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Las únicas calles que él recordaba eran los fríos empedrados de Northumberland, limpias casitas barridas por el viento, un mar gris, el puerto abajo y los brezales que se erguían hacia el cielo. Recordaba vagamente que una vez había ido en tren a Newcastle, las enormes calderas asomando por encima de los tejados, columnas de humo, la excitación que sintió ante su poder inmenso y palpitante, el saber que dentro estaban los altos hornos donde quemaba el carbón, el acero batido y martilleado que serviría para construir locomotoras que arrastrarían los trenes por las montañas y llanuras de todo el imperio. Todavía percibía el eco de la emoción que le había puesto un nudo en la garganta, que le había producido un hormigueo en brazos y piernas, aquella sensación de pavor, de inicio de una aventura. Debía de ser muy pequeño entonces.

Su primer viaje a Londres había sido muy diferente. Era mucho mayor, más, de hecho, que los diez o más años que el calendario señalaba. Su madre ya había muerto, Beth vivía con una tía. El padre de ambos había desaparecido en el mar cuando Beth todavía no sabía andar. El viaje a Londres había sido el inicio de algo nuevo, y habría cerrado el tiempo de la infancia. Beth, en la estación, lo había visto partir. Lloraba, se estrujaba el delantal con las manos, inconsolable. Beth debía de tener entonces unos nueve años y él unos quince. Pero él sabía leer y escribir y el mundo del trabajo lo esperaba.

Hacía mucho tiempo de todo aquello. Ahora tenía más de treinta años, quizá más de treinta y cinco. ¿Qué había hecho en aquel tiempo que cubría más de veinte años? ¿Por qué no había regresado? Era algo que todavía ignoraba. Su expediente policial estaba en su despacho y había despertado el odio de Runcorn. Pero ¿y él? ¿Y su vida personal? ¿O no tenía vida personal? ¿Sólo era un hombre público?

¿Qué había hecho antes de ingresar en la policía? Sus archivos sólo se remontaban a doce años antes, o sea que había un periodo de más de ocho años anterior a ellos. ¿Los había consagrado enteramente a aprender, a medrar, a perfeccionarse junto a aquel mentor sin rostro, con los ojos puestos siempre en el objetivo que se había fijado? Su propia ambición lo aterraba, pero no más que su fuerza de voluntad. Sentía miedo ante aquella feroz determinación de sus propósitos.

Estaba ante la puerta de la casa de los Latterly y se encontraba incompresiblemente nervioso. ¿Estaría ella en casa? Había pensado tanto en ella que ahora, con la sensación añadida de haberse mostrado poco prudente y vulnerable, se daba cuenta de que ella no había pensado en absoluto en él. Posiblemente tendría que explicarle incluso quién era. Seguro que se mostraría torpe, patoso, cuando le dijera que no tenía más noticias.

Titubeó, ponderando si llamar o no llamar y volver quizás en otro momento, cuando hubiera encontrado una excusa mejor. En ese instante, una criada apareció en el patio inferior y, para que no se figurara que era un haragán, levantó la mano y llamó a la puerta.

Casi inmediatamente acudió la doncella, que lo miró con aire de sorpresa, enarcando las cejas.

– Buenas noches, señor Monk. ¿Quiere pasar? -Bastaba no mostrar una prisa excesiva en sacarlo del umbral de la puerta para que la invitación a entrar sonara cortés en su justa medida-. La familia ya ha cenado y en este momento está en el salón. ¿Quiere que pregunte si pueden recibirlo?

– Sí, por favor. Muchas gracias.

Monk le dio el abrigo y la siguió hasta un pequeño saloncito. Así que la muchacha se hubo retirado, Monk comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación porque no podía permanecer quieto. Apenas se fijó en el mobiliario, ni en las pinturas, hermosas pero corrientes, ni en la desgastada alfombra. ¿Qué les diría? Había irrumpido en un mundo al que no pertenecía por algo que había soñado en el rostro de una mujer. Es probable que ella lo despreciase y seguramente no lo habría soportado de no haber estado tan obsesionada con su suegro y de no abrigar la esperanza de que podía utilizarlo para descubrir un lenitivo para su dolor. El suicidio era un vergonzoso baldón y, a los ojos de la iglesia, las adversidades financieras no eran excusa para cometerlo. Si semejante veredicto era inevitable, había que enterrar al muerto en tierra no consagrada.

Ya era demasiado tarde para retirarse, pero la posibilidad le pasó por las mientes. Como también la de urdir una excusa, otra razón que justificase la visita, algo relacionado con Grey y la carta que había encontrado en el piso, pero de pronto llegó la doncella y vio que ya no tenía tiempo de hacerlo.

– La señora Latterly le recibirá, señor. Si tiene la amabilidad de seguirme…

Obediente, con el corazón palpitándole locamente y la boca seca, siguió a la doncella.

El salón estudio era de proporciones medianas, confortable y amueblado con originalidad, con esta indiferencia ante el dinero que muestran los que han dispuesto siempre de él, pero con esa naturalidad, esa ausencia de ostentación propia de los que consideran que el dinero no supone novedad alguna. Pese a todo, era elegante, si bien las cortinas estaban algo descoloridas allí donde más les daba el sol y a los flecos de los caireles que las sujetaban les faltaba alguna que otra hebra. La alfombra no era de la misma calidad que la mesilla Chippendale ni que el diván. Se sintió inmediatamente a gusto en la habitación y hubo de preguntarse en qué etapa de su implacable perfeccionamiento habría educado el gusto.

Sus ojos se trasladaron a la señora Latterly, que estaba junto a la chimenea. Ya no iba vestida de negro sino de color burdeos y tenía la cara ligeramente sonrosada. Su cuello y sus hombros delicados y finos eran como los de un niño, pero su rostro no tenía nada de infantil. Lo miraba con sus ojos luminosos, ahora muy abiertos, sobre los que planeaba una sombra que no dejaba leer su expresión.

Monk se volvió rápidamente a los demás. El hombre, más rubio que ella y con una boca menos generosa, debía de ser su marido y, en cuanto a la otra mujer que estaba sentada enfrente, con su rostro altivo y aquella expresión de ira e indignación, inmediatamente supo quién era: se habían conocido y peleado en Shelburne Hall… y era la señorita Hester Latterly.

– Buenas tardes, Monk. -Charles Latterly no se levantó-. ¿Recuerda usted a mi esposa? -Hizo un gesto vago con la mano indicando a Imogen-. Ésta es mi hermana, la señorita Hester Latterly. Estaba en Crimea cuando murió nuestro padre. -Monk percibió en su tono una clara reconvención que iba dirigida a la hermana y, además, el fastidio que sentía por tener a Monk fisgoneando en sus asuntos.

A Monk le asaltó una duda terrible: ¿no se habría hecho antipático con su insolencia, su falta de sensibilidad ante el dolor, aumentando con ello no sólo la pena por la pérdida que habían sufrido, sino por el modo en que se había producido? ¿Se habría mostrado atrevido, o se habría tomado, quizás, excesivas familiaridades? Sintió que la sangre le ardía en la cara y rompió a hablar con una cierta precipitación para cubrir el incómodo silencio.

– Buenas noches, señor. -Seguidamente hizo una ligera inclinación dirigiéndose primero a Imogen y después a Hester-. Buenas noches, señora y señorita Latterly. -No mencionó que ya conocía a esta última porque se trataba de un episodio poco afortunado.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -preguntó Charles, indicando una silla a Monk con un gesto de la cabeza para que tomara asiento.

Monk aceptó y de pronto se le ocurrió una idea muy especial. Imogen había sido muy discreta, casi furtiva, al dirigirle la palabra en la iglesia de St. Marylebone. ¿No podía ser que ni su marido ni su cuñada estuvieran enterados de que ella se había continuado ocupando del asunto con la intención de llegar más allá de la primera versión oficial de la tragedia y de las formalidades necesarias? En ese caso, ahora no debía traicionarla.

Monk hizo una profunda aspiración y deseó que esta vez rayara a la altura requerida, al tiempo que se esforzaba en recordar algo de lo que Charles le había dicho y de lo que se había enterado a través de la propia Imogen. Tendría que improvisar alguna patraña, simular que había descubierto alguna novedad, quizás una conexión con el asesinato de Grey. Era el otro caso en el que trabajaba, y el único del que recordaba algún dato. Estas personas ya lo conocían, aunque sólo fuera de una manera superficial. Había trabajado para ellos poco antes de sufrir el accidente, seguramente habrían podido revelarle algo sobre sí mismo.