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– ¿Policía? Usted me ha dicho hace un momento que quería hacer una inversión.

– No, yo esto no se lo he dicho, lo ha supuesto usted. ¿Cuánto dinero perdió el señor Joscelin Grey? ¿Quiere decírmelo, señor Marner?

– A decir verdad, señor Monk, él… él no perdió nada.

– Pero la empresa se disolvió.

– Sí… sí, eso es verdad, fue un desafortunado percance. Pero el comandante Grey pudo retirar en el último momento el dinero que había invertido, justo antes de que se produjera la… la absorción.

Monk se acordó entonces del policía que le había facilitado la dirección de Marner. Si hacía tantos años que lo perseguía, no quería privarlo de la satisfacción de cazarlo.

– ¡Oh! -Monk se retrepó en el asiento, cambió de postura e incluso sonrió-. O sea que al comandante Grey la pérdida no lo afectó para nada.

– Eso mismo, para nada.

Monk se puso en pie.

– Entonces no se puede decir que el hecho tenga nada que ver con su asesinato. Siento haberle hecho perder tiempo, señor Marner, y le agradezco mucho su cooperación. Supongo que dispondrá, por lo menos, de algunos papeles que permitan corroborar lo que ha dicho, sólo para poder justificarlo ante mis superiores.

– Sí, claro que los tengo. -Marner se había tranquilizado visiblemente-. Por favor, espere un momento.

Se levantó y se acercó a un gran armario lleno de legajos. Abrió un cajón y sacó una libreta de notas rayada a la manera de los libros de contabilidad. La puso sobre la mesa, abierta, delante de Monk.

Monk la cogió, le echó una mirada, leyó la entrada en la que constaba que Grey había retirado el dinero y cerró bruscamente la libreta.

– Gracias -dijo antes de metérsela en el bolsillo interior de la chaqueta y ponerse en pie.

Marner tendió la mano para que le devolviera la libreta. Al comprender que Monk no se la daría, se quedó pensando si debía pedírsela, pero llegó a la conclusión de que no podía permitirse mostrar un interés excesivo. Su cara blanca y grandota esbozó una sonrisa forzada.

– Encantado de hacerles un favor, señor. No sé qué haríamos sin la policía. Hay tantos crímenes actualmente, tanta violencia…

– En efecto -admitió Monk- y también muchos robos que engendran violencia. Buenos días, señor Marner.

Ya en la calle, echó a andar rápidamente Gun Lañe abajo hasta West India Dock Road mientras su cabeza no paraba de pensar. Si la prueba era auténtica y no estaba manipulada por Zebedee Marner, todo parecía indicar que Joscelin Grey, hasta ese momento relativamente honrado, había sido puesto sobre aviso de la operación, consiguiendo salvarse en el último momento y dejando en la cuneta a Latterly y a sus amigos al consentir que la ruina recayera sólo sobre ellos. Habría sido interesante saber quienes tenían participación en la empresa que había absorbido el negocio de importación de tabaco, por si entre sus socios figuraba Grey.

¿Habría llegado ya a esta conclusión antes del accidente? Marner no había dado muestras de haberlo reconocido. Se había comportado como si el asunto le resultara nuevo. De hecho, así debía de ser, ya que de otro modo Monk no le habría hecho tragar que él podía ser un inversor.

Pero aunque Zebedee Marner no lo hubiera visto nunca anteriormente, no era imposible que Monk hubiera sabido todo esto antes de la muerte de Grey, porque entonces tenía entera su memoria, conocía sus contactos, sabía a quién preguntar, a quién sobornar, a quién amenazar y con qué.

Ya no había manera de saberlo. En West India Dock Road encontró un coche y, una vez dentro, se dejó caer en el asiento preparándose así para meditar durante el largo trayecto que iban a hacer.

Ya en la comisaría, fue a ver al agente que le había proporcionado la dirección de Zebedee Marner y le contó su visita, le entregó la libreta donde Marner llevaba las cuentas y le explicó en qué consistía, según él, el fraude. El hombre rebosaba satisfacción, como quien se deleita por anticipado pensando en el banquete que le espera al cabo de unas pocas horas. Para Monk también suponía una satisfacción.

Pero duró poco.

Runcorn lo esperaba en su despacho.

– ¿Todavía no hay ninguna detención? -le preguntó con una fruición de muy mal agüero-. ¿No se puede acusar a nadie?

Monk no se molestó en responder.

– ¡Monk! -gritó Runcorn dando un puñetazo en la mesa.

– Sí, diga.

– ¿Fue usted quién ordenó a Evan que fuera a Shelburne a interrogar al personal de la casa?

– Sí. ¿No es lo que usted quería? -dijo enarcando las cejas con gesto sarcástico-. ¿No quería que buscásemos pruebas contra Shelburne?

– Sí, pero no en la mansión de Shelburne. Ya sabemos qué motivos lo empujaron. Lo que necesitamos ahora son pruebas del hecho y un testigo que le viera por allí.

– Haré averiguaciones -dijo Monk con amarga ironía.

Se estaba riendo por dentro y Runcorn se daba cuenta, pero no sabía por qué, y estaba nerviosismo.

– Las averiguaciones tenía que haberlas hecho el mes pasado -gritó-. ¿Se puede saber qué demonios le pasa, Monk? Usted siempre se ha dado muchos aires, pero por lo menos antes era un buen policía. Ahora, en cambio, no da una. Me parece que el golpe que se pegó en la cabeza lo dejó tocado. Quizá tendría que pedir la baja y ver si se recupera un poco.

– Estoy perfectamente -dijo Monk sintiendo que la desazón volvía a adueñarse de su ánimo; deseaba darle un buen susto a aquel hombre que tanto le odiaba y, que al final, acabaría por cantar victoria-. ¿Por qué no se encarga usted del caso? Tiene usted razón: no consigo sacar nada en limpio. -Devolvió la mirada a Runcorn con ojos muy abiertos-. Las autoridades piden resultados… a mí me parece que debería usted tomar el asunto en sus manos.

Runcorn recuperó su aplomo.

– Mire, creo que me toma por tonto. He enviado a buscar a Evan y volverá mañana. -Y agitando un dedo gordo ante la cara de Monk, añadió-: Detenga a Shelburne esta semana o retiro el caso de su jurisdicción. -Dio media vuelta y salió dando grandes zancadas y dejando tras de sí la puerta chirriando sobre sus goznes.

Monk lo siguió con la mirada. Había enviado a buscar a Evan. El tiempo se estaba acortando más aprisa todavía de lo que temía. Dentro de muy poco Evan llegaría a la misma conclusión y sobrevendría el final.

Evan llegó, tal como era de esperar, al día siguiente y Monk se reunió con él para comer. Fueron a una taberna donde el aire estaba cargado de vapores: un ambiente pesado y húmedo en el que se percibía un olor que era una mezcla de sudor, serrín, cerveza derramada y las inidentificables verduras que habían cocido en la sopa.

– ¿Algo nuevo? -preguntó Monk mecánicamente, ya que pensó que le extrañaría que no se lo preguntase.

– Muchísimos indicios -replicó Evan frunciendo el ceño-, aunque a veces me pregunto si no me lo parecerá así porque yo los busco.

– ¿Quiere decir que se los inventa?

Evan levantó prestamente los ojos para mirar a Monk. Eran unos ojos de una nitidez prístina.

– No creerá sinceramente que lo hizo él, ¿verdad, señor Monk?

¿Cómo podía saberlo con tanta rapidez? Monk repasó mentalmente todas las respuestas que podía dar. ¿Sería Evan capaz de detectar una mentira? ¿Se había percatado ya de todas las mentiras? ¿Era lo bastante inteligente, lo bastante sutil como para acabar llevando a Monk, con habilidad, hasta la trampa? ¿Era descabellado creer que toda la comisaría estaba ya al tanto del asunto esperando a que desvelase las pruebas y firmase su propia condena? Durante un breve espacio de tiempo se sintió presa del miedo y hasta el alegre alboroto que reinaba en la cervecería se convirtió en una especie de una algarabía insensata, amorfa y agobiante. Todo el mundo lo sabía, sólo esperaban a que él se diera cuenta, a que se traicionase, para poner punto y final al misterio. Después todos se quitarían la máscara y ya todo serían risas, después le pondrían las esposas, lo someterían a interrogatorio y habría felicitaciones por otro asesinato más que quedaba resuelto. Seguiría un juicio, una breve reclusión en la cárcel y finalmente… la cuerda tensa y áspera, un momento de dolor… y nada más.