Se interrumpió y permaneció a la espera; Monk tuvo una visión fugaz de unas arañas reposando en el centro de su tela, esperando la llegada de las moscas que, tarde o temprano, caerían irremisiblemente: todo era cuestión de tiempo, pero acabarían por caer.
Monk decidió dar largas al asunto, él también quería estudiar a Runcorn, quería que revelase sus sentimientos y descubriera su vulnerabilidad.
– Este caso es diferente -respondió titubeante, dejando que la ansiedad se reflejara en sus maneras. Se sentó en la silla delante del escritorio-. No recuerdo otro como éste. No se puede comparar a ningún otro.
– Un asesinato es un asesinato -dijo Runcorn negando con la cabeza en un gesto levemente pomposo-. La justicia no establece diferencias y, si quiere que le hable con franqueza, tampoco el público… en todo caso, éste le interesa más. Tiene todos los elementos que gustan, todos los periodistas necesitan estimular las pasiones y asustar a la gente… hacer que se sulfure.
Monk decidió hilar delgado.
– No tanto -objetó-, en ese caso no hay ninguna historia de amor y precisamente lo que más gusta a la gente son las historias de amor. Aquí no hay ninguna mujer.
– ¿Que no hay historia de amor? -Runcorn enarcó las cejas-. Mire, Monk, nunca lo he tenido por un cobarde y mucho menos por estúpido. -Hizo una mueca inverosímil en la que se mezclaban la satisfacción y una afectada preocupación-. ¿Está seguro de que se encuentra bien? -Se inclinó hacia delante para reforzar el efecto de sus palabras-. ¿No tiene dolores de cabeza, por casualidad? Se dio un golpe fuertísimo en la cabeza, ¿sabe? Supongo que ahora no lo recuerda, pero cuando lo vi la primera vez en el hospital usted ni me reconoció.
Monk se negó a darse por enterado del aterrador pensamiento que había asomado a sus pensamientos.
– ¿Una historia de amor? -preguntó a bocajarro, como si después de aquella frase no hubiera oído nada más.
– ¡Joscelin Grey y su cuñada! -Runcorn lo miró atentamente, pero con los ojos velados como si estuviera un poco confundido, pero Monk vio que sus pequeñísimas pupilas estaban alerta detrás de los pesados párpados.
– ¿El público lo sabe? -Monk fingió inocencia con igual desenvoltura-. No he tenido tiempo de leer la prensa. -Avanzó el labio en señal de duda-. ¿Le parece prudente comunicárselo? ¡No creo que a lord Shelburne le gustara demasiado!
El rostro de Runcorn se tensó.
– No, naturalmente todavía no les he dicho nada -le dijo dominando a duras penas la voz-, pero todo es cuestión de tiempo. No podemos demorarlo indefinidamente. -Había dureza en su rostro, casi avidez-. No hay duda de que usted ha cambiado, Monk. Antes era combativo, ahora parece otro, un desconocido… hasta para usted. ¿Ha olvidado cómo era?
Durante un momento Monk se sintió incapaz de contestar, incapaz de hacer otra cosa que parar el golpe. Sí, era de esperar, se había confiado demasiado, había estado estúpidamente ciego ante lo obvio. Era evidente que Runcorn sabía que había perdido la memoria. De no haberlo sabido desde el primer momento, seguramente lo habría adivinado al ver las cuidadosas maniobras de Monk, el hecho de que desconociera la relación que había entre ambos. Runcorn era un profesional, se pasaba la vida extrayendo la verdad de las mentiras, intuyendo motivos, destapando cosas escondidas. ¡Vaya estúpida arrogancia la de Monk! ¡Figurarse que había conseguido engañarlo! Se sonrojó ante tamaña tontería.
Runcorn lo estaba observando, atento a aquella oleada de calor que le había teñido la cara. Tenía que dominarse, encontrar un escudo o, mejor, un arma. Se irguió un poco más y sostuvo la mirada de Runcorn.
– Puedo ser un desconocido para usted, señor Runcorn, no para mí. Algunos no somos tan sencillos como parecemos. Me parece que no soy tan temerario como usted me juzga. Mejor así-saboreaba el momento, aunque no era tan dulce como esperaba.
Miró a Runcorn directamente a los ojos.
– He venido a verle para informarle de que han entrado en el piso de Grey o, por lo menos, de que lo han sometido a un concienzudo registro, a un saqueo, incluso que los autores del hecho son dos hombres que se hicieron pasar por policías. Parece que falsificaron unas cédulas de identificación policial y las mostraron al portero para poder entrar.
Runcorn estaba tenso y una mancha roja apareció en su piel. Monk no pudo resistirse a añadir:
– Esto arroja una luz diferente sobre todo el caso, ¿no cree? -continuó hablando con aire risueño, haciendo corno que a los dos les complacía el giro que habían tomado los acontecimientos-. No me imagino a lord Shelburne contratando a un cómplice y haciéndose pasar por policía para registrar el piso de su hermano.
A Runcorn le habían bastado unos pocos segundos para reflexionar.
– ¡Lo que quiere decir que ha contratado a dos! Así de sencillo.
Pero Monk estaba preparado.
– Si buscaban algo que merecía correr un riesgo tan grande -replicó-, ¿por qué no fueron al piso antes? La cosa ya llevaba dos meses allí dentro.
– ¿Dónde está ese riesgo tan grande? -le dijo Runcorn bajando un poco la voz, como quien no se toma en serio la idea-. Lo cogieron sin ninguna dificultad. Debió de resultarles bastante fáciclass="underline" vigilar un poco el edificio para asegurarse de que los policías de verdad no merodeaban por los alrededores, entrar en el piso con documentación falsa, coger lo que hubieran ido a buscar y salir tranquilamente. Seguro que tenían a alguien apostado en la calle.
– No me refería al riesgo de que pudieran atraparlos con las manos en la masa -dijo Monk, desdeñoso-, sino a otro riesgo mucho mayor: caer en manos de posibles extorsionadores.
Sintió una enorme satisfacción al ver que la expresión de Runcorn traicionaba que no había pensado en aquella posibilidad.
– Podía hacerlo de una manera anónima -dijo Runcorn barriendo de ese modo aquella eventualidad.
Monk le dedicó una sonrisa.
– Si valía la pena pagar a unos ladrones y a un copista de primera clase para recuperar lo que fuese, el ladrón no tenía que ser muy despierto para comprender que valía la pena elevar un poco el precio antes de entregar la mercancía. No hay nadie en Londres que no sepa que en aquel piso se ha cometido un crimen. Si lo que buscaba valía el precio de ladrones y falsificadores para recuperarlo, tenía que ser una prueba condenatoria.
Runcorn lanzó una mirada furibunda a la mesa y Monk se quedó esperando.
– ¿Qué sugiere usted, pues? -dijo Runcorn finalmente-. Alguien buscaba algo. ¿O cree que se trataba de un ladrón corriente que quiso probar suerte? -La idea le repugnaba según delató su voz, incluso le obligó a torcer el gesto.
Monk eludió la pregunta.
– Lo que yo intento es averiguar qué buscaban en el piso -replicó haciendo retroceder la silla y levantándose-. A lo mejor es algo que a nosotros ni se nos había ocurrido.
– ¡Pues tendrá que ser un detective de primera para averiguar de qué se trata! -En los ojos de Runcorn relumbró el triunfo.
Pero Monk se irguió y lo miró abiertamente.
– Lo soy -dijo sin el más mínimo titubeo-. ¿O se figuraba que he cambiado?
Cuando Monk salió del despacho de Runcorn no tenía ni la más mínima idea acerca de cómo empezar. Había olvidado todos sus contactos, podía cruzarse por la calle con un perista o con un soplón y no reconocerlos. Tampoco podía preguntar a sus colegas. Si Runcorn le tenía manía, lo más probable es que también se la tuvieran otros, aunque Monk no podía imaginar quiénes. Dar a entender semejante flaqueza propiciaría un golpe de gracia. Runcorn sabía que Monk había perdido la memoria, ahora estaba completamente seguro de ello, a pesar de que sólo le había dicho ambigüedades. Ahora tenía una posibilidad, una buena oportunidad de defenderse de un hombre hasta haber recuperado una dosis suficiente de memoria y pericia profesional como para desafiarlos a todos. Si resolvía el caso Grey, no habría quién le pudiese, por mucho que dijera Runcorn.