– ¡Por supuesto que no! -Charles dominó su enfado no sin trabajo.
Ya iba a añadir algo más cuando Imogen lo interrumpió.
– ¿Le interesa saber dónde estábamos el día en que mataron a Joscelin, señor Monk?
Aunque la observó con atención, no detectó en ella ni sombra de sarcasmo. La mirada de ella era decidida, calaba hondo.
– ¡No digas cosas absurdas! -le espetó Charles con furia creciente-. Si no sabes tratar este asunto con la debida seriedad, Imogen, será mejor que nos dejes y vuelvas a tu habitación.
– Lo he dicho con toda seriedad -replicó ella, apartando los ojos de Monk-. Si la persona que mató a Joscelin era un amigo suyo, no hay razón para que no nos contemos entre los sospechosos. Sería mejor, Charles, que nosotros mismos alejáramos tal sospecha demostrando que estábamos en otro sitio en aquel momento, que empujar al señor Monk a llegar a este convencimiento inmiscuyéndose en nuestros asuntos.
Charles palideció visiblemente y se quedó mirando a Imogen como si se tratase de un ser venenoso que, sabiendo repentinamente de debajo de la alfombra, acabara de morderle. Monk notó que la tensión que sentía en el estómago se había hecho más aguda.
– Yo estaba cenando con unos amigos -declaró Charles con voz débil.
Pese a que acaba de proporcionar lo que aparentemente era una coartada, el hecho es que se mostraba extrañamente inquieto. Monk no pudo evitarlo: debía presionarlo. Miró fijamente a Charles, que estaba muy pálido.
– ¿Dónde?
– En Doughty Street.
Imogen miró a Monk, imperturbable y con aire inocente, pero Hester se había vuelto para otro lado.
– ¿Qué número, señor Latterly?
– ¿Qué importancia tiene esto, señor Monk? -preguntó Imogen ingenuamente.
Hester levantó la cabeza, como a la espera.
Monk se encontró dándole explicaciones, sorprendido por la sensación de culpa que experimentaba.
– Doughty Street va a parar a Mecklenburg Square, señora Latterly. De un sitio a otro no hay más que dos o tres minutos.
– ¡Oh! -dijo ella con una vocecilla débil e inexpresiva, volviéndose a su marido.
– Veintidós -dijo él con los dientes apretados-. Estuve allí toda la tarde y no tenía ni idea de que Grey viviera cerca.
Monk volvió a hablar sin darse tiempo a pensar; de lo contrario, no lo habría hecho con tanta decisión.
– Cuesta creerlo, señor Latterly, teniendo en cuenta que usted le había escrito a dicha dirección. Encontramos una carta suya entre las cosas de Grey.
– ¡Maldita sea! Yo… -Charles se calló, se había quedado de una pieza.
Monk esperó. El silencio era tan intenso que hubieran podido oír los cascos de los caballos pasando por la calle de al lado. No miró a ninguna de las dos mujeres.
– Me refiero a que… -empezó a decir Charles antes de callar de nuevo.
Monk no veía posibilidad de evitar todo aquello. Lo lamentaba por ellos, profundamente. Miró a Imogen, con la esperanza de hacérselo entender, por más que a ella pudiera traerle sin cuidado.
Imogen estaba de pie, absolutamente inmóvil. Sus ojos eran ahora tan oscuros que Monk no podía leer nada en ellos, aunque no parecía que reflejaran el odio que él tanto temía. Súbitamente pensó que, si hubiera podido hablar con ella a solas, habría podido explicárselo, hacerle entender la necesidad de proceder de aquella manera, su compulsión a actuar de aquel modo.
– Mis amigos jurarán que pasé allí toda la tarde. -Las palabras de Charles se interpusieron entre ambos-. Le daré sus nombres. Esto es totalmente absurdo. Yo estimaba a Joscelin y nosotros, como él, estábamos pasando por unos momentos difíciles. No existía razón para desearle mal alguno. ¡No la encontrará!
– ¿Podría darme los nombres, señor Latterly?
Charles levantó bruscamente la cabeza.
– No vaya usted a acosarlos preguntándoles qué hacía yo en el momento del crimen. ¡Por el amor de Dios! Sólo le daré los nombres…
– Seré discreto.
Charles no pudo reprimir una risita ante la sola idea de que un policía poseyera una virtud tan delicada como la discreción.
Monk lo miró con aire paciente.
– Mejor que me dé usted los nombres antes que dejar en mis manos la tarea de averiguarlos.
– ¡Váyase al cuerno! -La sangre había teñido de rojo subido la cara de Charles.
– Los nombres, por favor.
Charles se acercó a una de las mesas y cogió una hoja de papel y un lápiz. Escribió unas líneas antes de doblar el papel y tendérselo a Monk.
Monk lo cogió sin mirarlo y se lo guardó en el bolsillo.
– Gracias.
– ¿Algo más?
– No, aunque me gustaría poder seguir preguntándoles acerca de los demás amigos del comandante Grey, por si supieran quién podía estar lo bastante próximo a él como para tener conocimiento, aunque fuera accidentalmente, de algún suceso secreto y perjudicial para ambos.
– ¿Como cuál? ¡Oh, Dios mío! -exclamó Charles mirándolo con extremo desagrado.
Monk no quería verse arrastrado a hablar del tipo de cosas que su imaginación más temía, sobre todo estando Imogen delante. A pesar de la irremediable situación en que se encontraba, cualquier vestigio de buena opinión que Imogen pudiera conservar de él importaba enormemente, cual fragmentos de un tesoro hecho añicos.
– No sé, señor Latterly, y puesto que no existe una prueba fehaciente sería impropio hacer sugerencias.
– ¡Impropio! -repitió Charles, sarcástico, con una voz que la emoción intensa había enronquecido-. ¿Quiere decir que usted tiene en cuenta estos detalles? Hasta me sorprende que conozca el significado de la palabra.
Imogen desvió la mirada, cohibida, y Hester se quedó helada. Abrió la boca como si fuera a hablar, pero seguramente pensó que era más prudente guardar silencio.
A Charles le volvió un ligero color a la cara durante el rato de silencio que siguió, pero no fue capaz de disculparse.
– Grey hablaba de un tal Dawlish -dijo con voz irritada-, y creo que estuvo en casa de Gerry Fortescue una o dos veces.
Monk tomó nota mental de estos detalles, por la relación que pudieran tener con los Dawlish, los Fortescue y otros, aunque no le parecían de utilidad y se daba cuenta del marcado escepticismo de Charles: era como querer camelarse a un animal sacado de la jaula que de pronto puede volverse peligroso. Se quedaba sólo para justificar su presencia en su casa, puesto que les había dicho que ésta era la razón por la que había venido a entrevistarse con ellos.
Al salir le pareció que oía un suspiro de alivio que desataba tras de sí, y hasta imaginó las rápidas miradas que se cruzaban entre ellos a sus espaldas, la complicidad que reflejaban y que no necesitaba formularse con palabras, dando a entender que el intruso se iba por fin, que ya había terminado aquel momento tan penoso. Mientras iba andando por la calle, los pensamientos de Monk volvían a aquella estancia profusamente iluminada que acababa de dejar y especialmente a Imogen. Trató de imaginar qué estaría haciendo ahora, qué pensaría de él, si lo vería siquiera como a un hombre normal o sólo como a aquel funcionario que de un tiempo a esta parte se le había vuelto más difícil de soportar de lo que hubiera sido normal.
Sin embargo, ¡lo había mirado de forma tan directa! ¿Era un momento intemporal que se iba repitiendo una vez y otra o era simplemente que él seguía demorándose en él? ¿Qué habría querido ella de él al principio? ¿Qué se habrían dicho?
La imaginación es algo poderoso y absurdo a la vez. De no haber pensado que aquella idea era una locura, habría llegado a imaginar que ambos compartían recuerdos importantes.
Cuando Monk se hubo marchado, Hester, Imogen y Charles se quedaron de pie en el saloncito mientras el sol se derramaba a raudales a través de las puertas ventanas que daban al pequeño jardín de la casa, que resplandecía en el silencioso verdor de las hojas.
Charles hizo una profunda aspiración, como si fuera a decir algo: primero miró a su esposa, después a Hester y finalmente soltó un suspiro. No dijo nada. Estaba tenso y angustiado, se acercó a la puerta, se excusó mecánicamente y salió de la habitación.