No se escatimó nada. Beth dio a manos llenas hasta el último bocado de comida que había en su casa, sin pararse un solo momento a pensar qué daría a su familia al día siguiente. También sacó y repartió generosamente toda la ropa seca que encontró en la casa.
Acurrucada en un rincón, una mujer estaba tan anonadada por la pérdida de su marido que no le quedaban ni ánimos para llorar. Beth se ocupó de ella dando muestras de una compasión que embellecía todos sus rasgos. En un momento de descanso, Monk vio que su hermana se inclinaba sobre la mujer y le cogía las manos entre las suyas como tratando de infundirle calor y le hablaba con la dulzura con que habría hablado a una niña.
Monk sintió, de pronto, el dolor de la soledad, se vio como un intruso cuya participación en aquella efusión de sufrimiento y piedad era resultado tan sólo del azar. Él no podía contribuir más que con su ayuda física; ni siquiera recordaba si había participado alguna vez en actos similares, si las personas de aquella casa eran familiares suyos o no. ¿Había arriesgado alguna vez su vida sin regateos ni desfallecimiento como veía hacer ahora a Rob Bannerman? Se sentía ávido de tomar parte activa en actos tan hermosos como aquéllos. ¿Había dado alguna vez muestras parecidas de valor, de generosidad? ¿Había algo en su pasado de lo que pudiera vanagloriarse, algo a lo que pudiera aferrarse?
No se lo podía preguntar a nadie…
Pasó el momento y la urgencia de la necesidad volvió a hacer mella en él. Se agachó para coger a un niño que temblaba de terror y de frío y lo envolvió con una gruesa manta, lo estrechó contra su cuerpo, lo mimó con palabras suaves que le repitió una y otra vez como habría hecho con un animal asustado.
Al amanecer ya había pasado todo. El mar seguía bullendo, revuelto y desapacible, pero Rob ya había vuelto, demasiado cansado para hablar y demasiado desconsolado con la pérdida de aquellos que el mar había arrebatado. Se limitó a quitarse las ropas mojadas en la cocina y se metió en cama.
Una semana más tarde Monk ya estaba físicamente recuperado por completo; lo único que lo perturbaba eran los sueños, vagas pesadillas de miedo, agudos dolores y la sensación de una violenta sacudida, de la pérdida del equilibrio y algo así como una impresión de ahogo. Se despertaba jadeando, con el corazón latiéndole con locura, empapado en sudor, la respiración afanosa, pero lo único que quedaba era miedo, nunca una hebra a partir de la cual pudiera devanar el ovillo del recuerdo. La necesidad de volver a Londres se hizo más acuciante. Había encontrado su distante pasado, sus inicios, pero el recuerdo era virgen y blanco, ya que Beth no podía contarle nada de su vida desde que él se marchara de casa cuando ella era poco más que una niña. Al parecer él no había contado nunca nada sobre su vida, a no ser trivialidades, informaciones como las que se pueden leer en periódicos y revistas y alguna cuestión relacionada con su salud o el interés que pudiera sentir por Beth. Aquélla era la primera vez que él la había visitado en ocho años, lo cual no fue precisamente motivo de orgullo para Monk. Al parecer era un hombre frío, obsesionado únicamente con sus ambiciones. ¿Era ésta la razón que lo había empujado a trabajar con tanto denuedo o es que, en realidad, era muy pobre? Quería pensar que podía haber una excusa pero, a juzgar por el dinero que tenía en su escritorio de Grafton Street, en los últimos tiempos no habían sido las finanzas.
Sondeó su cerebro en busca de alguna emoción, algún destello de memoria que pudiera revelarle qué clase de hombre era, qué cosas valoraba, qué buscaba en la vida. Pero nada acudía a su memoria, ninguna explicación capaz de satisfacerlo.
Se despidió de su hermana y de Rob, les dio torpemente las gracias por su hospitalidad lo que provocó en ellos no sólo sorpresa sino también desconcierto y, de rebote, la misma reacción en él. Pero lo dijo de corazón. Como eran unos desconocidos para él, tenía la impresión de que también lo habían acogido como a un desconocido y que no sólo lo habían aceptado sino que incluso le habían mostrado confianza. Estaban confundidos y Beth incluso se ruborizó y se sintió cohibida. Pero él no trató de explicarse porque carecía de las palabras precisas y tampoco quería que ellos supieran la verdad.
Londres le pareció enorme, una ciudad sucia e indiferente, cuando se apeó del tren en la estación de decoración recargada y sucia de humo. Se montó en un cabriolé para dirigirse a Grafton Street, anunció su regreso a la señora Worley, se fue escaleras arriba y se cambió la ropa, sucia y arrugada después del viaje. Salió en dirección a la comisaría que había nombrado Runcorn al hablar con el enfermero. Después de la experiencia que había vivido con Beth en Northumberland tenía la impresión de que había aumentado un poco su confianza. Aquélla sería otra incursión hacia lo desconocido, pero cada paso dado sin que se produjera ninguna sorpresa desagradable hacía disminuir sus aprensiones.
Después de apearse y pagar al cochero se quedó en la acera. La comisaría le resultó tan poco familiar como todo lo que había visto hasta aquel momento: no es que le resultara extraña, sino que en ella no había ni la más mínima sombra de cosa conocida. Abrió las puertas y entró, vio al sargento de guardia sentado ante el escritorio y se preguntó cuántos centenares de veces habría hecho exactamente lo que hacía en aquel momento.
– Buenas, señor Monk -dijo el hombre levantando la cabeza con ligera sorpresa y no sin satisfacción-. ¡Qué desagradable accidente! Se encuentra mejor, ¿verdad?
Había inquietud en su voz, preocupación. Monk lo miró. Tendría quizá cuarenta años, cara redonda, una leve indecisión en sus maneras, uno de esos hombres a los que se puede animar y amedrentar con la misma facilidad. Monk sintió una especie de vergüenza aunque no habría sabido explicarse la razón, como no fuera una cierta aprensión atisbada en los ojos del hombre, como si esperara que Monk fuera a decir algo a lo que él no habría podido contestar con el debido aplomo. Era un subordinado, no era rápido de palabras y lo sabía.
– Sí, estoy mejor, gracias.
Monk no podía recordar cómo se llamaba aquel hombre y por esto no podía dirigirse a él de modo más personal. Se despreciaba: ¿qué hombre pone a otro en una situación apurada sabiendo que no puede devolverle la pelota? ¿Por qué? ¿Habría detrás alguna larga historia de incompetencia o de engaño que pudiera explicar la situación?
– Seguramente querrá ver al señor Runcorn, ¿no es eso, señor?
Parecía como si el sargento no advirtiera cambio alguno en Monk y que tuviera en prisa perderlo de vista.
– Si está aquí, sí… por favor.
El sargento se hizo a un lado para dejar pasar a Monk por el mostrador.
Pero Monk no se movió, consciente de lo ridículo de su situación. No tenía idea del camino que debía seguir. Como se dirigiera hacia el lado opuesto despertaría sospechas. Tenía la vaga sensación de que le tendrían pocas contemplaciones, le parecía que no gozaba de demasiadas simpatías.
– ¿Se encuentra bien, señor? -le preguntó ansiosamente el sargento.
– Sí… estoy bien. El señor Runcorn, ¿sigue al final de las escaleras? -dijo echando una mirada a su alrededor y aventurándose a correr el riesgo de equivocarse.
– Sí, señor, donde ha estado siempre.
– Gracias.
Se apresuró a subir, con la sensación de que tenía un aire idiota.
Runcorn ocupaba la primera habitación del pasillo. Monk dio unos golpes en la puerta y entró. Dentro estaba oscuro, lleno de papeles desordenados y con varios armarios y cestas para expedientes, aunque en la habitación reinaba una sensación de comodidad a pesar de la desnudez propia de estos lugares. Desde las paredes siseaban levemente varias lámparas de gas.
Runcorn en persona estaba sentado detrás de un gran escritorio y mordisqueaba un lápiz.
– ¡Ah! -dijo con aire satisfecho al ver entrar a Monk-. ¿Preparado para trabajar? Ya empezaba a ser hora. No hay nada como el trabajo. Lo mejor para un hombre es trabajar. Siéntese, siéntese, mejor que se siente. Se piensa mejor estando sentado.