Выбрать главу

Pasando junto a un albañal, Monk vio a un niño caído dentro. Debía de tener cinco o seis años y su rostro grisáceo en aquella media luz de la tarde sobrecogía el ánimo. Imposible decir si era niño o niña. Monk pensó con furiosa rabia que, aun siendo un acto de bestialidad golpear un hombre hasta matarlo, como a Grey, morir de manera tan abyecta como aquel crío era todavía más brutal.

Se fijó en la expresión de Evan, pálido el rostro en aquella semioscuridad y los ojos como agujeros abiertos en su cabeza. No se le ocurría nada que decir; allí las palabras no servían de nada. En lugar de hablarle, apretó su brazo fugazmente, en un gesto de intimidad que brotaba espontáneo en aquel horrible lugar.

Siguieron a Jake a lo largo de otra calleja y de otra más, subieron un tramo de escaleras que amenazaban con ceder bajo su peso a cada paso que daban y, al llegar arriba, Jake se detuvo por fin y les habló en un hilo de voz, como afectado por tanta miseria. Hablaba como se habla en presencia de un muerto.

– Unos cuantos escalones más, señor Monk, y estamos en casa de Tommy el ciego, que vive detrás de la puerta de la derecha.

– Gracias, te daré tu moneda cuando le haya hablado, y eso si nos sirve.

A Jake se le distendió la cara en una sonrisa.

– Ya me la he cobrado, señor Monk -dijo sosteniendo una moneda reluciente-. ¿Se figuraba que se me había olvidado cómo hacerlo? Menudo estaba yo hecho, de joven… -Se echó a reír y la soltó en su bolsillo-. A mí me enseñaron los mejores. Ya volveremos a vernos, señor Monk, todavía me debe otra si les echa el guante a los ladrones.

Monk sonrió a su pesar. Sería un ratero, pero había aprendido su arte de uno que se ganaba la vida enseñando a niños que robaban para él mientras él se quedaba con las ganancias a cambio de mantenerlos. El aprendizaje de la supervivencia. Tal vez su única alternativa habría sido morir de hambre, como el niño que habían visto. Solamente llegaban a adultos los que tenían dedos ágiles, los fuertes o los afortunados. Monk no podía permitirse el demorarse en juicios, y se sentía excesivamente presa de la piedad y de la ira como para intentarlo siquiera.

– Si los cazo, tuya es, Jack -le prometió antes de emprender el último tramo de escaleras, seguido de Evan.

Al llegar arriba, abrió la puerta sin llamar.

Al parecer, Tommy el ciego lo estaba esperando. Era un hombrecillo aseado de poco más de metro y medio de altura, de rostro desagradable y facciones acusadas, vestido de una manera que hasta él mismo habría calificado de chillona. No debía de padecer más que miopía, porque vio inmediatamente a Monk y supo quién era.

– ¡Buenas, señor Monk! Me han dicho que anda buscando a un copista… uno en especial, ¿no es eso?

– Exactamente, Tommy. Busco a uno que hizo unos papeles falsos para dos maleantes que robaron en una casa de Mecklenburg Square. Entraron haciendo ver que eran policías.

A Tommy se le iluminó la cara de satisfacción.

– Esto me gusta -admitió-, tiene su gracia, ¿verdad?

– Siempre que a uno no lo atrapen, claro.

– ¿Qué le va en ello? -dijo Tommy frunciendo los párpados.

– Asesinato, Tommy. Al que lo hizo le caerá la más larga, y al que lo ayudó lo mismo lo embarcan.

– ¡Dios mío! -Tommy se quedó visiblemente pálido-. Se puede imaginar si me gusta Australia. Y la grima que me dan los barcos. No entiendo por qué mandan a los hombres de aquí para allá de esta manera. No es natural. He oído contar cosas terribles. -Se estremeció-. Me han dicho que aquello está lleno de salvajes y de criaturas que no están hechas por un Dios cristiano. Y hay unas cosas con docenas de patas y otras cosas sin ninguna pata… ¡Uf! -Hizo girar los ojos en redondo-. ¡Valiente sitio, la Australia!

– Entonces no te arriesgues a que te manden a él-le aconsejó Monk sin asomo de simpatía- y encuéntrame al copista.

– ¿Seguro que es asesinato? -Tommy no parecía muy convencido.

Monk se preguntó si sería por una cuestión de fidelidades o simplemente de contrastar una ventaja con otra.

– ¡Claro que es seguro! -dijo en voz baja y monocorde, consciente de la amenaza que llevaba implícita la afirmación-. Asesinato y robo. Robaron plata y jade. ¿Sabes algo de la figura de jade de una bailarina, jade rosa, un palmo de alta, más o menos?

Tommy se puso a la defensiva y en su voz espesa y nasal se apreciaba un sentimiento de miedo.

– Hacer de soplón no es lo mío, gobernador. De esto nada, no me va a sacar nada.

– ¿Y el copista? -dijo Monk, inalterable.

– Eso, bueno, lo llevaré a verlo. ¿Y yo qué saco?

La esperanza nunca muere. Si la espantosa realidad del barrio no había podido con ella, ¿cómo iba a poder Monk?

– Suponiendo que sea el hombre que busco -refunfuñó.

Tommy los llevó a través de otro laberinto de callejones y escaleras, sin que Monk pudiera calcular qué distancia habían recorrido realmente. Sospechó que se trataba más bien de desorientarlos y que, en realidad, sólo se habían desplazado unos centenares de metros. Por fin se detuvieron delante de una puerta grande y, después de dar un fuerte golpe a la misma, Tommy el ciego desapareció y la puerta se abrió de par en par.

La habitación en la que entraron estaba muy iluminada y olía a quemado. Una vez dentro, Monk levantó involuntariamente los ojos al techo y vio unos tragaluces de vidrio. Se fijó también que en la parte baja de las paredes había unas grandes ventanas. Era lógico: la pluma hábil de un falsificador necesitaba luz a raudales.

El hombre que estaba en la habitación se volvió a mirar a los que entraban. Era rechoncho, ancho de hombros y con unas grandes manazas cortas y achatadas. La piel de su cara era muy pálida aunque años de suciedad habían acabado por prestarle color, y su cabello, fino y descolorido, se le pegaba en mechones a la cabeza.

– ¿Y bien? -preguntó, un tanto irritado.

Monk vio, al hablar, que tenía los dientes cortos y renegridos y hasta le pareció que, incluso a la distancia en que se encontraba, notaba el olor a rancio que despedían.

– Falsificaste unas cédulas de identificación para dos que se hicieron pasar por policías de Lye Street. -Lo afirmó, no lo preguntó-. Pero no he venido a verte por esto, sino porque quiero encontrar a los hombres. Es un caso de asesinato, y te conviene quedar al margen.

El hombre lo miró de reojo y distendió los labios, como si se estuviera riendo para sus adentros.

– ¿Usted es Monk?

– ¿Y qué si lo soy? -Le sorprendió que el hombre supiera de él. ¿Tan famoso era? Por lo visto, sí.

– Está muy solicitado su caso, ¿no? -El hombre a duras penas podía contener su satisfacción, y le temblaban las carnes por la risa que reprimía.

– Ahora el caso lo llevo yo -replicó Monk.

No quería que el hombre supiera que el robo y el asesinato eran delitos independientes, porque la amenaza de la horca era sumamente útil.

– ¿Y qué quiere? -preguntó el hombre.

Tenía la voz ronca, como de haber reído o gritado mucho, aunque costaba bastante imaginarlo haciendo cualquiera de las dos cosas.

– ¿Quiénes son? -lo acogotó Monk.

– Pero, señor Monk, ¿cómo quiere que lo sepa?-Sus hombros macizos seguían agitándose-. ¿Usted se figura que pregunto a la gente cómo se llama?

– Probablemente no, pero sabes quiénes son. No te hagas el longuis, no te va.