¿Acusar a Grey? Monk frunció el ceño. La habitación se había desvanecido, lo único que veía en aquel momento era una lucecita que se movía en espiral delante de sus ojos y el rostro de su compañero.
– ¿Que le habría gustado? ¿Por qué dice únicamente que le habría gustado? -Casi no se atrevía a preguntar. La esperanza le dolía como algo físico.
– Porque no hay ninguna prueba -replicó el hombre, pasando por alto la ansiedad de Monk-. No hizo realmente nada ilegal, pero tan seguro como que en el infierno hace un calor de todos los diablos que llevaba su parte en esto, aunque era un tío demasiado listo para saltarse la ley a las bravas. De todos modos, fue él quien puso la cosa en marcha… y consiguió el dinero.
– Pero le colaron el fraude -protestó Monk, como si se negara a prestar crédito a lo que decía aquel hombre, al que le hubiera gustado agarrar por los hombros, zarandearlo… y sólo con grandes dificultades se resistía a hacerlo-. ¿Está absolutamente seguro?
– Naturalmente que lo estoy -dijo el otro levantando las cejas-, puedo no ser un detective tan brillante como usted, Monk, pero conozco mi trabajo. Y ni que decir tiene que detecto un fraude cuando tropiezo con él.
»Su amigo Grey era un buen pájaro y trabajaba con mucha limpieza. -Se repantigó en el asiento-. No movía grandes cantidades de dinero, para no levantar la liebre, se contentaba con pequeños beneficios y estaba siempre libre de toda sospecha. Si lo convirtió en hábito, quiere decir que obró con toda impunidad. Lo que no sé es cómo consiguió camelar a toda esta gente y hacer que metiera dinero. ¡Tendría que ver los nombres de algunas de las personas que se decidieron a invertir!
– Sí -dijo Monk-, también a mí me gustaría saber cómo las convencía. Me interesa casi más que todo lo demás. -Su mente se afanaba en busca de pistas, iba tras cualquier indicio que pudiera encontrar-. ¿Hay algún otro nombre en el libro de contabilidad? ¿Algún socio de Marner?
– No, empleados… el del despacho de fuera…
– ¿No tenía socios? ¿Ninguno? ¿Alguien que pudiera estar enterado de los tejemanejes de Grey? ¿Que se quedara con gran parte del dinero si no iba a parar a Grey?
El hombre hipó de forma apenas perceptible y suspiró.
– Hay un personaje nebuloso, un tal «señor Robinson», y una gran cantidad de dinero dedicada a mantener el tinglado secreto y limpio, a disimular pistas. Hasta ahora no hay pruebas de que este tal Robinson estuviera exactamente al tanto de lo que pasaba. Lo hemos estudiado, pero todavía no hay motivo para detenerlo.
– ¿Dónde lo puedo encontrar? -Tenía que descubrir si ya conocía a aquel Robinson de la primera vez que había investigado el caso Grey. Si Marner no lo conocía, quizá Robinson sí.
El hombre escribió una dirección en un trocito de papel y se lo tendió.
Monk lo cogió. Vivía justo por encima de Elephant Stairs, en Rotherhithe, al otro lado del río. Dobló el papel y se lo metió en el bolsillo.
– No le pisaré el caso -le prometió-, sólo quiero hacerle una pregunta y está relacionada con Grey, no con el fraude del tabaco.
– De acuerdo -dijo el otro, lanzando un suspiro de satisfacción-. Siempre es más importante el asesinato que el fraude, por lo menos cuando el muerto es hijo de un lord. -Suspiró e hipó al mismo tiempo-. Desde luego, que si se tratase de un pobre tendero o de una sirvienta la cosa cambiaría radicalmente. La importancia del caso está en relación directa con la situación de la persona robada o asesinada, ¿no cree?
Monk hizo una mueca ante la injusticia de la situación, seguidamente le dio las gracias y salió.
No encontró a Robinson, en Elephant Stairs, y le llevó casi la tarde entera buscarlo; finalmente, dio con él en una taberna de Seven Dials y, antes casi de que el hombre hablara, ya supo casi todo lo que quería saber. Vio que su cara se tensaba nada más verle entrar en el establecimiento. Lo miró con ojos llenos de cautela.
– Buenos días, señor Monk, no esperaba volver a verle. ¿De qué se trata esta vez?
Monk sintió un estremecimiento que le recorría todo el cuerpo y tragó saliva.
– Siempre es lo mismo…
La voz de Robinson era débil y sibilante, y en ella Monk detectó un tono que le impresionó por su familiaridad casi electrizante. Se notaba la piel perlada de sudor. Sus recuerdos, por fin, sí; la imagen era real, los sentimientos auténticos: todo volvía a encajar en su sitio. Miró al hombre con dureza.
La cara de Robinson, estrecha y afilada en el mentón, estaba tensa.
– Ya le dije todo lo que sabía, señor Monk. De todos modos, ¿qué importancia tiene ahora? Joscelin Grey está muerto.
– ¿De veras me dijo todo lo que sabía? ¿Lo jura?
Robinson lanzó un bufido de desprecio.
– Sí, lo juro -dijo con aire cansado-. Y ahora, ¿tiene la bondad de esfumarse? Aquí todo el mundo lo conoce. A mí no me beneficia en nada que la policía venga a meter las narices en mis asuntos y me acribille a preguntas. Se figuran que tengo algo que ocultar.
Monk no se molestó en discutir con él. El especialista en fraudes no tardaría en cazarlo.
– Bien -dijo con aire tranquilo-, entonces no será preciso volver a molestarlo.
Salió a la calle sombría y bochornosa en la que se apelotonaban los mercachifles y los niños abandonados. Sus pies apenas notaban el suelo que pisaba. O sea que había, sabido cosas de Grey antes de ir a verlo, antes de matarlo.
Pero ¿por qué odiaba a Grey hasta tal extremo? Marner era quien lo dirigía todo, el cerebro pensante que urdía el fraude y su principal beneficiario. Y al parecer no había hecho ningún movimiento contra Marner.
Necesitaba pensar, poner en claro sus ideas, decidir por lo menos dónde había que buscar la última pieza que faltaba. Hacía un calor sofocante, el aire estaba cargado de la humedad que subía del río, tenía la cabeza confusa, vacilante, el peso de todo lo que había descubierto le daba mareo. Necesitaba comer y beber alguna cosa para saciar la terrible sed que sentía y para limpiarse la boca del hedor que había aspirado en las barracas.
Sin casi apercibirse de lo que hacía se había acercado a una casa de comidas y, al empujar la puerta, lo envolvió el fresco olor a serrín limpio y a sidra. Se dirigió automáticamente a la barra. No quería cerveza, le apetecía pan tierno y crujiente y unos encurtidos caseros. Había notado su olor, acre y dulzón a la vez.
El tabernero le sonrió y fue a buscar el pan crujiente, el queso Wensleydale desmigajado y las jugosas cebollas. Le pasó el plato.
– Hacía tiempo que no se le veía por aquí, señor Monk -lo saludó cordialmente-. Supongo que se le ha hecho tarde y no ha encontrado al tipo que andaba buscando, ¿eh, señor Monk?
Monk cogió el plato con manos rígidas y torpes.
Tenía los ojos clavados en aquella cara. Estaba recuperando la memoria: sabía que lo conocía.
– ¿Al tipo que andaba buscando? -dijo con voz ronca.
– Sí -el tabernero sonrió-, al comandante Grey. La última vez que usted estuvo aquí lo andaba buscando. Fue la noche que lo asesinaron, por eso supongo que no lo encontró.
Algo escapaba a la memoria de Monk, era la última pieza., resultaba exasperante no poder reconocer aún su forma definitiva.
– ¿Usted lo conocía? -le preguntó Monk lentamente, todavía con el plato en las manos.
– ¡Santo Dios, claro que lo conocía, hombre! Ya se lo dije. -Frunció el ceño-. Aquí mismo se lo dije. ¿No lo recuerda?
– No -dijo Monk negando, con la cabeza. Era demasiado tarde para mentir-, aquella noche sufrí un accidente y no me acuerdo de lo que me dijo. Lo siento. ¿Puede repetírmelo?
El hombre le dijo que no con el gesto y siguió secando el vaso que tenía en la mano.
– Demasiado tarde, señor. Al comandante Grey lo asesinaron aquella noche y ya no lo podrá ver. ¿Es que no lee los periódicos?