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– Oigo tantos nombres… -añadió de manera cautelosa.

– Mejor será entonces que consulte sus libros -le apuntó Monk- y así verá si figura en ellos, ya que le falla la memoria.

– Cuando una deuda queda saldada, la borro de los libros. -Los ojos grandes y desvaídos de Wigtight adoptaron un aire de impasibilidad-. Es por discreción, ¿sabe usted? A nadie le gusta que le recuerden sus momentos de penuria.

– Es usted muy considerado -dijo Monk, sarcástico-. ¿Y si consultase la lista de los que no han pagado?

– El señor Grey no figura en ella.

– O sea que pagó. -Monk sólo dejó traslucir un leve reflejo de la satisfacción que le producía el triunfo.

– Yo no he dicho que le hubiera prestado dinero.

– Entonces, si no le prestó nada, ¿por qué contrató a dos hombres para que entraran en su piso valiéndose de engaño y lo saquearan? Y ya que estaban allí, le robaron de paso la plata y algunos objetos de adorno. -Se dio el gustazo de ver que Wigtight se amilanaba-. Esto estuvo muy mal, señor Wigtight. Tengo que decirle que contrató a unos matones de pacotilla, si quiere que le hable con franqueza. Si hubieran sido más profesionales, no habrían buscado sacar este provecho adicional. Es peligroso, porque aumenta la pena… y se trata de objetos que son fáciles de localizar.

– ¡Usted es policía! -De pronto Wigtight había comprendido y pronunció las palabras como quien instila veneno.

– Exactamente.

– Yo no contrato ladrones. -Ahora Wigtight se defendía con evasivas, intentaba ganar tiempo para pensar y Monk lo sabía.

– No, usted contrató cobradores, pero resultó que además eran ladrones -le soltó Monk de inmediato-. En esto la ley no establece diferencias.

– Por supuesto que contrato a cobradores -admitió Wigtight-, no voy a ir yo por ahí cobrando de puerta en puerta.

– ¿A cuántos les manda cobradores que se fingen policías y se presentan con documentos falsificados dos meses después de que ha asesinado a los clientes?

Del rostro de Wigtight desapareció hasta el más leve vestigio de color y se quedó gris como la piel del pescado. Monk pensó por un momento que iba a darle un síncope, aunque no por esto se inmutó.

Wigtight se quedó durante algunos instantes sin poder hablar; entretanto, Monk seguía esperando.

– ¡Asesinado! -La palabra, cuando la articuló por fin, sonó a hueco-. Juro sobre la tumba de mi madre que no tengo nada que ver con este asunto. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué? Es una idea totalmente descabellada. ¡Usted está loco!

– Porque es usted un usurero -dijo Monk con aspereza, notando que en su interior se abría un profundo pozo de ira e incontenible desprecio- y los usureros no dejan nunca que la gente deje de pagar una sola deuda, intereses incluidos. -Inclinó el cuerpo hacia delante, amenazando con su gesto a Wigtight, que se había quedado inmóvil en la silla-. Hace usted un mal negocio si les deja hacerlo -dijo hablando casi entre dientes-. Y otros podrían sentirse animados a hacer lo mismo. ¿Qué sería de usted si todos se negasen a pagarle? Hay que arrancarles hasta el último céntimo para satisfacer sus intereses. Más vale pájaro en mano que toda la maldita bandada revoloteando por ahí gorda y feliz, ¿verdad?

– ¡Yo no lo maté! -Wigtight estaba aterrado, no sólo por los hechos que le imputaba, sino por el odio que veía en Monk.

Monk sabía cuándo una persona perdía los papeles y disfrutaba viéndole pasar tanto miedo.

– No, envió a otro para que se encargara de hacerlo… lo que viene a ser lo mismo -continuó Monk.

– ¡No! ¡Habría sido una estupidez! -La voz de Wigtight iba subiendo de tono, en ella se apreciaba una nueva nota más aguda: era el pánico y sonaba a gloria a los oídos de Monk-. De acuerdo -Wigtight levantó las manos gordas y blandas-, los envié al piso para que lo registraran y comprobaran si Grey guardaba alguna nota en la que constase que me había pedido dinero prestado. Sabía que lo habían asesinado y pensé que a lo mejor había conservado el pagaré cancelado. No quería verme mezclado en nada que hiciera referencia a Grey. Esto es todo. ¡Lo juro! -El sudor le empapaba ahora la cara, que relucía a la luz de la lámpara de gas-. Me devolvió el dinero. ¡Virgen Santa, si al fin y al cabo no eran más que cincuenta libras! ¿Usted se figura que yo enviaría a alguien a que matara a un hombre que me debe cincuenta libras? Sería una locura, una insensatez. Me tendrían acogotado durante todo el resto de mi vida. Me chuparían la sangre… o me enviarían a la horca.

Monk lo observó con atención. Lenta y dolorosamente la verdad de la situación se abría en su interior. Wigtight era un parásito, pero no tenía un pelo de tonto. No habría pagado por una ayuda tan burda para asesinar a un hombre por deudas, por elevado que fuera su importe. De haber querido cometer un asesinato, habría sido más inteligente, más discreto. Un poco de violencia podía dar resultado, pero no esto y menos en casa del propio Grey.

Por otra parte, habría querido asegurarse de que no había rastro alguno de sus tratos, siquiera fuera por evitarse inconvenientes.

– ¿Por qué esperó tanto tiempo? -le preguntó Monk; su voz volvía a ser inexpresiva, sin signo alguno de acoso-. ¿Por qué no mandó a por el pagaré enseguida?

Wigtight supo en aquel momento que había ganado la partida. En su cara pálida y globulosa resplandecía la victoria, como el légamo en la piel de la rana al salir del pantano.

– Al principio había demasiados policías de verdad en la casa -respondió-. No paraban de entrar y salir. -Extendió las manos como para corroborar lo que decía.

A Monk le habría gustado llamarlo embustero pero no podía. Todavía no.

– No encontraba a nadie capaz de correr el riesgo -prosiguió Wigtight-. Como pagues demasiado a un hombre por hacer algo, enseguida empieza a preguntarse si allí no habrá más de lo que dices. Habría podido pensar que tenía miedo de algo. Al principio los suyos buscaban ladrones. Ahora la cosa ha cambiado, van ustedes detrás de negocios, dinero…

– ¿Cómo lo sabe? -Monk creía lo que le decía, no tenía otro remedio, pero quería cobrarse hasta la última onza de sufrimiento que pudiera causarle.

– Ya sabe, se dice… estuvo usted a ver a su sastre, al tratante de vinos, comprobó si pagaba sus facturas…

Monk recordó que había enviado a Evan a hacer aquellos trámites. Se habría dicho que aquel usurero tenía ojos y oídos en todas partes. Pero comprendió que no podía ser de otra manera: así encontraba a sus clientes, descubría sus flaquezas, sus puntos débiles. ¡Oh, Dios mío, cómo odiaba a aquel hombre y a toda su calaña!

– ¡Oh! -A su pesar su rostro reveló aquel error-. Tendré que ser más discreto en mis averiguaciones.

Wigtight sonrió fríamente.

– Yo que usted no me preocuparía. No tiene importancia.

Reconocía el éxito porque estaba acostumbrado a su sabor, como al del queso Stilton bien curado y al del oporto después de cenar.

Monk no tenía nada más que decir y no podía soportar por más tiempo ver a Wigtight tan satisfecho. Al salir pasó por delante del untuoso empleado que estaba en el despacho delantero. Estaba decidido a aprovechar la primera oportunidad que se le brindase para cargar algo a Josiah Wigtight, a ser posible algo que le reportase una larga temporada en la cárcel. Tal vez era el odio que le inspiraba la usura y todas las cancerosas angustias con que roía el corazón de la gente o quizá fuera odio a Wigtight en particular, por su gorda barriga y sus ojos glaciales, pero lo más probable era que todo se redujese a la amargura de la contrariedad de descubrir que no había sido el prestamista quien había matado a Joscelin Grey.

Todo lo cual lo llevó de nuevo a la otra salida de su investigación: los amigos de Joscelin Grey, la gente cuyos secretos pudo haber conocido. Así, volvió a Shelburne… y al triunfo de Runcorn.

Pero antes de emprender semejante camino para llegar a una de sus inevitables conclusiones -la detención de Shelburne y su propia defenestración después de la misma o el reconocimiento de que no podía demostrar nada y por tanto debía aceptar el fracaso; en cualquier caso Runcorn no salía perdedor- Monk probaría todos los demás, por insignificantes que fueran, empezando por Charles Latterly.