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– ¿Te refieres a la señora Addison? -preguntó Hester inmediatamente.

– ¡Pobre mujer, está que no sabe cómo salir adelante! -explicó Imogen-. Siete hijos y ella más delgada que un palillo. No me extraña que esté agotada. Come menos que un pajarillo… tiene que dar toda la comida que tiene en casa a aquellas bocas famélicas que no se cansan nunca de pedir. ¿Quieres decirme en qué puede ayudarles la señorita Wentworth? Si le dan soponcios a cada momento… Me paso la mitad del tiempo levantándola del suelo.

– También a mí me darían soponcios si llevara un corsé de ballenas tan prieto como ella -dijo Hester con ironía-. Su doncella debe de tener que atárselo apuntalándose con un pie en la cama. ¡Pobre infeliz! Encuentro lógico que su madre quiera sacársela de encima y casarla con Sydney Abernathy. No sólo es un hombre que tiene mucho dinero sino también debilidad por los espectros. Así se siente más amo y señor.

– Miraré si encuentro alguna homilía sobre la vanidad adecuada para ella. -Imogen ignoró la cesta y entró en el saloncito, donde se dejó caer en una de las enormes butacas-. Tengo calor y estoy cansada. ¿Puedes decirle a Martha que me traiga una limonada? ¿Llegas a la cuerda?

Era una pregunta ociosa, ya que Hester estaba de pie. Con aire ausente tiró de la cuerda.

– No se trata de vanidad -dijo refiriéndose todavía a la señorita Wentworth-, sino de supervivencia. ¿Qué quieres que haga, la pobre, si no se casa? Tanto su madre como sus hermanas la han convencido de que la única alternativa es la vergüenza, la pobreza y una vejez solitaria y lastimosa.

– Esto me recuerda una cosa -dijo Imogen sacándose las botas pisando los talones de una y otra-. ¿Has sabido algo del hospital de lady Callandra? Me refiero al que quieres administrar.

– No pico tan alto, a lo único que aspiro es a ayudar -la corrigió Hester.

– ¡No me vengas con bobadas! -dijo Imogen extendiendo los pies y arrellanándose un poco más en la butaca-. Lo que tú quieres es mandar a todo el personal. -Entró la doncella y se quedó esperando respetuosamente.

»Una limonada, por favor, Martha -le pidió Imogen-. Estoy muerta de calor. El tiempo está loco. Un día llueve que parece que haya que preparar el arca porque viene el diluvio y al día siguiente hace un calor que no se puede ni respirar.

– Sí, señora. ¿Quiere que le prepare unos bocadillos de pepino?

– ¡Oh, sí, me encantaría! Gracias.

– Sí, señora.

La doncella salió con mucho revuelo de faldas.

Hester llenó con una conversación trivial los escasos minutos en los que la criada estuvo ausente. Siempre le había sido fácil hablar con Imogen y la amistad que había entre las dos era más parecida a la que se da entre hermanas que a la de dos mujeres que sólo están emparentadas por el matrimonio de una y cuyos estilos de vida son completamente diferentes. En cuanto Martha hubo traído los bocadillos y la limonada y se quedaron a solas, Hester se centró en el asunto que tanto la apremiaba.

– Imogen, ayer vino otra vez aquel policía, Monk…

La mano de Imogen, que iba a coger el bocadillo, se quedó en el aire, pero la miró con curiosidad y con aire ligeramente divertido. Ni sombra de prevención. Pero Imogen, a diferencia de Hester, sabía ocultar perfectamente sus sentimientos si se lo proponía.

– ¿Monk? ¿Y qué quería esta vez?

– ¿Por qué sonríes?

– Te sonrío a ti, cariño. Sé cuánto este hombre te saca de quicio y, por otra parte, sé que te gusta un poco. De hecho, no sois tan diferentes en algunos aspectos: intolerancia frente a la estupidez, ira ante la injusticia y los dos perfectamente preparados para ser todo lo antipáticos que imaginarse pueda.

– No nos parecemos en nada -dijo Hester con impaciencia- y no veo que sea asunto para risas.

Hester sintió un molesto calor que le arrebolaba las mejillas. Aunque sólo fuera para variar, le habría gustado tomarse con mayor naturalidad de vez en cuando los asuntos de la feminidad que a Imogen se le daban de forma tan natural como respirar. No despertaba en los hombres aquella urgencia por protegerla que despertaba Imogen. Daban por sentado que era perfectamente capaz de cuidarse sola, un cumplido, éste, del que ya empezaba a cansarse.

Imogen dio cuenta del bocadillo, una cosa minúscula que no excedía los cinco centímetros cuadrados.

– Bueno, ¿me vas a decir a qué vino o no?

– Claro que te lo voy a decir. -Hester también cogió un bocadillo y se lo comió, era muy delicado y el pepino estaba crujiente y fresco-. Hace unas semanas Monk tuvo un accidente muy serio, más o menos en la época en que mataron a Joscelin Grey.

– ¡Cuánto lo siento! ¿Está enfermo? Parecía encontrarse muy bien la última vez.

– Supongo que está físicamente recuperado -le respondió Hester y, al ver la repentina gravedad y preocupación que se reflejaban en la cara de Imogen, también ella se sintió conmovida-, pero sufrió un golpe muy fuerte en la cabeza y no recuerda nada anterior al momento en que recobró el sentido en un hospital de Londres.

– ¿Nada? -En el rostro de Imogen brilló una chispa de asombro-. ¿Quieres decir que no me recuerda… quiero decir, que no nos recuerda?

– No se acordaba ni siquiera de sí mismo -dijo Hester muy seria-. No sabía su nombre ni cuál era su profesión, y no reconoció su cara cuando la vio en el espejo.

– ¡Qué cosa tan extraña… y tan terrible! No siempre me siento demasiado satisfecha de mi persona… pero, ¡pensar que podría olvidarme de quién soy! No puedo imaginar que uno se quede sin su pasado: que todo lo que ha hecho y las razones que puede tener para amar u odiar hayan caído en el olvido.

– ¿Por qué fuiste a verlo, Imogen?

– ¿Cómo? No sé a qué te refieres.

– Sabes muy bien a qué me refiero. Aquella vez que encontramos a Monk en la iglesia de St. Marylebone te acercaste a hablar con él. Tú lo conocías. Yo entonces supuse que también él te conocía a ti, pero no era así. Él no se acordaba de nadie.

Imogen apartó la vista y, con grandes miramientos, tomó otro bocadillo.

– Supongo que de esto Charles no sabe nada -prosiguió Hester.

– ¿Me estás amenazando? -preguntó Imogen, mirándola abiertamente con sus enormes ojos.

– No, naturalmente que no. -Hester se sentía contrariada por su propia torpeza y también con Imogen por semejante ocurrencia-. No sabía que pudieran existir motivos para amenazarte. Precisamente quería decirte que, a no ser que sea inevitable, no pienso decirle nada. ¿Tiene que ver con Joscelin Grey?

A Imogen se le atragantó el bocadillo y tuvo que echar el cuerpo hacia delante para no ahogarse.

– No -dijo cuando recuperó el aliento-, no tiene nada que ver con él. Ahora, viéndolo en perspectiva me doy cuenta de que quizá fuera una tontería, pero en aquel momento esperaba sinceramente…

– ¿Qué esperabas? ¡Por clamor de Dios! ¿Quieres explicarte de una vez?

Muy lentamente, con grandes dosis de ayuda, represión y consuelo por parte de Hester, Imogen le contó con todo detalle exactamente qué había hecho, qué le había dicho a Monk y por qué.

Cuatro horas más tarde, bajo el oro de un sol de última hora de la tarde, Hester estaba en el parque junto a la Serpentina, observando los círculos concéntricos que se formaban en el agua. Junto a ella pasó un niño con su batita azul llevando un barco de juguete bajo el brazo y dándole la mano a la niñera. Ésta llevaba un sencillo uniforme de algodón, un gorrito de encaje almidonado en la cabeza y caminaba erguida como los soldados en los desfiles. El músico de una banda, que estaba de descanso, la miró con admiración.

Al otro lado de la hierba y del arbolado, pasaron a caballo por Rotten Row dos damas distinguidas; sus monturas relucían, los arneses tintineaban y los cascos de los caballos se hincaban en la tierra con un ruido sordo. A lo largo de Knightsbridge y en dirección a Piccadilly matraqueaban carruajes que parecían moverse en otro mundo, eran como juguetes que se desplazasen a distancia.