– ¿Está usted seguro, señor Monk? -La sorpresa elevó el tono de voz de Evan.
¡Dios mío! ¿Seguro que Evan no sabía la verdad? No era posible, demasiado pronto… Monk se notó todo el cuerpo sudoroso e inmediatamente después sintió frío, y se puso a temblar.
– ¿No es eso lo que opina el señor Runcorn? -preguntó con la voz ronca por el esfuerzo que le imponía la necesidad de obrar con naturalidad.
¡Qué aislamiento el suyo! Estaba excluido de todo contacto humano debido a aquella terrible verdad que sabía.
– Sí, señor. -Sabía que Evan tenía clavados en él sus ojos, que lo observaba con ansiedad pero desorientado-. Así es, pero puede equivocarse. Lo que él quiere es que usted detenga a lord Shelburne…
Aquél era un supuesto que con anterioridad Evan no se habría atrevido a transformar en palabras. Era la primera vez que reconocía haber notado aquella envidia que reconcomía a Runcorn, que manifestaba haberlo calado. Monk estaba tan sorprendido que no se atrevía a levantar los ojos y, cuando lo hizo, lo lamentó al momento. Los ojos de Evan estaban cargados de ansiedad y lo observaban de manera aterradoramente directa.
– Pues no lo conseguirá… a no ser que tenga pruebas -dijo Monk lentamente-. Vaya, pues, a Shelburne Hall y vea qué averigua, pero ándese con mucho cuidado y procure escuchar más que hablar. Y por encima de todo, evite las insinuaciones.
Evan titubeó. Monk no dijo nada más. No estaba para conversaciones.
Un momento después Evan salía de su despacho, Monk se sentaba y cerraba los ojos para evadirse de la habitación. Sería todavía más difícil de lo que había supuesto la noche anterior. Evan había creído en él, le tenía simpatía. La decepción a menudo se transformaba en piedad y ésta en odio.
¿Y Beth? Dado que Northumberland quedaba tan lejos, quizá no llegaría a enterarse. Tal vez encontraría a alguien que se encargase de escribir a su hermana y decirle simplemente que él había muerto. Nadie querría hacerle aquel favor a él pero, si explicaba el caso a alguien, si le hablaba de los hijos de Beth, no lo harían por él, sino por ella.
– ¿Duerme usted, Monk? ¿O puedo abrigar la esperanza de que esté pensando? -Era la voz de Runcorn y estaba preñada de sarcasmo.
Monk abrió los ojos. Su carrera había terminado, no tenía futuro. Con todo, una de las pocas satisfacciones que le proporcionaba aquel hecho era que ya no debía temer a Runcorn. Nada de lo que pudiera hacerle Runcorn importaba lo más mínimo habida cuenta lo que ya se había hecho él a sí mismo.
– Estaba pensando -replicó Monk fríamente-. Me resulta más fácil pensar antes de ver a un testigo que cuando estoy con él. Entonces suelo quedarme callado como un pasmarote o cometo la torpeza de decir algo que no hace al caso, sólo para llenar un silencio de la conversación.
– ¿Otra vez el arte de saber estar? -exclamó Runcorn enarcando las cejas-. Creía que ya no le quedaba tiempo para este tipo de cosas.
Estaba delante de Monk, balanceándose ligeramente, y tenía las manos cruzadas detrás de la espalda. De pronto las desplazó hacia delante y, en actitud beligerante, tendió a Monk un fajo de periódicos del día.
– ¿Ha leído los periódicos esta mañana? Ha habido un asesinato en Stepney, han apuñalado a un hombre en plena calle, y dicen que ya es hora de que hagamos nuestro trabajo o de que dejemos el puesto a otros más competentes.
– ¿Por qué dan por sentado que en Londres sólo hay una persona capaz de apuñalar a un hombre? -preguntó Monk con amargura.
– Porque están furiosos y asustados -le echó en cara Runcorn- y se sienten abandonados por aquellos en quienes habían depositado su confianza y de quienes esperaban protección. Nada más que por esto. -Dejó caer ruidosamente el montón de periódicos sobre la mesa de Monk-. Les importa un bledo que usted hable como un señor o que se conozca al dedillo los cubiertos que hay que utilizar para comer lo que sea, señor Monk, lo que sí les importa y mucho es si sabe cumplir con su trabajo y atrapar asesinos y dejar las calles limpias de esta gentuza.
– ¿Cree que puede haber sido lord Shelburne el que apuñaló a este hombre de Stepney? -Monk miró a Runcorn directamente a los ojos.
Disfrutaba al sentirse libre de trabas para odiar a alguien, y de poder mentirle sin sentirse culpable.
– Por supuesto que no -la indignación enronqueció la voz de Runcorn-, pero creo que han pasado para usted los tiempos en que andaba presumiendo por ahí dándose humos como si fuera alguien y que debería tener valor suficiente para olvidarse de escalar puestos y decidirse de una vez a detener a Shelburne.
– ¿Ah, sí? Pues no pienso hacerlo, porque no estoy seguro de que sea culpable. -Monk le respondió con una mirada directa que rezumaba antipatía-. Si está tan seguro, ¿por qué no lo detiene usted?
– ¡Me acordaré de su insolencia! -le gritó Runcorn, inclinándose hacia él con los puños tan apretados que los nudillos le quedaron blancos-. Y mientras esté en esta comisaría, haré cuanto esté en mi mano para que no llegue nunca al nivel superior. ¿Me ha oído?
– Naturalmente que lo he oído -Monk conservó deliberadamente la calma-, aunque no hacía falta que me lo dijese porque ya lo había dejado muy claro con su forma de proceder. ¿O lo ha dicho para que se entere el resto del personal? Desde luego que deben haberle oído gritármelo. En cuanto a mí, hace tiempo que conocía sus intenciones. Y ahora, si no tiene nada que añadir… -Se levantó y pasó por su lado para dirigirse a la puerta-. Tengo que interrogar a otros testigos.
– Le doy de tiempo hasta que acabe esta semana -bramó Runcorn detrás de él con la cara roja como un tomate, pero Monk ya había salido y estaba recogiendo el sombrero y el abrigo al pie de la escalera.
La única ventaja que tiene el desastre total es que se traga las contrariedades de poca monta.
Tan pronto como hubo llegado a casa de los Latterly y la camarera lo hizo pasar, decidió que haría lo único que podía conducirlo a la verdad. Runcorn le había concedido una semana y a buen seguro que Evan estaría de vuelta mucho antes. Tenía poquísimo tiempo. Dijo que quería ver a Imogen a solas. La camarera vaciló, pero lógicamente Charles no estaba en casa a aquella hora de la mañana; no siendo más que una criada, tampoco disponía de autoridad suficiente para negarse.
Monk comenzó a pasear nerviosamente de un lado a otro mientras iba contando los segundos hasta que oyó fuera unos pasos ligeros y decididos y se abrió la puerta. Monk giró en redondo sobre sus talones, para encontrarse con que quien había entrado era Hester, y no Imogen Latterly.
Su primera reacción fue de contrariedad, a la que siguió algo muy parecido a una sensación de alivio. De momento, la ocasión quedaba aplazada. Hester se hallaba ausente cuando ocurrieron los hechos y, a menos que Imogen se hubiera sincerado con ella, no podía serle de ninguna ayuda. Tendría, pues, que volver. Quería saber la verdad, aunque le aterraba conocerla.
– Buenos días, señor Monk -dijo Hester llena de curiosidad-. ¿Qué podemos hacer por usted esta vez?
– No creo que pueda serme usted de ayuda -replicó él. Aquella muchacha no le gustaba, pero habría sido una estupidez mostrarse grosero con ella-. Es con la señora Latterly con quien deseo hablar, ya que ella estaba en Londres cuando el comandante Grey murió. Si mal no recuerdo, entonces estaba usted en el extranjero.
– Así es, en efecto, pero lamento decirle que Imogen estará todo el día fuera y que no la espero hasta última hora de la tarde.
Hester lo miró con el ceño ligeramente fruncido y él percibió con desagrado su aguda percepción y la atención con que lo observaba. Imogen era más amable, infinitamente menos directa que Hester, pero adivinaba en Hester una inteligencia que posiblemente podría satisfacer mejor su actual necesidad.