– ¿Un robo en una casa cerrada? -dijo con aire de superioridad-. ¿Cómo sabían que encontrarían algo? ¿Qué ha dicho de un copista? ¿Qué pinta aquí el copista?
– Los ladrones entraron en la casa haciéndose pasar por policías -le replicó Monk.
El rostro del hombre se iluminó y se rió, divertido.
– ¡Ésa es buena! ¡Me gusta! -Se pasó el dorso de la mano por la boca y volvió a reír-. Sería un pecado chivarse de un tío con esos arrestos…
Monk se sacó medio soberano de oro del bolsillo y lo dejó sobre la mesa. Los ojos del hombre se prendieron de él como si hubiera quedado hipnotizado.
– Quiero encontrar al copista que hizo esas falsificaciones -repitió Monk, extendiendo la mano, volviendo a coger la moneda y guardándosela en un bolsillo interior, mientras los ojos del hombre seguían toda la trayectoria-. Y nada de comedias -le advirtió Monk-, porque como me metas las manos en los bolsillos, te acordarás, a menos que tengas ganas de ir a recoger estopa una temporada. No creo que a esos dedos tan rápidos que tienes les fuera a hacer ningún bien la estopa. -Sintió que el corazón le daba un vuelco al recordar, de pronto, imágenes de dedos humanos sangrando de tanto desenmarañar, un día tras otro, los cabos de las cuerdas mientras los años de sus vidas se iban desgranando sin pausa.
El hombre se hizo atrás.
– ¿Qué le pasa, señor Monk? En mi vida le he cogido nada. -Hizo la señal de la cruz precipitadamente aunque a Monk le quedó la duda de si la había hecho como confirmación de la verdad o a título de penitencia por la mentira-. Ya habrá mirado en los tenderetes -prosiguió el hombre con una mueca-, a lo mejor han bautizado a la señorita de jade, ¿no puede ser?
Evan parecía confundido, aunque Monk no sabía por qué.
– Casas de empeños -le tradujo-. Como es natural, los ladrones eliminan de los objetos cualquier detalle que pueda identificarlos, pero al jade no pueden hacerle gran cosa sin estropearlo. -Se sacó cinco chelines del bolsillo y se los dio al hombre-. Volveré dentro de dos días y, si sabes algo, te habrás ganado el medio soberano.
– Está bien, pero no aquí. Plumber's Row abajo hay un sitio que le llaman Purple Duck… cerca de Whitechapel Road. Nos encontraremos allí. -Miró a Monk de arriba abajo con aire contrariado-. Pero con ropa ful, ¿eh?, no me venga fardando a lo monaguillo, ¿eh? Y tráigase el oro, porque sabré algo. Ya lo verán… usted y usted -dijo mirando de reojo a Evan y después escurriéndose de la silla y perdiéndose entre el gentío.
Monk estaba encantado, de pronto cantaba por dentro. Hasta encontró tolerable el budín de ciruela, que se estaba enfriando rápidamente. Dirigió una amplia sonrisa a Evan.
– Venga disfrazado -explicó-, no me venga vestido como un cura.
– ¡Ah! -exclamó aliviado Evan, que estaba empezando a divertirse-, ya entiendo. -Echó una mirada a toda aquella multitud de rostros que tenía a su alrededor y entrevió el misterio detrás de la suciedad mientras su imaginación los revestía de un color indefinible.
Pasados dos días, Monk se vistió con ropa vieja, tal como le había recomendado el hombre; el soplón habría dicho «trapos». Monk hubiera dado cualquier cosa para recordar su nombre pero, a pesar de todos los esfuerzos que hizo, era tan incapaz de acordarse de aquello como de casi todo lo que le había ocurrido después de los diecisiete años. Había tenido atisbos de hechos que correspondían a años anteriores, incluidos su primer año, o los dos primeros años, de su vida en Londres, pero por mucho que se quedase despierto en la cama a oscuras, dejando vagar sus pensamientos, repasando una vez y otra todo lo que sabía en la esperanza de que su cerebro volviese a la vida de pronto y empezase a atar cabos, lo cierto es que no recordaba nada.
Monk y Evan estaban sentados en el local llamado Purple Duck. En el delicado rostro de Evan se reflejaba lo mucho que le molestaba estar en aquel sitio y los esfuerzos que hacía para disimularlo. Al mirarlo, Monk hubo de preguntarse cuántas veces habría estado él en aquel sitio para que no le molestase como a Evan. Seguramente para él aquella barahúnda, los olores, la despreocupada promiscuidad, eran cosas familiares que su subconsciente recordaba aunque su memoria no.
Tuvieron que aguardar casi una hora antes de que apareciese el soplón, pero llegó sonriente y se sentó junto a Monk sin decir palabra.
Monk no estaba dispuesto a comprometer el precio dejando adivinar su ansiedad.
– ¿Quieres beber? -le propuso.
– No, la moneda y basta -replicó el hombre-, no fuera que me vieran bebiendo con dos como ustedes, y no se me ofendan. Los taberneros tienen buena memoria y son muy bocazas.
– Así es -admitió Monk-, pero si quieres la moneda te la tienes que ganar.
– ¡Pero a qué viene eso, señor Monk! -Puso cara de ofendido-. ¿Es que le he engañado alguna vez? ¡Dígame!
Monk no tenía ni idea.
– ¿Has encontrado al copista? -preguntó sin responder a su pregunta.
– El jade no lo he podido encontrar, no estoy seguro, vamos.
– ¿Has encontrado al copista?
– ¿Conoce a Tommy, el que pasa dinero marcado?
Monk sintió un momentáneo acceso de pánico. Evan estaba observándolo, fascinado por el chalaneo. ¿Habría tenido que conocer al tal Tommy? Sabía lo que era dinero marcado, de la misma manera que sabía qué era un falsificador.
– ¿Tommy? -dijo parpadeando.
– ¡Sí! -respondió el hombre con impaciencia-. Tommy el ciego, bueno el que hace que es ciego. Y me parece que medio lo es.
– ¿Y dónde lo encontraré? -Haciendo como que no se tragaba algo, tal vez podría encontrar a qué aferrarse.
No podía descubrir que ignoraba algo que habría debido saber ni tampoco conformarse con datos que resultaran inútiles de puro vagos.
– ¿Encontrarlo usted? -El hombre sonrió con aire condescendiente ante semejante ocurrencia-. Usted no lo encontraría en su vida y no le conviene buscarlo porque es peligroso. Vive en las barracas y tan seguro como que en el infierno hay fuego que, como no vaya acompañado, le agujerean la barriga, vamos. Yo lo acompañaré.
– ¿Ahora hace de copista? -Monk disimuló su alivio con una observación indefinida y (así lo esperaba) intrascendente.
El hombrecillo lo miró lleno de sorpresa.
– ¡Ni hablar, hombre! Ése no sabe ni escribir su nombre, ¿cómo va a falsificar nada? Pero él conoce a uno que falsifica, y a mí me da en la nariz que es éste el que anda buscando, porque sabe que hace trabajos de este estilo.
– Está bien. ¿Y del jade qué? ¿Te has enterado de algo?
El hombre contrajo el rostro en una mueca tal que parecía una rata acorralada.
– Esto está un poco difícil, gobernador. Sé de uno que tiene una pieza., pero jura y perjura que se lo vendió un ganzúa… y usted no me dijo nada de ningún ganzúa.
– No, no era un ganzúa -admitió Monk-. ¿No sabes nada más?
– Sólo esto.
Monk sabía que mentía, aunque no habría podido decir por qué. Era suma, no era más que un cúmulo de impresiones demasiado vagas como para ser analizadas.
– No te creo una palabra, Jake, pero lo del copista lo has hecho bien. -Se hurgó en el bolsillo y sacó la prometida moneda de oro-. Y si nos llevas hasta el hombre que busco, te ganarás otra igual. Y ahora llévame a Tommy el ciego, el que pasa dinero marcado.
Se levantaron los tres y, abriéndose paso a través de los parroquianos, salieron en hilera a la calle. Habían recorrido unos doscientos metros cuando Monk se dio cuenta, con una excitación que casi no podía dominar, que había llamado al hombre por su nombre. Por fin volvían a él, no sólo los recuerdos, sino también su pericia. Apresuró el paso y no pudo por menos de sonreír a Evan.
El barrio que llamaban «las barracas» era una monstruosidad: un conjunto astroso de habitáculos amontonados, que se apuntalaban precariamente unos a otros, tablones que la humedad había empapado y pandeado, pavimentos y paredes cubiertos de remiendos y sobrerremiendos. Resultaba oscuro incluso en aquella tarde de finales de verano, y la humedad del aire se pegaba a la piel. Olía a excrementos humanos y los albañales que bajaban por los callejones en cuesta rebosaban inmundicias. El correteo y los chillidos de las ratas eran incesantes. Había gente por todas partes, echadas sobre piedras o amontonadas frente a las puertas, a veces en grupos de hasta seis u ocho unos vivos y otros muertos por hambre o enfermedad. En estos lugares el tifus y la neumonía eran enfermedades endémicas, y las enfermedades venéreas pasaban de unos a otros como las pulgas y los piojos.