La conversación puso de manifiesto que, por sorprendente que pudiera parecer, sabía muy poco acerca del negocio en el que se había casi comprometido a participar. Su compromiso era de tipo personal, y lo vinculaba únicamente a Joscelin Grey, por quien estaba dispuesto a aportar a la empresa fondos y su buen nombre.
– Un chico muy simpático -comentó volviéndose a medias hacia Monk mientras seguía de pie junto a la chimenea-. Es duro eso de pertenecer a una familia, formar parte de ella y todas estas cosas y ver que de pronto el hermano mayor se casa y te conviertes en un don nadie. -Movió la cabeza con aire compungido-. Y más duro aún si tienes que abrirte camino y no te sientes inclinado a la vida eclesiástica y te quedas fuera del ejército por una invalidez. El único recurso que te queda es hacer una boda decente. -Miró a Monk como para comprobar si lo había entendido-. No comprendo por qué no se le ocurrió esa salida, porque era un joven de muy buen ver y gustaba a las mujeres. Poseía encanto, hablaba bien y todas estas cosas. Amanda lo ponía por las nubes. -Soltó una tosecilla-. Amanda es mi hija, ¿sabe usted? La pobre se llevó un gran disgusto cuando se enteró de su muerte. ¡Una cosa horrible! ¡Aterradora, vamos! -Bajó los ojos y los fijó en los rescoldos y una súbita tristeza le inundó los ojos y suavizó las arrugas que le circundaban los labios-. Joscelin era un hombre decente. Podía haber muerto en Crimea, morir por su patria, en fin, estas cosas. ¡Pero no esto! Amanda, la pobre, perdió a su primer novio en Sebastopol y, como usted ya sabe, también a su hermano en Balaclava. Después conoció a Grey. -Tragó saliva con dificultad y levantó los ojos para mirar a Monk, como reprimiendo la emoción-'-. Lo curioso del caso es que los dos habían hablado la noche anterior a la batalla. A uno le gusta pensar estas cosas, que has conocido a alguien que estuvo con Edward la noche antes de que lo matasen. Para nosotros fue…-Volvió a toser y se vio obligado a desviar la vista porque ya le estaban asomando las lágrimas a los ojos-. Fue un consuelo para nosotros, para mi esposa y para mí. Para ella ha sido muy duro, pobre mujer; era su único hijo, ¿sabe? Tiene cinco hijas. ¡Y ahora esto…!
– Tengo entendido que Menard Grey también era un gran amigo de su hijo -dijo Monk, más para llenar el silencio que porque realmente le importase saberlo.
Dawlish miró fijamente las brasas.
– Prefiero no hablar de esto -replicó pronunciando las palabras con dificultad y con la voz ronca-. Yo lo tenía en mucha estima… pero llevaba a Edward por mal camino… de eso no hay duda alguna. Joscelin se encargó de pagarle las deudas… para que no muriese con deshonor. Tragó saliva convulsivamente. -Le tomamos mucho cariño a Joscelin, aunque pasó muy pocos fines de semana con nosotros. -Descolgó el atizador y hurgó con energía entre las brasas-. ¡Ojalá cacen al loco que lo mató!
– Haremos lo posible, señor. -Monk habría querido decir algo más para expresar toda la pena que sentía ante una pérdida como aquélla.
Hombres y caballos habían muerto por millares, por congelación o por hambre o porque los habían matado o porque la enfermedad sufrida en las inhóspitas colinas de un país que no conocían ni amaban había acabado con ellos. Si alguna vez había llegado a saber el propósito de la guerra de Crimea, lo había olvidado. No se la podía considerar una guerra de defensa. Crimea estaba situada a mil millas de Inglaterra. De hacer caso a lo que decían los periódicos, uno hubiese debido creer que los motivos tenían que ver con las ramificaciones políticas de Turquía y la desintegración del imperio. Pero costaba creer que aquello por sí solo justificara las terribles y lamentables muertes de tantos hombres y el dolor que habían dejado tras ellos.
Dawlish lo miraba fijamente, esperando que dijera algo, aunque fuera una trivialidad.
– Lamento mucho que su hijo tuviera que morir de esta manera. -Monk tendió la mano automáticamente-. ¡Y tan joven, además! Pero por lo menos tuvo el consuelo de saber a través de Joscelin Grey que había muerto con valentía y dignidad y que sus padecimientos fueron breves.
Dawlish le estrechó la mano sin pararse a reflexionar.
– Gracias. -Su rostro se había ruborizado levemente y era evidente que estaba emocionado.
Sólo más tarde, cuando Monk se había ido ya, se dio cuenta de que había estrechado la mano de un policía con la misma franqueza que si hubiera sido la de un caballero.
Aquella noche, por vez primera, Monk pensó en Grey como persona. Estaba sentado en su tranquila habitación y lo único que oía eran los débiles y distantes sonidos que llegaban de la calle. Con las pequeñas amabilidades que había tenido con los Dawlish, con aquel acto suyo de pagar las deudas de un muerto, Grey había adquirido una consistencia muy superior a la que le confería el dolor de su madre o los amables pero insustanciales recuerdos de sus vecinos. Había pasado a convertirse en un hombre con un pasado en el que había algo más que resentimiento por su talento infravalorado, mientras que su hermano mayor recibía una recompensa inmerecida por un talento muy inferior. Aquel hombre era algo más que el pretendiente rechazado de una jovencita un poco casquivana que había optado por las comodidades de la vida obedeciendo consejos de terceros, en lugar de luchar por superar ciertas dificultades que le planteaba el seguir el dictado de sus sentimientos. ¿O quizá los sentimientos de Rosamond no eran tan fuertes como para animarla a luchar por ellos?
Shelburne era una casa llena de comodidades, en lo material no carecía de nada; en ella no era necesario trabajar. En el plano de lo moral, no había decisiones que tomar. Si sucedía algo desagradable, se apartaba la vista y uno se ahorraba verlo. Si uno se tropezaba en la calle con mendigos, tullidos o enfermos, bastaba con cruzar la acera y se había acabado el problema. Buscar soluciones a los problemas sociales era un asunto que competía al gobierno; en cuanto a los morales, era cosa de la iglesia.
Era cierto que la sociedad imponía su propio y restrictivo código de conducta, que se extendía al gusto, a las amistades y a las formas de entretenimiento apropiadas. Pero para quienes habían sido educados desde niños en la observancia de dicho código, someterse a él requería un esfuerzo insignificante.
No era de extrañar que a Joscelin Grey llegase a fastidiarle sobremanera el sometimiento a tal código, y que llegara incluso a menospreciarlo después de haber visto cuerpos congelados en las montañas de Sebastopol, la carnicería de Balaclava y toda la inmundicia, las enfermedades y la agonía de Shkodér.
De la calle llegaban el repiqueteo de un coche sobre el empedrado, los gritos de alguien y unas ruidosas risotadas.
De pronto a Monk le invadió aquella misma incomodidad, impersonal casi, que debió de experimentar Grey a su regreso a Inglaterra y al seno de una familia que le era extraña a causa de la mezquindad y artificialidad del mundo al que estaba circunscrita, alimentada por los placebos patrióticos que los periódicos difundían en lugar de las verdaderas noticias, y que no sentía el menor deseo de indagar qué se ocultaba detrás de ellos porque no quería descubrir verdades desagradables.
Monk había experimentado esa misma sensación al visitar las barracas de los bajos fondos, destartaladas e infernales viviendas en las que proliferaban todo tipo de sabandijas y de enfermedades, a veces a sólo diez metros de distancia de calles bien iluminadas por las que circulaban caballeros en sus carruajes, que se movían entre suntuosas mansiones. Había visto a quince o a veinte personas amontonadas en una misma habitación, sexos y edades mezclados y revueltos, sin nada con que calentarse y desprovistas de toda medida sanitaria. Había visto prostitutas de ocho y diez años, con ojos cansados y viejos como el pecado, cuerpos flagelados por las enfermedades venéreas, cadáveres de niños de cinco años y más pequeños aún, muertos por congelación en la cuneta porque no habían encontrado cobijo donde pasar la noche. ¿Era raro que robasen o que vendiesen por unos peniques lo único que tenían, su propio cuerpo?