– ¿Juntos?
– Sí, y mucho me temo, señor Monk, que es altamente improbable que el señor Stubbs sea la persona que atacó de forma tan horrible al pobre comandante Grey.
– No. -Monk estaba demasiado alterado, demasiado desbordado por la contrariedad para moverse.
Ahora no sabía por dónde empezar.
– ¿Se encuentra bien, señor Monk? -le preguntó Yeats, titubeante-. Lo siento, quizás habría debido decírselo antes, pero no me figuraba que fuera tan importante, teniendo en cuenta que no era el culpable.
– No, no… no importa -respondió Monk con voz apenas audible-. Lo comprendo.
– Pues me alegro, porque había pensado que a lo mejor había cometido un error.
Monk farfulló una frase cortés, convencional. No quería ser antipático con aquel hombre. Después volvió a salir al rellano. Bajó las escaleras casi sin darse cuenta de que lo hacía, y tampoco se percató de la lluvia espesa que estaba cayendo cuando pasó por delante de Grimwade y salió a la calle, mal iluminada por las luces de gas y con los desagües rebosantes de agua.
Echó a andar a ciegas hasta que, de pronto, notó unas salpicaduras de barro y evitó que por poco lo alcanzasen las ruedas de un coche que le pasó a un palmo de distancia; entonces se dio cuenta de que estaba en Doughty Street.
– ¡Alto! -le gritó un cochero-. ¡Mire por donde anda, jefe! ¿Quiere que lo mate o qué?
Monk se detuvo y se quedó mirándolo.
– ¿Está ocupado?
– No, jefe. ¿Dónde quiere ir? Sí, mejor que se monte antes de que tenga un accidente.
– Sí-aceptó Monk, aunque sin moverse.
– Suba, pues -le gritó el cochero, inclinándose hacia delante para verle la cara-. ¿Qué noche, eh? Un compañero mío se mató en una noche como ésta, ¡pobre tío! El caballo se desbocó y el coche se volcó. Él se mató: de cabeza contra el bordillo, y la palmó, tal cual. Y el pasajero que llevaba quedó hecho una lástima, me han dicho que se ha repuesto, menos mal. Pero tuvieron que llevarlo al hospital, claro. Bueno, ¿es que piensa quedarse aquí toda la noche? ¡Decídase de una vez, hombre!
– Este compañero suyo… -La voz de Monk sonaba distorsionada, como si viniera de muy lejos-. ¿Cuándo se mató? ¿Cuándo ocurrió el accidente?
– En julio, pero cualquiera lo hubiera dicho, con aquel tiempecito. Una noche de perros. Caía un granizo que parecía una ventisca. Le juro que no sé adonde vamos a ir a parar con este tiempo tan raro que hace.
– ¿Qué día de julio? -A Monk se le había quedado el cuerpo helado, estaba tranquilo pero como idiotizado.
– ¡Venga, vamos! -lo apremió el cochero como quien se dirige a un borracho o a un animal tozudo-. ¿Quiere salir de la lluvia de una vez? Está lloviendo que es un contento. Se está buscando la muerte aquí parado en la calle.
– ¿Qué día?
– El cuatro, me parece. ¿Por qué me lo pregunta? No tenga miedo que nosotros no tendremos ningún accidente, se lo prometo. Lo trataré como a mi madre. ¡Venga, decídase ya, señor!
– ¿Conocía al cochero?
– Sí, señor, un buen amigo mío. ¿Y usted? Se lo pregunto porque usted vive en esa zona, ¿verdad? Él solía trabajar por aquí y aquí fue donde recogió el último pasaje, precisamente en esa misma calle según los papeles. Yo lo vi aquella noche. Pero ¿qué hace, sube o no sube? No me voy a pasar la noche entera aquí parado. Cuando salga a divertirse, tiene que hacerse acompañar y así andará más seguro.
En aquella misma calle. El cochero lo había recogido en aquella calle. Sí, a él, a Monk, en esta calle que estaba a menos de cien metros de Mecklenburg Square. Y el accidente había sucedido la noche en que Grey fue asesinado. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué estaba allí?
– ¿Se encuentra mal, señor? -La voz del cochero había cambiado de pronto, mostraba una sincera preocupación-. ¡Vamos! ¿No llevará una copita de más? -Bajó del pescante y le abrió la puerta del coche.
– No, no, me encuentro perfectamente -contestó Monk metiéndose obediente en el coche mientras el cochero iba diciendo por lo bajo que algunas familias harían bien preocupándose un poco más de ciertos caballeretes, y después volvía a subir al pescante y azuzaba al caballo golpeándole el lomo con las riendas.
Así que llegó a Grafton Street, Monk pagó al cochero y se metió rápidamente en su casa.
– ¡Señora Worley! Silencio.
– ¡Señora Worley! -volvió a gritar con voz áspera y perentoria.
La mujer salió secándose las manos en el delantal.
– ¡Dios santo! ¡Cómo se ha puesto! Voy a prepararle algo caliente. Pero antes váyase a cambiar de ropa, está calado hasta los huesos. ¿Cómo se le ha ocurrido salir?
– Señora Worley.
El tono de voz de Monk la hizo callar.
– ¿Qué pasa, señor Monk? ¡Hombre de Dios, si está hecho una lástima!
– Yo… -las palabras eran lentas, distantes- he echado en falta un bastón en mi cuarto, señora Worley. ¿Lo ha visto?
– No, señor Monk. Pero ¿qué habla usted de bastones en una noche como ésta? Vaya si lo entiendo. Lo que usted necesita es un paraguas.
– ¿Lo ha visto?
La mujer se quedó delante de él y lo miró de frente con aire maternal.
– No, desde el accidente no lo he vuelto a ver. ¿Se refiere a aquel bastón marrón oscuro con una cadenita de oro en el pomo que se compró el día antes? Un bastón muy bonito, aunque la verdad no sé para qué lo quería. ¿No lo habrá perdido? Tuvo que ser en el accidente. Me acuerdo como si fuese ahora que se lo vi el día del accidente. ¡Y muy bien que le quedaba! ¡Estaba usted elegante de verdad!
Monk oyó un bramido en lo más profundo de los oídos, un bramido inmenso e indefinido. En medio de aquella oscuridad que era su memoria por un momento brilló un haz de luz que fue como una fulgurante puñalada, dolorosa y punzante. Era él quien había estado en la habitación de Grey la noche en que fue asesinado, el bastón del paragüero era el suyo. Él era el hombre de ojos grises que Grimwade había visto salir de la casa a las diez y media. Seguramente había subido mientras Grimwade acompañaba a Bartholomew Stubbs a la puerta de Yeats.
Sólo había una conclusión posible, odiosa y absurda, pero la única. Sólo Dios sabía por qué razón, pero la persona que había matado a Joscelin Grey era él.
11
Monk estaba sentado en la butaca de su habitación y tenía la vista fija en el techo. Ya no llovía, y ahora el aire era bochornoso y húmedo, a pesar de lo cual Monk sentía un frío que le llegaba a los huesos.
¿Porqué?
¿Por qué? Era algo tan disparatado e inconcebible como una pesadilla e igual de confuso y obsesivo.
Había estado en el piso de Grey aquella noche, y allí había sucedido algo de lo que había huido tan precipitadamente que hasta se había dejado olvidado el bastón en el paragüero de la casa. El cochero lo había recogido en Doughty Street y después, a unas pocas millas de distancia, había sufrido el accidente que se había cobrado la vida del cochero, y su memoria.
Pero ¿por qué había tenido que matar a Grey? ¿De qué lo conocía? Sabía que no podía haberlo conocido en casa de los Latterly porque Imogen se lo había dicho claramente. No podía imaginar en qué circunstancia o acto social podían haberse encontrado. De haber estado involucrado en algún caso, Runcorn lo habría sabido y sus propias notas acerca del caso lo habrían reflejado.
¿Qué había de deducir entonces? ¿Por qué lo había matado? No hay nadie que siga a un desconocido hasta su casa y allí le dé de bastonazos hasta matarlo, sin que exista una razón. A menos que uno esté loco, naturalmente.
¿Sería esto? ¿Estaba loco? ¿Que su cerebro estuviera enfermo ya antes de que ocurriera el accidente? ¿Lo habría olvidado sencillamente porque entonces, al cometer aquella monstruosidad, era una persona distinta de la que era ahora, y no sabía, por tanto, absolutamente nada de ello, hasta el punto de que ignoraba la naturaleza de sus inclinaciones y compulsiones, e incluso su existencia? Allí dentro había experimentado un sentimiento innegable, anonadador y pasmoso: la pasión del odio. ¿Cómo era posible? Tenía que pensar. La única manera posible de resolver aquel enigma era pensar, buscarle un sentido a todo aquello, dar con el camino de regreso a la razón y al mundo de lo comprensible, volviendo sobre sus pasos y repasando todos los detalles uno a uno… pero aún así, no podía creerlo. ¿O es que no hay hombre inteligente y ambicioso que crea verdaderamente que está loco? También a esta idea estuvo dando vueltas.