– Usted lo conocía -repitió Monk-. ¿De dónde? ¿Del ejército? ¡Lo ha llamado «comandante»!
– Exactamente. Yo había servido en el ejército con él hasta que me dieron la invalidez.
– Hábleme de él. Cuénteme todo lo que me dijo aquella noche.
– Mire, señor, en este momento tengo trabajo y si no sirvo a los clientes no me gano la vida -protestó-. ¿Por qué no vuelve más tarde?
Monk se hurgó los bolsillos y sacó todo el dinero que llevaba encima, hasta el último céntimo. Dejó todas las monedas sobre la barra.
– ¡No! ¡Ahora!
El hombre miró el dinero, el brillo que despedía a la luz. Clavó los ojos en los de Monk, vio toda la avidez pintada en ellos y comprendió que se trataba de algo importante. Acercó la mano al dinero y, recogiéndolo rápidamente, se lo metió en la faltriquera que llevaba debajo del delantal antes de volver a coger el paño y seguir secando vasos.
– Me preguntó usted qué sabía del comandante Grey, señor Monk. Yo le dije cuándo lo había conocido y dónde, o sea en el ejército y en Crimea. Él era comandante y yo soldado raso, por supuesto. Estuve a su servicio durante mucho tiempo. Era un oficial bastante regular, ni muy bueno ni muy malo, uno del montón. Un hombre bastante valiente y de buen trato con los soldados. También trataba bien a los caballos, pero ya se sabe que casi todos los señores tratan bien a los caballos.
El hombre parpadeó.
– A mí me pareció que a usted no le interesaba demasiado lo que le conté -prosiguió con aire ausente, ocupado todavía en secar el vaso-. Aunque me escuchaba, no parecía importarle mucho lo que le decía. Después me preguntó por la batalla del Alma, en la que murió un tal teniente Latterly y le dije que, como yo no había estado en la batalla del Alma, no podía conocer al teniente Latterly…
– Pero el comandante Grey pasó la noche anterior a la batalla con el teniente Latterly -exclamó Monk agarrando al hombre por el brazo-. Incluso le prestó un reloj. Latterly tenía mucho miedo y aquel reloj traía suerte, era un talismán. Había pertenecido al abuelo de Grey, que estuvo en la batalla de Waterloo.
– Mire, señor, yo no sé nada del teniente Latterly, pero el comandante Grey no estuvo en la batalla del Alma y, en cuanto a eso del reloj, no sé que tuviera este reloj que usted dice.
– ¿Está seguro? -Monk apretó con fuerza la muñeca del hombre sin darse cuenta de que la presión era excesiva y le hacía daño.
– Naturalmente que estoy seguro, señor -el hombre soltó la mano-, ¿no ve que yo estaba allí? El único reloj que tenía era uno chapado en oro de tipo corriente, igual de nuevo que su uniforme. Y aquel reloj había estado en Waterloo igual que él.
– ¿Y qué sabe de un oficial llamado Dawlish? El tabernero frunció el ceño y se frotó la muñeca.
– ¿Dawlish? No recuerdo que usted me preguntase nada acerca de ese Dawlish.
– Quizá no pero ¿lo recuerda?
– No, señor. No recuerdo a ningún oficial que se llamase de esa manera.
– ¿Está seguro de lo que me ha dicho de la batalla del Alma?
– Sí, señor, lo juro por Dios. Si usted hubiera estado en Crimea, sabría que no hay quien olvide las batallas en que ha estado ni las batallas en las que no ha estado. No ha habido guerra peor que aquélla, los hombres se morían por culpa del frío y de la porquería.
– Gracias.
– ¿No quiere el pan y el queso, señor? Esos encurtidos están hechos en casa, son de confianza. ¡Cómaselos, hombre! Lo encuentro muy demacrado, si quiere que le diga la verdad.
Monk cogió el plato, le dio las gracias como un autómata y se sentó a una de las mesas. Comió sin notar el sabor de la comida y después salió a la calle, a las primeras gotas del chaparrón. Recordaba que ya había hecho esto otra vez, recordaba la ira que iba creciendo lentamente dentro de él. Todo había sido una mentira, brutal y cuidadosamente urdida para ganarse primero la aceptación de los Latterly, después su amistad y, finalmente, poder engañarlos y conseguir que se sintieran obligados con él por aquel reloj extraviado y quisieran compensarlo colaborando en su proyecto financiero. Grey se había servido de su habilidad como de un instrumento para explotar, primero, su pesar, y después, su sentimiento de duda para con él. Tal vez también había hecho lo mismo con los Dawlish.
De nuevo sintió crecer su indignación. Le ocurría exactamente igual que la otra vez. Cada vez caminaba más deprisa, la lluvia le golpeaba la cara pero él no la notaba. Metió los pies en el arcén anegado y, chapoteando en mitad de la calzada, paró un coche. Dio la dirección de Mecklenburg Square igual que recordaba haber hecho la otra vez.
Tras apearse entró en el edificio. Grimwade le tendió la llave; la otra vez no había nadie en la portería.
Subió escaleras arriba. Todo le parecía nuevo, desconocido, como si reviviera aquella primera vez que visitó la casa. Al llegar arriba se detuvo, vacilante, ante la puerta. La otra vez había dado unos golpes con los nudillos, ahora metió la llave en la cerradura. La puerta se abrió fácilmente y Monk entró en el piso. La otra vez Joscelin Grey había acudido a abrir la puerta, iba vestido de color gris perla, tenía un rostro afable, sonreía, lo había mirado levemente sorprendido. Ahora volvía a verlo con la misma claridad que si hubiera ocurrido hacía unos pocos minutos.
Grey le pidió que entrara, se lo dijo de una manera normal, absolutamente tranquilo. Monk dejó el bastón en el paragüero, aquel bastón de caoba con la cadena de latón engastada en el pomo. Seguía en el mismo sitio. Después había seguido a Grey hasta el salón. Grey estaba muy tranquilo, sonreía ligeramente. Monk le dijo a qué había venido: por lo del negocio de tabaco y por la quiebra, por la muerte de Latterly, por las mentiras que había dicho. Le echó en cara que no había conocido a George Latterly y que el tal reloj de Waterloo no había existido nunca.
Parecía que estuviera viendo a Grey. Estaba junto al aparador y se había vuelto, tendiéndole una bebida a Monk y sirviéndose otra a sí mismo. Volvió a sonreír, incluso más abiertamente.
– Pero amigo mío, se trata de mentiras inofensivas. -Su voz era suave, tranquila, imperturbable-. Le dije a su familia que George era un chico excelente, muy valiente, muy simpático, que todo el mundo lo apreciaba. ¿Qué importancia tiene que sea verdad o mentira?
– Era mentira -le gritó Monk-. Usted ni siquiera conocía a George Latterly. Dijo lo que dijo sólo por dinero.
Grey había sonreído con ironía.
– Sí, ¿y bien? Lo hice y, además, volvería a hacerlo y lo haría cuantas veces me pareciera. Tengo una colección interminable de relojes de oro… o de lo que sea, y usted no puede hacer nada contra mí, polizonte. Seguiré haciendo lo mismo mientras quede alguien que se acuerde de Crimea, lo que quiere decir que tengo cuerda para rato… y los condenados muertos no se levantarán para desmentirlo.
Monk lo miró fijamente, indefenso, mientras sentía que la rabia le subía por dentro; habría podido ponerse a llorar de rabia como un niño indefenso.
– No conocí a Latterly -continuó Grey-, saqué su nombre de la lista de bajas. Son listas interminables, no se lo puede llegar a imaginar. Pero los mejores nombres me los dieron los propios desgraciados en persona… los vi agonizar en Shkodér, acosados por la enfermedad, desangrándose, vomitando por la sala. Escribí la última carta que enviaron a sus familiares. Por lo que yo sé de él, ese pobre George podía no haber sido más que un cobarde. ¿De qué habría servido decírselo a sus familiares? ¡Yo qué sé si fue cobarde o valiente! Cuesta muy poco creer lo que uno quiere oír. La pobrecita Imogen lo adoraba. ¡No me extraña porque el bendito de Charles es un pelmazo! Me recuerda a mi hermano mayor, otro idiota vanidoso. -De pronto su bello rostro se afeó por la malicia y la satisfacción al mismo tiempo. Echó una mirada de arriba abajo a Monk con aire de sabérselas todas-. ¿Y quién no le hubiera dicho a la encantadora Imogen todo lo que quería escuchar? Le hablé de aquel ser extraordinario que es Florence Nightingale. Cargué un poco las tintas de su heroísmo, hablé de ella como de los «ángeles de la misericordia» que sostienen la lamparilla toda la noche junto a los moribundos. ¡Tendría que haber visto su cara! -Se había echado a reír pero de pronto, advirtiendo quizás en Monk una vulnerabilidad, tal vez un recuerdo o un sueño, y captando su profundidad en un momento, añadió con un suspiro-: ¡Ah, sí, Imogen! La conozco muy bien. -Su sonrisa se volvió lasciva-. Me gusta cómo camina, está llena de ansias y también de promesas y esperanzas. -Había mirado a Monk y su lenta sonrisa se había extendido entre sus ojos, que le brillaron con la luz del apetito y la experiencia; se rió entre dientes-. Me parece que a usted Imogen tampoco le cae mal. – ¿Qué dice, imbécil? Para ella usted es menos que basura.