con ella en cierta medida. El mayordomo tenía un sobrino que había sido soldado de infantería y que había regresado de la guerra convertido en un tullido. Evan pensó de pronto en las muchísimas pérdidas que tantas personas habrían debido de sufrir sin contar con la notoriedad ni la comprensión anejas a la familia de Joscelin Grey.
La doncella, que tenía dieciséis años, había perdido a un hermano mayor en Inkermann. Todos se acordaban del comandante Grey, de lo simpático que era y de que a la señorita Amanda le había caído muy bien. Todos esperaban con ansia su visita cuando quedaron horrorizados al enterarse de que había sido horriblemente asesinado en su propia casa. A Evan le dejó muy confundido aquel doble rasero de que todos hacían gala: les escandalizaba que un caballero como Grey hubiera sido asesinado de aquella manera, pero en cambio consideraban las pérdidas que ellos mismos habían sufrido en propia carne como desgracias que debían sobrellevar con tranquila dignidad.
Salió de la casa admirado del estoicismo de aquella gente, pero indignado de que aceptasen sin rechistar aquella diferencia. Después, justo al atravesar la puerta forrada de paño verde que daba al vestíbulo principal, se le ocurrió la idea de que quizás aquélla era la única forma de poder soportar la propia desgracia. Cualquier otra actitud habría sido destructiva y, a fin de cuentas, pura futilidad.
Por lo demás, se había enterado de pocas cosas más sobre Joscelin Grey que no hubiera deducido ya de las otras visitas.
Dawlish era un hombre corpulento, vestido con ropas caras y con un semblante en el que destacaba la amplia frente y sus ojos oscuros e inteligentes. De todos modos, en aquel momento se sentía contrariado ante la perspectiva de tener que hablar con la policía y su disgusto era bien evidente. No había motivos para pensar que la razón estaba en el hecho de no tener la conciencia tranquila, pero siempre resulta socialmente inconveniente que la policía venga a verte a casa, por la razón que sea, y, a juzgar por lo nuevo de los muebles y lo convencional de las fotografías de familia -la señora Dawlish sentada en una postura parecida a la que solía adoptar la reina-, se podía deducir que el señor Dawlish era un hombre ambicioso.