De todos modos, le desagradaba sentirse odiado de aquella manera tan enconada y persistente y más sabiendo cada día con mayor certeza que las razones que tenía para odiarlo estaban justificadas.
¿Estaba luchando únicamente por su supervivencia? ¿O acaso el instinto de atacar a Runcorn era más fuerte que él, no sólo el deseo de encontrar la verdad y hacer justicia, sino también de llegar antes que Runcorn y asegurarse de que Runcorn quedaba enterado? Quizá de haber sido un simple espectador que observase a otros dos hombres, por lo menos una parte de su simpatía se habría inclinado hacia Runcorn. En su interior albergaba una crueldad que descubría por vez primera, un placer de salir vencedor que no despertaba precisamente su admiración.
¿Siempre había sido de aquella manera? ¿O era una reacción nacida de sus miedos?
¿Cómo empezaría a buscar a los ladrones? Pese a lo mucho que le gustaba Evan -y la verdad es que le gustaba cada día más, porque era un hombre entusiasta, amable, tenía sentido del humor y, por encima de todo, poseía una pureza de intenciones que Monk envidiaba-, no se atrevía a ponerse en manos de Evan diciéndole la verdad. Y para ser sincero (y algo de vanidad había también en esto), Evan era la única persona, aparte de Beth, que tenía de él una buena opinión sin paliativos, que le tenía simpatía. Monk no soportaba verse privado de ello.
En consecuencia, no podía pedir a Evan que le diera los nombres de soplones y peristas, sino que tenía que averiguarlos por su cuenta. De todos modos, si había sido tan buen detective como todo parecía indicar, tenía que conocer a muchos. Seguro que ellos lo reconocerían.
Llegó tarde y encontró a Evan esperándolo. Se disculpó, para sorpresa de Evan, y sólo más tarde cayó en la cuenta de que si Evan no esperaba que lo hiciera era simplemente porque él era su superior. Tenía que andarse con mucho cuidado, sobre todo si pretendía ocultar a Evan sus intenciones, y también sus mermas. Deseaba ir a comer a cualquier figón de los barrios bajos y esperaba que, si avisaba al tabernero, seguramente se le acercaría alguien. Tendría que adoptar la misma táctica en varios sitios diferentes pero, en cuestión de tres o cuatro días como mucho, tendría desde donde empezar a trabajar.
No conseguía recordar nombres ni caras, pero el olor de las tabernas le resultó francamente familiar. Sabía cómo debía comportarse sin necesidad de pararse a pensar en ello: tenía que cambiar de color como hacen los camaleones, dejar los hombros caídos, caminar con aire desenfadado, mantener los ojos bajos pero estar alerta. No es el hábito lo que hace el monje: un tahúr, un cochero, un carterista de categoría o un ladrón del Swell Mob pueden vestir tan bien como el primero… de hecho, el enfermero del hospital lo había tomado por uno de Swell Mob.
Pero Evan, con su rostro franco y angelical, sus ojos cargados de bondad, tenía un aspecto demasiado limpio para dar el pego. No había en él ni rastro de la astucia propia de los granujas y, sin embargo, algunos entre los granujas más eximios eran precisamente los mejor dotados para la simulación y los que tenían más cara de inocencia. Los bajos fondos son lo bastante grandes como para dar cabida a las infinitas variedades de la mentira y del fraude y no hay debilidad que quede sin explotar.
Empezaron un poco más al oeste de Mecklenburg Square en dirección a King's Cross Road. Viendo que la primera taberna no les proporcionaba un resultado inmediato se trasladaron más al norte, a Pentonville Road, después más al sur y finalmente de nuevo al este, a Clerkenwell.
A pesar de que la lógica parecía respaldar su método, al día siguiente Monk empezó a sentirse como si se hubiera lanzado a una empresa descabellada y a temer que Runcorn fuera el último en reírse. Así de aprensivo estaba cuando, por fin, en una taberna llena hasta los topes llamada The Grinning Rat, un hombrecito zarrapastroso que al sonreír descubría unos dientes amarillentos se deslizó hasta un asiento cercano a ellos, mirando a Evan con desconfianza. El local rebosaba ruido, olía fuertemente a cerveza, a sudor, a la suciedad de ropa y personas que llevaban mucho tiempo sin lavarse, a comida grasienta. El suelo estaba cubierto de serrín y el tintineo de los vasos era constante.
– ¿Qué tal, señor Monk? Hacía mucho tiempo que no lo veía. ¿Dónde se había metido?
Monk sintió una repentina excitación que se esforzó en disimular.
– Tuve un accidente -respondió hablando con voz inexpresiva.
El hombre lo miró de arriba abajo en actitud crítica y refunfuñó, rechazando la idea.
– Me han dicho que busca a alguien que le eche una mano, ¿no?
– Eso mismo -admitió Monk.
No debía precipitarse demasiado o le costaría demasiado caro, y no podía permitirse el andar con componendas; tenía que acertar a la primera si no quería parecer un novato. Veía por el ambiente o porque se lo decía el olfato que el regateo formaba parte del juego.
– ¿Se puede ganar algo? -preguntó el hombre.
– Puede ser.
– Bien -respondió mientras reflexionaba-. Usted siempre se ha portado correctamente conmigo, por esto usted siempre será primero que otro poli. Los hay que son fetén, que quede claro, pero hay algún julay que, si usted supiera, se le caería la cara de vergüenza. -Movió la cabeza y aspiró aire con fuerza poniendo cara de asco. Monk sonrió.
– ¿Qué quiere saber? -preguntó el hombre.
– Varias cosas. -Monk bajó más la voz y paseando la mirada por la mesa, sin fijarla en el nombre-. Cosas robadas… un perista y un buen copista.
También el hombre clavó los ojos en la mesa, concentrado en los cercos de los vasos que habían dejado su huella en la superficie.
– Peristas los hay a montones y copistas a patadas. ¿Son cosas especiales estas que usted dice?
– No mucho.
– ¿Por qué las busca, entonces? ¿Será que alguno se ha pasado?
– Sí.
– Está bien, ¿de qué se trata? Monk las describió lo mejor que supo: sólo podía recurrir a la memoria.
– Cubiertos de plata…
El hombre lo fulminó con la mirada.
Monk dejó a un lado la plata.
– Un objeto de jade -prosiguió- de casi un palmo de altura, una bailarina con los brazos levantados y los codos doblados. Jade rosa…
– Eso está mejor. -El hombre había levantado la voz y Monk evitaba mirarlo a la cara-. No hay mucho jade rosa por ahí -continuó-. ¿Algo más?
– Un cuenco de plata de unos diez centímetros, creo, y un par de cajas con incrustaciones para guardar rapé.
– ¿Cómo eran las cajas? ¿Plata, oro, esmalte? Expliquese un poco más.
– No me acuerdo.
– ¿Que qué? ¿Entonces cómo sabe lo que se han llevado? -El rostro se le ensombreció con la desconfianza y por vez primera miró a Monk-. ¡Oiga! ¿Había fiambre?
– Sí-dijo Monk con voz monocorde, mirando todavía la pared-, pero no fue el ladrón. Lo mataron antes del robo.
– ¿Está seguro? ¿Cómo sabe que fue antes del robo?
– Hacía dos meses que estaba muerto. -Monk sonrió con amargura-. De esto estoy más que seguro. Robaron en su casa sin él dentro.
El hombre se quedó pensando unos minutos antes de dar su opinión.
Junto a la barra estallaron unas ruidosas carcajadas.