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– Veo que algo de sustancial importancia le preocupa -dijo ella con gravedad-. Tenga la bondad de sentarse y, en caso de que se trate de algo relacionado con Imogen, le quedaría muy reconocida si me dice de qué se trata, pues tal vez pueda yo contribuir a que el problema se resuelva con el mínimo perjuicio para ella. Ya ha sufrido bastante, igual que mi hermano. ¿Qué ha descubierto, señor Monk?

Monk la miró impasible, explorando sus grandes ojos diáfanos. Tenía que ser por fuerza una mujer fuera de lo común y con un valor inmenso para haber desafiado a su familia y viajado prácticamente sola hasta uno de los campos de batalla más sangrientos del mundo, poniendo en riesgo su vida y su salud para cuidar a los heridos. Debían de quedarle muy pocas ilusiones, lo cual, en las actuales circunstancias, reconfortaba extraordinariamente a Monk. Sus distintas experiencias de la vida abrían un abismo entre él e Imogen: horror, violencia, odio y dolor, cosas que escapaban a su imaginación y que de ahora en adelante serían como la sombra de Monk, como su misma piel. Hester debía de haber visto hombres debatirse entre la vida y la muerte, esa desnudez del alma que aparece cuando el miedo se lo lleva todo por delante y la sinceridad desata la lengua porque fingir entonces es una pretensión inútil.

Tal vez fuera mejor hablar con Hester.

– Tengo un problema muy grande, señorita Latterly -comenzó Monk notando al momento que hablar con ella era más fácil de lo que había supuesto al principio-. Hasta ahora no le he dicho a usted ni a nadie toda la verdad sobre mis investigaciones en torno a la muerte del comandante Grey.

Hester lo escuchó sin interrumpirlo. Aunque a Monk le resultara sorprendente, aquella joven sabía cuándo había que guardar silencio.

– No he mentido -prosiguió Monk-, pero he callado uno de los hechos más importantes.

Hester estaba muy pálida.

– ¿Tiene que ver con Imogen?

– ¡No! No se trata de nada sobre ella, de ella sólo sé lo que ella me haya podido contar, es decir, que conocía a Joscelin Grey y le tenía una gran simpatía y que él había estado en esta casa en calidad de amigo del hermano de usted, George. Lo que me he callado me atañe a mí.

Monk vio pasar por el rostro de Hester una sombra de preocupación, pero no sabía cuál podía ser el motivo. ¿Sería por su instrucción como enfermera, o algún temor relativo a Imogen, algo que quizás ella sabía y él no? Pero ahora tampoco lo interrumpió.

– El accidente que sufrí antes de hacerme cargo del caso de Joscelin Grey comportó una grave complicación de la que no he hablado con nadie. -Por un momento pensó con rabia que ella pudiera suponer que trataba de ganarse su simpatía y Monk notó que la sangre se le subía a las mejillas-. Perdí la memoria. ¡Totalmente! Cuando recobré el sentido en el hospital donde me internaron ni siquiera sabía cómo me llamaba. – ¡Qué lejana le parecía ahora aquella pesadilla!-. Cuando estuve lo bastante recuperado para volver a mi casa, mis habitaciones me resultaron un lugar desconocido, como si perteneciesen a alguien a quien yo no hubiese visto en mi vida. No conocía a nadie, no sabía siquiera qué edad, ni qué aspecto tenía. Ni siquiera cuando me miré en el espejo pude reconocerme. -Vio piedad en el rostro de Hester, pura y simple lástima, sin atisbo de condescenciencia ni de indeferencia. Todo era mucho más grato de lo que había esperado.

– Cuánto lo siento… -murmuró Hester con voz serena-. Ahora comprendo por qué parecían tan extrañas algunas de las preguntas que usted hacía. Habrá tenido que enterarse de todo a partir de cero.

– Mire, señorita Latterly… me parece que su cuñada vino a verme antes del accidente para preguntarme o confiarme algo. Podría tener que ver con Joscelin Grey… pero yo no me acuerdo de nada. Si ella pudiera decirme todo lo que sepa acerca de mí, quizás algo que yo le dije…

– ¿De qué manera podría serle de ayuda en el caso de Joscelin Grey? -De pronto bajó los ojos y se miró la mano, que descansaba en su regazo-. ¿Cree que Imogen puede tener algo que ver con su muerte?-Levantó vivamente la cabeza y lo miró con ojos cándidos pero llenos de temor-. ¿Cree que Charles podría haberlo matado, señor Monk?

– No… no, de esto estoy completamente seguro.-Tenía que mentir puesto que decir la verdad era imposible si quería contar con su ayuda-. Encontré algunos apuntes míos de antes del accidente y que indican que yo entonces sabía algo importante, pero no consigo recordarlo. Se lo pido por favor, señorita Latterly… dígale que me ayude.

Hester parecía desolada, como si también ella temiese lo que pudiera resultar.

– Por supuesto que lo haré, señor Monk. En cuanto vuelva le explicaré lo que hace al caso y tan pronto como tenga algo que comunicarle iré a verle y se lo haré saber. ¿En qué lugar discreto podríamos encontrarnos para hablar?

Estaba en lo cierto: Hester tenía miedo. No quería que su familia pudiera espiar su conversación… tal vez en especial temiera a Charles. La miró con una sonrisa amarga en los labios, y ella le devolvió la misma amarga sonrisa. Entre los dos se había fraguado una conspiración absurda: ella para proteger a su familia hasta el límite de lo posible, él para descubrir su verdad antes de que Evan o Runcorn se lo hicieran imposible. Tenía qué descubrir por qué había matado a Joscelin Grey.

– Mándeme aviso y nos encontraremos en Hyde Park, en el extremo de Piccadilly en Serpentine. A nadie le llamará la atención ver a dos personas paseando por esa zona.

– Muy bien, señor Monk. Haré lo que pueda.

– Gracias.

Monk se levantó y se despidió mientras ella se quedaba observando su figura, algo envarada y tan peculiar, bajar la escalera y salir a la calle. Habría podido reconocerlo en cualquier parte sólo por su manera de andar. Tenía una agilidad de movimientos no muy diferente de la que es propia de los soldados acostumbrados a la autodisciplina que imponen las largas marchas, pese a que en su porte no había nada de militar.

Así que lo hubo perdido de vista, se sentó. Tenía frío y sentía una cierta desazón, sabiendo que le era imposible no hacer lo que Monk le había pedido y exactamente tal como se lo había pedido. Mejor que ella fuera la primera en saber la verdad que tener que esperar a que la descubrieran otros.

Pasó una tarde de soledad y tristeza y cenó sola en su habitación. Hasta que supiera la verdad a través de Imogen, no podía correr el riesgo de permanecer mucho tiempo con Charles, sentada a la mesa con él, por ejemplo. Tenía miedo de que sus pensamientos la traicionasen y acabasen hiriéndolos a ambos. Cuando era niña se tenía por muy sutil y capaz de todo tipo de disimulos. Tendría unos veinte años cuando se refirió a ello con toda seriedad en el curso de una comida. Era la única ocasión en que recordaba haber visto a toda su familia al completo prorrumpir en sonoras carcajadas. El primero en reír había sido George, con el rostro contraído por las muecas de una incontenible hilaridad y manifestando lo que pensaba a grito pelado. ¡Vaya idea peregrina la suya! ¡Pero si era la persona más transparente del mundo en todo lo que fueran emociones! Cuando estaba contenta arrastraba a toda la casa en un remolino de alegría; cuando se sentía desgraciada, caía sobre toda la familia un velo de fúnebre tristeza.

Habría sido inútil, y doloroso además, tratar de engañar a Charles.

Hasta el día siguiente por la tarde no tuvo la oportunidad de hablar a solas un buen rato con Imogen. Imogen había estado fuera de casa toda la mañana y había entrado como una tromba, con la falda ondeando con su agitación; tras dejar en el banco al pie de la escalera una cesta llena de ropa, se quitó apresuradamente el sombrero.

– De veras que no sé en qué piensa la esposa del vicario -dijo enfadada-. Juraría a veces que esta mujer se figura que todos los males del mundo pueden curarse con una homilía sobre el buen comportamiento bordada a mano, con unas cuantas prendas de ropa interior limpia y con una jarra de caldo casero. Y la señorita Wentworth es la persona menos capacitada que hay sobre la tierra para ayudar a una madre con una recua de hijos sin nadie que le eche una mano.