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¿Cómo era posible que recordase aquello y no se acordase, en cambio, de la cara de su padre, que no era más que uno de los muchos vacíos de su memoria? Mucho tenían que haberle impresionado aquellas imágenes para dejar una cicatriz tan indeleble. ¿Sería aquello, por lo menos en parte, el centelleo que guiaba su ambición, el fulgor que orientaba su incansable deseo de perfeccionarse, de imitar al mentor cuyos rasgos no recordaba y cuyo nombre y situación se le escapaban? Ojalá que fuera eso porque, de ser así, se veía a sí mismo como un hombre más tolerable, un hombre que ya podía empezar a aceptar.

¿Habría sentido Joscelin Grey alguna preocupación por todo aquello?

Monk así quería creerlo, para poder vengarlo. No podía ser uno más de los muchos misterios que quedaban sin resolver, un hombre recordado por su muerte más que por su vida.

Tenía que reabrir el caso Latterly. No podía volver a enfrentarse con la señora Latterly sin contar por lo menos con un apunte de la respuesta que le había prometido, por triste que fuera la verdad. Y quería volver a visitarla. Y ahora que se paraba a pensarlo, se dio cuenta de que siempre había deseado volver a su casa, hablar con ella, ver su cara, escuchar su voz, observar cómo se movía, atraer su atención, aunque fuera por breve tiempo.

De nada habría servido volver a revisar sus expedientes, ya lo había hecho casi página por página. En lugar de ello, fue a ver directamente a Runcorn.

– Buenos días, Monk. -Runcorn no estaba sentado ante su mesa sino de pie junto a la ventana, y parecía contento; su rostro normalmente cetrino tenía mejor color, como si acabara de dar un paseo bajo el sol, y le brillaban los ojos-. ¿Qué tal el caso Grey? ¿Todavía no podemos pasarles ninguna información a los periódicos? No paran de atosigarnos, se lo advierto. -Inspiró por la nariz y se hurgó en el bolsillo del que sacó un puro-. No tardarán en ponernos en la picota, pedirán dimisiones… en fin, lo de siempre.

Monk se dio cuenta por su actitud de que aquello lo colmaba de satisfacción. Todo se lo demostraba: su postura, los hombros erguidos, la barbilla levantada, el brillo de sus zapatos que reflejaban la luz.

– Sí, señor, lo imagino perfectamente -dijo Monk dándole la razón-, pero, como dijo usted mismo hará una semana, se trata de una de esas investigaciones abocadas a desenterrar cosas posiblemente muy desagradables. Sería temerario hacer afirmaciones carentes de respaldo.

– ¿Se ha enterado de alguna cosa, Monk? -La expresión de Runcorn se endureció, pese a lo cual se guía mostrando la misma ansiedad, su sed de sangre-. ¿O se encuentra tan perdido como Lamb?

– De momento parece que la clave está en la familia, señor Runcorn -replicó Monk tan desapasionadamente como le fue posible; tenía la desagradable sensación de que Runcorn estaba muy al tanto de aquel aspecto y que lo estaba pasando muy bien-. Entre los hermanos había mucho mar de fondo -prosiguió Monk- y la actual lady Shelburne había sido cortejada por Joscelin antes de que se casara con lord Shelburne…

– Pues no veo razón para que lo matara -dijo, desdeñoso, Runcorn-. Lo más lógico sería que el asesinado hubiera sido Shelburne. ¡No veo que haya sacado nada en limpio, la verdad!

Monk consiguió reprimirse. Se daba cuenta de que Runcorn quería hacerle perder los estribos, provocarlo hasta conseguir que aflorara todo aquel pasado oculto que mediaba entre ellos; la victoria sería más dulce si lo ponía al descubierto, sirviéndosela en bandeja para que la saboreara en su presencia. Monk se preguntó cómo podía haber sido tan insensible y tan estúpido como para no darse cuenta antes. ¿Por qué no se le había adelantado, por qué, es más, no se lo había impedido? ¿Cómo había podido estar tan ciego y no haber sabido verlo hasta ahora con tanta nitidez? ¿O era sólo que se estaba redescubriendo a sí mismo, paulatinamente, desde fuera?

– No exactamente -contestó Monk para volver a enfocar la cuestión, manteniendo la voz tranquila e inalterable-, pero en mi modesto entender, la señora aún prefería a Joscelin; por cierto que, su único hijo, concebido justo antes de que Joscelin se marchara a Crimea, se parece mucho más a él que a lord Shelburne.

El rostro de Runcorn cambió, pero fue distendiéndose lentamente en una sonrisa que le dejó al descubierto la dentadura. Seguía sin encender el puro, que sostenía entre los dedos.

– Sí, claro, ya le advertí que sería desagradable, ¿o no? Tiene que andarse con mucho cuidado, Monk. Como haga afirmaciones que no pueda probar, los Shelburne se lo sacudirán de encima en menos tiempo del que tarde en volver a Londres.

«Precisamente lo que tú querrías», pensó Monk.

– Aquí está la cosa, señor Runcorn -dijo en voz alta-, ésta es la razón de que, si hay que hacer caso de los periódicos, sigamos a oscuras. He venido a verle porque quería hacerle unas preguntas acerca del caso Latterly…

– ¡Latterly! ¿Y eso qué demonios tiene que ver? Ese caso es el de un pobre diablo que se suicidó. -Rodeó la mesa, se sentó ante ella y se puso a buscar las cerillas-. Para la Iglesia será un delito, no para nosotros. ¿Tiene cerillas, Monk? Nosotros no le habríamos hecho caso alguno de no haber sido porque aquella infeliz removió el asunto. No se moleste… ya las he encontrado. Dejemos que entierren tranquilamente a sus muertos, no hace falta armar ruido. -Encendió una cerilla, la acercó al puro y le dio unas chupadas suaves-. Al hombre se le metió en la cabeza hacer un negocio que le salió torcido. Todos sus amigos habían invertido dinero en él porque él se lo había recomendado y el hombre estaba tan avergonzado que no sabía dónde meterse. Y encontró esta salida. Algunos dicen que es un acto de cobardía y otros un final honorable. -Expelió una bocanada de humo y clavó los ojos en Monk-. Yo diría que es una estupidez. Pero pertenecía a una clase que está muy celosa de lo que se considera buen nombre. Algunos de los que pertenecen a ella tienen criados, pese a no poder permitírselo, sólo por el qué dirán. Y no sólo esto: ofrecen banquetes de seis platos a sus invitados y después ellos se la pasan con pan y manteca de cerdo. Cuando tienen visita encienden la chimenea y el resto del tiempo tiemblan de frío. El orgullo es un implacable tirano, y más aún el orgullo social. -Sus ojos brillaron con maliciosa satisfacción-. No lo olvide, Monk.

Echó una ojeada a los papeles que tenía delante.

– ¿Se puede saber por qué se molesta en hacer averiguaciones en torno a Latterly? Céntrese en Grey, necesitamos resolver este caso, por muy penoso que pueda resultar. El público no quiere esperar más tiempo, incluso se hacen preguntas en la Cámara de los Lores. ¿Lo sabía?

– No, señor, pero no me sorprende teniendo en cuenta el estado de lady Shelburne. ¿Tiene usted un expediente del caso Latterly?

– ¡Qué testarudo es usted, Monk! Ésa es una cualidad más que discutible. Tengo el informe en el que usted dictaminó que se trataba de un suicidio, y que el asunto no nos incumbía. ¿No querrá volver a revisarlo, supongo?

– Pues sí, señor, me gustaría revisarlo. -Monk lo cogió sin mirarlo siquiera y salió del despacho.

Puesto que no estaba abierta ninguna investigación con la que estuvieran relacionados, Monk tenía que ir a casa de los Latterly a última hora de la tarde, en sus horas libres. Tenía que haber estado allí anteriormente, no era posible que hubiera conocido a la señora Latterly de manera accidental, ni cabía suponer tampoco que ella hubiera ido a declarar a la comisaría. Echó un vistazo a la calle a uno y otro sentido, pero no vio en ella nada que le resultara familiar.