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En la cabeza de Hester se agolpó todo un torrente de pensamientos. No le gustaba Monk, aquel hombre la sacaba de quicio, pero cuanto más lo observaba menos incompetente le parecía, contrariamente a lo que se había figurado al principio. Hacía preguntas caprichosas y no parecía estar más cerca de encontrar al asesino de Joscelin Grey que cuando empezó a buscarlo, pero Hester advertía tanto su inteligencia como su tenacidad. Estaba sinceramente interesado en el caso, no lo movían ni la vanidad ni la ambición. Quería averiguar lo que había pasado en nombre de la justicia, y hacer algo al respecto.

De no haberle resultado tan sumamente doloroso, habría sonreído, pues se había percatado de que Monk se mostraba sorprendentemente delicado con Imogen, sentía gran admiración por ella, que despertaba en él ansias de protegerla… sentimientos que ciertamente no le inspiraba ella. Ya había tenido ocasión de sorprender aquella misma mirada en los ojos de otros hombres. Imogen había despertado aquella misma emoción en Charles cuando se conocieron, y en muchos otros hombres desde entonces. Hester ignoraba si Imogen era o no consciente de aquella reacción.

¿Habría atraído de igual modo a Joscelin Grey? ¿Se había enamorado de ella, de aquella gracia suya, de sus ojos luminosos, de aquella inocencia que impregnaba todo lo que hacía?

Charles seguía enamorado de ella. Era un hombre simple, soportablemente vanidoso. Desde la muerte de su padre, estaba más ansioso y nervioso que antes, pero era una persona honorable, generoso en algunas ocasiones y alguna que otra vez, pocas, divertido… o por lo menos lo había sido en otro tiempo. Últimamente se había vuelto más engreído, como si cargara sobre sus hombros una pesada carga de la que no conseguía aliviarse por completo en ningún momento.

¿Cabía imaginar que Imogen hubiera encontrado al ingenioso, seductor y galante Joscelin Grey más interesante que él, aunque sólo fuera por breve tiempo? De ser así, Charles debía de haberse sentido profundamente herido y, por grande que fuera su autocontrol, una herida semejante le habría debido de resultar imposible de sobrellevar.

Imogen tenía un secreto. Hester la conocía y la quería lo bastante para no advertir todas aquellas pequeñas tiranteces suyas, los silencios que ahora reemplazaban a las confidencias de otros tiempos, una cierta precaución en lo que decía cuando estaban juntas. No era la suspicacia ni la sospecha de Charles lo que Imogen temía, pues no era hombre de naturaleza perceptiva, no entendía a las mujeres, ni lo intentaba. A quien temía era a ella, a Hester. Seguía mostrándose afectuosa con ella, pronta a prestarle un pañuelo o un chal de seda, a dispensarle una palabra de elogio, a agradecerle una cortesía… pero ante ella se mostraba vigilante, vacilaba antes de hablar, ponderaba la justeza de lo que decía pero sin la espontaneidad de antes.

¿Cuál era el secreto? Algo en su actitud inducía a Hester a pensar, guiada por un sexto sentido, que se trataba de algo relacionado con Joscelin Grey. Ya había notado cómo Imogen buscaba, pero a la vez temía, al policía Monk.

– Nunca habías hecho alusión alguna a que Joscelin Grey y George se conocieran -dijo Hester en voz alta.

Imogen dirigió la vista hacia la ventana.

– ¿No te lo dije? Si no te lo dije fue probablemente porque no quería entristecerte. No quería recordarte a George, ni tampoco a tus padres.

Hester no tenía nada que argumentar contra aquellas palabras. No las creía, pero a Imogen le cuadraban perfectamente.

– Gracias -replicó-, muy considerado por tu parte, sobre todo teniendo en cuenta lo profundo de tu simpatía por el comandante Grey.

Imogen sonrió, con la mirada perdida a través de la ventana, más allá de la luz tamizada, absorta en pensamientos que a Hester no le parecía discreto indagar.

– Era un hombre alegre -dijo lentamente Imogen-, distinto a todos los demás que conozco. Que muerte tan terrible la suya… Pero imagino que fue más rápida y menos dolorosa que muchas de las que tú has presenciado.

Hester tampoco supo qué decir.

Cuando Monk volvió a la comisaría encontró a Runcorn esperándole. Estaba sentado ante su escritorio y tenía delante un rimero de papeles. Los dejó a un lado y, en cuanto vio entrar a Monk, puso cara de pocos amigos.

– O sea que su ladrón era un prestamista -dijo secamente-. Puedo asegurarle que los periódicos no sienten el más mínimo interés por los prestamistas.

– ¡Pues hacen mal! -Monk le devolvió la pelota-. Son una peste que lo contamina todo y uno de los síntomas más repulsivos de la pobreza…

– Hombre de Dios, preséntese al Parlamento o haga de policía -dijo Runcorn, exasperado-, pero si estima en algo su trabajo, procure no hacer ambas cosas a un tiempo. Y no olvide que a los policías se les paga por resolver casos, no por hacer consideraciones morales.

Monk lo miró fijamente.

– Si consiguiéramos eliminar parte de la pobreza y a algunos de sus parásitos, podríamos prevenir el delito antes incluso de tener que intervenir para resolver ningún caso -dijo con una vehemencia que hasta a él mismo le sorprendió. Al parecer, volvían a él algunas de sus olvidadas pasiones, aunque no podía precisar sus causas.

– Joscelin Grey -lo instó Runcorn. No iba a dejar que se apartara del asunto.

– Estoy trabajando en el caso -replicó Monk.

– ¡Entonces debo decirle que los resultados que ha conseguido son muy pocos!

– ¿Puede demostrar que fue Shelburne? -preguntó Monk. Conocía las intenciones de Runcorn y pensaba oponerse a ellas hasta las últimas consecuencias. Si llegaba a verse obligado a detener a Shelburne antes de encontrarse en disposición de hacerlo, haría saber públicamente que Runcorn le había obligado a ello.

Pero Runcorn no se daba por vencido.

– Es asunto suyo. Yo no estoy a cargo del caso -dijo con acritud.

– Pues quizá debería hacerse cargo de él. -Monk levantó las cejas como si considerase seriamente aquella posibilidad-. ¿No le parece?

Runcorn frunció los párpados.

– ¿Quiere decir que no se ve con ánimos de resolverlo? -dijo con voz contenida pero elevando el tono al final de la frase-. ¿Que le supera?

Monk recogió el farol.

– Si el culpable es Shelburne, entonces tal vez sí. Tal vez debería encargarse usted personalmente de efectuar el arresto. Ya sabe, mejor el inspector en jefe y todo eso.

Runcorn se quedó lívido y Monk saboreó las mieles de la victoria, pero sólo por un momento.

– Me parece que, además de memoria, también ha perdido energía -respondió Runcorn con leve ironía-. ¿O sea que renuncia?

Monk hizo una profunda aspiración.

– A mí no se me ha perdido nada -dijo con decisión-, y mucho menos el juicio. Y por eso mismo no pienso detener a un hombre, por mucho que sospeche de él, sin tener nada más que la sospecha. Si quiere hacerlo usted, tome el caso en sus manos y encarguese usted oficialmente de las responsabilidades. Y que Dios lo ayude cuando lady Fabia se entere. Le garantizo que no encontrará quien quiera echarle una mano.

– ¡Cobarde! ¡Por Dios, si no ha cambiado usted!

– Si alguna vez estuve dispuesto a detener a un hombre sin tener pruebas, entonces necesitaba cambiar. ¿Me retira del caso?

– Le doy una semana más. No creo que nadie quiera darle a usted más tiempo.

– ¡Que nadie quiera darnos a ambos más tiempo! -lo corrigió Monk-. Todo el mundo sabe que los dos estamos en esto. Y ahora dígame si tiene algo útil que decir, alguna idea para demostrar que fue Shelburne, aunque no haya testigos. ¿O es que seguiría usted adelante, suponiendo que la tuviera?

La insinuación no cayó en saco roto y, para sorpresa de Monk, Runcorn se ruborizó de rabia o quizá de remordimiento.

– El caso es de usted -dijo, rebosando malhumor- y yo no pienso retirarlo de sus manos hasta que usted venga a verme y admita que ha fracasado o hasta que me pidan que prescinda de usted.