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– Muy bien, entonces sigo con él.

– Eso mismo, continúe, Monk, si puede.

El cielo estaba plomizo y llovía a más y mejor. Monk pensó tristemente, mientras volvía a pie a su casa, que los periódicos acertaban en sus críticas. Aún ahora sabía poco más que cuando Evan le había presentado las pruebas materiales del caso. Shelburne era el único de quien podía imaginar un motivo, pero aquel maldito bastón seguía obsesionándole. No era el arma del crimen, pero estaba seguro de que lo había visto antes. No podía ser de Joscelin Grey, porque Imogen había dicho claramente que Grey no había vuelto a casa de los Latterly desde la muerte de su suegro y Monk no había estado antes en la casa.

Entonces, ¿de quién era el bastón?

De Shelburne no.

Sin darse cuenta, sus pies lo llevaron no a su casa, sino a Mecklenburg Square.

En el vestíbulo encontró a Grimwade.

– Buenas, señor Monk, una noche muy mala, señor. Vaya verano este… no se puede decir otra cosa. ¡Hasta granizo ha caído! Si es que parecía que iba a nevar… y esto en pleno julio. ¡Y ahora esa lluvia! Tener que salir a la calle es un verdadero tormento. -Observó lleno de conmiseración las ropas empapadas de Monk-. ¿Le puedo ayudar en algo?

– Ese hombre que estuvo a ver al señor Yeats…

– ¿El asesino? -preguntó Grimwade con un estremecimiento y con aire de melodrama en su rostro enjuto.

– Eso parece -hubo de admitir Monk-. ¿Quiere describírmelo otra vez, por favor?

Grimwade entrecerró los ojos y se pasó la lengua por los labios.

– Mire usted, es un poco difícil. Ya ha pasado bastante tiempo y, más trato de recordar, más se me va borrando todo. Era un hombre más bien alto, esto sí puedo decirlo, aunque no con exageración. A la distancia que lo vi, cuesta decirlo. Cuando entró parecía unos centímetros más bajo que usted, pero cuando salió daba la impresión de que era más alto. Pero puedo estar confundido.

– Bueno, pero algo es algo. ¿Cómo era su piel? ¿Era sonrosado, cetrino, pálido, moreno?

– Más bien sonrosado, señor, pero lo mismo era por el frío. La noche era espantosa, un horror para el mes de julio. Un tiempo que no correspondía a la época del año, vamos. Llovía a cántaros y soplaba un viento de levante que cortaba como un cuchillo.

– ¿Y recuerda si llevaba barba?

– Yo diría que no y, si llevaba, debía de ser una de esas barbitas que se tapan fácilmente con una bufanda.

– ¿Tenía el cabello negro? ¿O castaño, rubio quizá?

– No, señor, rubio no, pero tampoco claro, en todo caso castaño. Lo que sí recuerdo es que tenía los ojos muy grises. Me di cuenta cuando salió: unos ojos de esos que parece que te penetran, como los de esos sujetos que te ponen en trance, ¿sabe usted?

– ¿Unos ojos penetrantes? ¿Está seguro? -preguntó Monk dubitativo, desconfiado del tono melodramático con que Grimwade hacía su rememoración.

– Sí, señor, cuanto más lo pienso, más seguro estoy. No me acuerdo de su cara, pero de la mirada de sus ojos sí que me acuerdo. No cuando entró, cuando salió. ¡Es curioso! Usted me dirá que podía haberme fijado en sus ojos cuando habló conmigo, pues le juro que igual que ahora estoy aquí delante de usted, que entonces no me fijé. -Miró a Monk con aire ingenuo.

– Gracias, señor Grimwade. Voy a ver si encuentro al señor Yeats y, si no está, me quedaré a esperarle.

– Sí que está en casa, sí, señor. Hace un rato que ha entrado. ¿Quiere que lo acompañe o recuerda el camino?

– Recuerdo el camino, gracias. -Monk sonrió con expresión torva e inició el ascenso. El sitio ya se le estaba haciendo penosamente familiar. Pasó rápidamente por delante de la puerta de Grey, con la imagen del horror que encerraba perfectamente presente en sus pensamientos, y llamó con energía a la puerta de Yeats. Un momento después ésta se abría y aparecía el rostro de Yeats, que lo miró con aire de preocupación.

– ¡Oh! -dijo, un poco asustado-. Precisamente… quería… quería hablar con usted. Bueno… quizá ya habría debido hacerlo. -Continuaba allí parado, delante de Monk, retorciéndose las manos, cuyos nudillos iban enrojeciéndose-. Me enteré… de lo del ladrón… me lo dijo Grimwade, ¿sabe? Y me figuré que había… encontrado al asesino… o sea que…

– ¿Me permite pasar, señor Yeats? -lo interrumpió Monk.

Era natural que Grimwade le hubiera hablado del robo, aunque sólo fuera para poner en guardia a los vecinos, pero también porque un hombre tan charlatán y solitario como aquel portero difícilmente se habría podido guardar para él un hecho tan espectacular y escandaloso; pero a Monk le irritó que le recordaran el hecho, por su intrascendencia en la resolución del caso.

– Lo siento… mucho -tartamudeó Yeats mientras Monk se metía en su casa-. Ya sé… que habría debido decírselo antes.

– ¿Decirme qué, señor Yeats? -Monk procuró no impacientarse porque era evidente que aquel pobre hombre estaba sumamente afectado.

– Quería hablarle del hombre que vino a verme, claro. Pero al verlo a usted en la puerta, he pensado que ya estaría enterado. -La voz de Yeats había subido de tono seguramente debido a la sorpresa.

– ¿Qué me quiere decir de ese hombre, señor Yeats? ¿Ha recordado alguna otra cosa? -De pronto vio brillar un rayo de esperanza: ¿podía tratarse por fin de una prueba?

– Pues que he descubierto quién era.

– ¿Cómo? -Monk no se atrevía a dar crédito a lo que acababa de oír.

La habitación zumbaba a su alrededor, la excitación le hacía oír un burbujeo. En cosa de un instante aquel extraño hombrecillo pronunciaría el nombre del asesino de Joscelin Grey. Era increíble, anonadador.

– Digo que he descubierto quién era -repitió Yeats-. Sé que habría debido decírselo cuando me enteré, pero pensé…

El momento de aturdimiento había pasado.

– ¿Quién era? -preguntó Monk dándose cuenta de que le temblaba la voz-. ¿Quién era?

Yeats se quedó perplejo. Empezó a tartamudear.

– ¿Puede decirme de una vez quién era? -Monk hizo un desesperado esfuerzo para dominarse, pero casi había gritado.

– Pues… pues… era un tal Bartholomew Stubbs. Comerciante en mapas antiguos, según dijo. ¿Tan importante es eso, señor Monk?

Monk estaba estupefacto.

– ¿Bartholomew Stubbs? -repitió como idiotizado.

– Sí, señor. Volvimos a encontrarnos por mediación de un amigo común. Se me ocurrió que debía hacerle algunas preguntas. -Agitó las manos-. Le aseguro que yo estaba nerviosismo. Pero dadas las desgraciadas circunstancias de la muerte del comandante Grey, consideré que debía hablar con él. Era un hombre sumamente educado. Salió de aquí inmediatamente después de haber llamado a la puerta de mi casa. Quince minutos más tarde pensaba asistir a una reunión en pro de la abstinencia que se celebraba en Farringdon Road, cerca del Correccional. Pude comprobarlo porque mi amigo también asistió a dicha reunión. -Debido a la agitación se movía de un lado a otro descargando el peso del cuerpo alternativamente en uno y otro pie-. Mi amigo se acordaba perfectamente de haber visto entrar al señor Stubbs porque llegó cuando el primer orador acababa de empezar su conferencia.

Monk lo observó con fijeza. No comprendía nada. Si Stubbs se había marchado inmediatamente, como parecía haber sido, ¿quién era el hombre que vio salir Grimwade algo más tarde?

– ¿Se… se quedó todo el tiempo que duró la reunión? -preguntó, desesperado.

– No, señor-dijo Yeats moviendo la cabeza negativamente-. Fue allí porque tenía que encontrarse con mi amigo, que también es coleccionista, y muy entendido además…

– ¡O sea que se marchó! -dijo Monk como quien se agarra a un clavo ardiendo.

– Sí, señor. -Debido a la ansiedad, Yeats estaba casi bailando y no paraba un momento de mover las manos hacia delante y hacia atrás-. ¡Eso es lo que intento explicarle! Se fueron juntos a cenar…