El hombre se deshizo en sonrisas.
– Gracias.
Monk salió por la mañana temprano y a las nueve estaba en Limehouse. De haber sido preciso, habría ido antes. Desde las seis de la mañana, hora a la que se había despertado, había dedicado prácticamente todo el tiempo a pensar en lo que le diría a Marner.
Limehouse quedaba muy lejos de Grafton Street, por lo que tomó un coche y emprendió el camino hacia el este a través de Clerkenwell, Whitechapel y los atestados y poco transitables muelles. Era una mañana tranquila y el sol brillaba en el río, arrancando blancos fulgores al agua entre las negras gabarras que remontaban la corriente desde el Pool de Londres. Al otro lado estaba Bermondsey – la Venecia de los sumideros- y Rotherhithe y, más adelante aún, los muelles de Surrey y, a todo lo largo del deslumbrante tramo recto del río, Isle of Dogs y, en la zona más distante, Deptford y, finalmente, el bellísimo Greenwich, con su verde parque y sus árboles y la exquisita arquitectura de la escuela naval.
Pero lo que él buscaba estaba en las sórdidas calles de Limehouse, con sus mendigos, usureros y ladrones de toda especie… y con su Zebedee Marner.
Gun Lañe era un desvío que arrancaba de West India Dock Road. No le costó localizar el número trece. En la acera se cruzó con un vagabundo de muy mala catadura y con otro que haraganeaba en la puerta, pero ninguno de los dos lo molestó, quizá por considerar improbable que diera limosna a un mendigo o porque juzgaran que caminaba con demasiada decisión para arriesgarse a robarle. Había otras presas más fáciles. Él sentía por ellos comprensión, pero también desprecio.
La suerte estaba de su parte porque encontró a Zebedee Marner y, tras un discreto tanteo, el empleado le indicó el camino para subir al despacho del piso de arriba.
– Buenos días, señor… Monk. -Marner estaba sentado detrás de una imponente mesa, el cabello blanco y ensortijado le caía sobre las orejas y sus blancas manos descansaban en el cuero que recubría la mesa-. ¿En qué puedo servirle?
– Quienes me han dirigido a usted me lo han destacado como entendido en variados negocios, señor Marner -comenzó Monk con voz suave, procurando reprimir el odio que podía traslucir su voz- y con un gran conocimiento de todo tipo de cosas.
– Así es, señor Monk, así es. ¿Desearía invertir su dinero?
– ¿Qué me puede ofrecer?
– Todo tipo de cosas. ¿De qué cantidad se trata? -Marner lo observaba con atención, aunque disimulada con una cordialidad campechana.
– Me interesa más la segundad que el beneficio rápido -respondió Monk, eludiendo la pregunta-. No me gustaría perder lo que tengo.
– Naturalmente, a nadie le interesa. -Marner extendió las manos y se encogió de hombros en un gesto muy expresivo, pese a que tenía los ojos clavados en él, sin pestañear, como una serpiente-. Usted quiere invertir dinero en un negocio seguro, ¿no es cierto?
– ¡Eso mismo! -admitió Monk-. El caso es que conozco a varios caballeros que también están interesados en hacer inversiones, por lo que quisiera tener la seguridad de que, en caso de recomendarles algo, lo puedo hacer con absoluta garantía.
En los ojos de Marner brilló una chispa y seguidamente bajó los párpados, como para ocultar sus pensamientos.
– Excelente -dijo con voz tranquila-, lo entiendo perfectamente, señor Monk. ¿Ha considerado usted la posibilidad de invertir en importación y exportación? Un negocio muy próspero, no falla nunca.
– Eso me han dicho -asintió Monk-, pero ¿es seguro?
– A veces sí, a veces no. Se requiere la práctica de personas como yo mismo, para saber distinguir. -Volvió a abrir mucho los ojos y enlazó las manos sobre la barriga-. Por esto usted ha venido aquí en lugar de hacer la inversión directamente.
– ¿Qué me dice del tabaco?
El rostro de Marner no se alteró lo más mínimo.
– Un artículo excelente -dijo asintiendo con un gesto-, realmente excelente. No hay quien renuncie a ese placer por muchos vuelcos que sufra su economía. Mientras haya hombres, habrá un mercado de tabaco y, a menos que cambie nuestro clima hasta un punto difícil de imaginar -se sonrió y balanceó el cuerpo como cediendo a la hilaridad que le provocaba la ocurrencia-, veo difícil que podamos cultivarlo, o sea que siempre tendremos que importarlo. ¿Ha pensado en alguna empresa en concreto?
– ¿Conoce a fondo el mercado? -le preguntó Monk, haciendo grandes esfuerzos para reprimir la repugnancia que le producía aquel hombre, sentado delante de él en su bien amueblado despacho como una araña blanca y gorda, perfectamente camuflado en su telaraña gris tejida con mentiras y apariencias. Sólo pobres moscas como Latterly, y tal vez como Joscelin Grey, caían en ella.
– Naturalmente que lo conozco -replicó Marner con aire de satisfacción.
– ¿Ha efectuado usted operaciones en este mercado?
– ¡Sí, claro! Con frecuencia, se lo aseguro, señor Monk. Sé muy bien lo que me llevo entre manos.
– ¿No irán a cogerlo desprevenido y verse abocado a la quiebra?
– ¡Imposible! -Marner lo miró como si Monk acabase de dejar un objeto asqueroso sobre la mesa.
– ¿Está seguro? -lo presionó Monk.
– ¡Más que seguro, mi querido señor! -Ahora estaba a las claras, ofendido-. ¡Absolutamente convencido!
– Muy bien -dijo Monk dejando finalmente que el veneno inundara su voz-, eso esperaba. Entonces yo también estoy convencido de que podrá decirme cómo ocurrió el desastre que dejó arruinado al comandante Joscelin Grey cuando hizo una inversión en este mismo producto. Usted estaba relacionado con él, ¿verdad?
Marner se quedó pálido y durante unos momentos pareció tan confundido que fue incapaz de pronunciar palabra.
– Pues… pues… le aseguro que no debe tener ninguna inquietud al respecto, ya que esto no volverá a ocurrir -dijo evitando mirar a Monk directamente a los ojos para enmascarar su engaño.
– Me parece bien -le respondió Monk fríamente-, aunque en estos momentos no me sirva de mucho. De momento ya ha costado dos vidas. ¿Perdió usted también el dinero que invirtió, señor Marner?
– ¿Mi dinero? -Marner lo miró con cara de susto.
– Sí, tengo entendido que el comandante Grey perdió una suma considerable.
– ¡Oh no, no lo han informado bien! -Marner negó enérgicamente con la cabeza y, al hacerlo, se le alborotaron los cabellos sobre las orejas-. No se puede decir que la empresa entrara en quiebra. ¡De esto ni hablar! Lo que pasa es que hubo un traspaso, otra empresa la absorbió. Bueno, si usted no es un hombre de negocios, no puede entender este tipo de cosas. En la actualidad el mundo de los negocios se está haciendo extremadamente complicado, señor Monk.
– Sí, eso parece. ¿Y dice usted que el comandante Grey no perdió mucho dinero? ¿Puede demostrarlo de alguna manera?
– Naturalmente que sí -los ojos de Marner volvieron a ocultarse tras sus espesos párpados-, pero los negocios del comandante Grey son sólo suyos y yo no los discutiré con usted, de la misma manera que tampoco se me ocurriría hablar con él de los negocios de usted. Es la discreción, precisamente, la condición esencial en todo tipo de negocios. -Sonrió, satisfecho de sus palabras y, por lo menos en parte, recobró su compostura.
– Naturalmente -afirmó Monk-, pero yo soy policía y se da el caso de que estoy investigando el asesinato del comandante Grey, razón por la cual no entro en la categoría de los meros curiosos. -Bajó la voz, que adquirió un tono amenazador, y vio que el rostro de Marner se tensaba-. Por consiguiente, como persona observadora de la ley que es usted -prosiguió-, estoy seguro de que me prestará toda la ayuda que pueda. Querría consultar sus expedientes del asunto y saber cuánto dinero exactamente perdió el comandante Grey, señor Marner, hasta el último céntimo, ¿me ha entendido?
Marner levantó la barbilla con viveza y su mirada no sólo se hizo agresiva sino hasta ofensiva.