– Ella está enamorada de Florence Nightingale y de la gloria de Crimea. -Sus ojos se clavaron en los de Monk, que centelleaban de rabia-. La hubiera tenido en el momento que hubiera querido, ella se moría de ganas, era toda temblores. -Torció los labios y casi se echó a reír al mirar a Monk-. Yo soy un soldado, he visto la realidad, la sangre y la pasión, he luchado por la reina y por la patria. He presenciado la Carga de la Brigada Ligera, he estado internado en el hospital de Shkodér en medio de moribundos. ¿Qué se figura que opina Imogen de los sucios policías que se pasan la vida olisqueando en la mierda humana, persiguiendo a mendigos y degenerados? Usted sólo busca carroña, recoge la porquería de los demás, usted es como las cloacas, un aliviadero necesario y nada más. -Tomó un largo sorbo de brandy y observó a Monk por encima del vaso-. A lo mejor, cuando se cansen de llorar a aquel viejo idiota que se puso histérico y se pegó un tiro, vuelvo a su casa y me la meriendo. Hace mucho tiempo que no me gustaba tanto una mujer como me gusta ésta.
Fue entonces, al ver aquella sonrisa lasciva en sus labios, cuando Monk cogió el vaso y le arrojó el brandy a la cara. Se acordó de pronto de la furia ciega que lo había invadido. Fue como un sueño del que acabase de despertar. Todavía notaba en la lengua el calor y la irritación del momento.
El licor cogió a Grey con los ojos abiertos y los quemó, abrasando su orgullo hasta lo insoportable. Que un caballero como él, al que ya habían privado de fortuna desde su nacimiento, tuviera que soportar además que aquel imbécil de policía lo atacase y lo insultase en su propia casa… Con una mueca de rabia pintada en el rostro, Grey empuñó su grueso bastón y lo descargó sobre la espalda de Monk. El golpe iba dirigido a su cabeza, pero Monk, gracias a un rápido movimiento, se había zafado por centímetros.
Se enzarzaron en una pelea. Podía ser una lucha en defensa propia, pero en realidad era bastante más. Monk tenía ganas de pelea, quería romperle aquella cara asquerosa, golpeársela, borrar todo lo que había dicho su boca, arrancar de sus pensamientos lo que pensaba de Imogen, vengar todo el mal que había hecho a la familia de ésta. Pero por encima de todo, lo que flotaba en sus pensamientos y le quemaba el alma era el deseo de golpearlo con tal fuerza que ya nunca más pudiera volver a engañar a los demasiado crédulos o a los demasiado acongojados, ni contarles mentiras sobre deudas inventadas ni robar a los muertos el único patrimonio que les quedaba: el lugar que ocupaban en el recuerdo de los seres que los habían amado.
Pero Grey había devuelto golpe por golpe. Para ser un hombre al que el ejército había rebajado del servicio activo por invalidez era sorprendentemente fuerte. Los dos lucharon cuerpo a cuerpo para hacerse con el bastón, chocaron con los muebles y volcaron sillas. La violencia de la lucha era como una catarsis, todo el miedo reprimido, aquella pesadilla hecha de rabia y de angustiosa piedad asomó al exterior y apenas notó el dolor de los golpes, ni siquiera el de las costillas, que Grey le rompió de un formidable golpe en el pecho asestado con el bastón.
Pero el peso y la fuerza de Monk se impusieron, tal vez su rabia era todavía más intensa que el miedo de Grey y todo el rencor que éste había acumulado en largos años de preterición y menosprecio.
Monk recordaba ahora con toda claridad el momento en que había arrebatado el pesado bastón de manos de Grey y lo había descargado sobre éste en un intento de acabar con aquel ser odioso, aquel hombre detestable y obsceno al que la ley era incapaz de poner coto.
Pero de pronto se había quedado en suspenso, sin aliento y aterrado ante su propia violencia y el loco desenfreno del odio que sentía. Grey estaba tendido en el suelo y soltaba tacos como un arriero.
Monk dio media vuelta y salió dejando la puerta abierta a sus espaldas, precipitándose escaleras abajo, con el cuello del abrigo levantado y la cara envuelta con la bufanda para ocultar las señales de los golpes de Grey en su rostro. En el zaguán había pasado por delante de Grimwade. Recordó que en aquel momento había sonado un timbre y que Grimwade había abandonado su sitio y había corrido escaleras arriba.
Hacía un tiempo espantoso. Apenas hubo abierto la puerta, el viento lo azotó con fuerza y lo empujó para atrás. Avanzó con la cabeza baja pero el viento lo zarandeó mientras la lluvia, fría y dura, lo envolvía y le golpeaba la cara. Al desplazarse de un farol a otro, la luz quedaba a su espalda mientras penetraba en la oscuridad.
Vio a un hombre caminar en dirección contraría, en dirección a la luz y el portal que el viento mantenía abierto. Por espacio de un breve instante vio su rostro antes de que entrase en la casa. Era Menard Grey.
De pronto todo se aclaraba y cobraba trágico sentido: no era la muerte de George Latterly ni la explotación de la misma lo que había precipitado el asesinato de Joscelin Grey, sino la de Edward Dawlish… y la traición por parte de Joscelin de todos los ideales en que creía su hermano.
Pero justo entonces la alegría se desvaneció con la misma rapidez con que había surgido y se desvaneció también aquel alivio que sentía, dejándolo temblando de frío. ¿Cómo conseguiría demostrarlo? Era su palabra contra la de Menard. Grimwade había subido a atender la llamada y no se había enterado de nada. Menard había entrado por la puerta a través de la cual Monk había salido y que el vendaval mantenía abierta. No había quedado ninguna prueba material, ninguna demostración palpable de los hechos… sólo la cara de Menard impresa en la memoria de Monk entrevista un momento a la luz de un farol.
Lo colgarían. Ya imaginaba el juicio, ya se veía de pie en el banquillo, tratando inútilmente de explicar qué clase de hombre era Joscelin Grey y que la persona que le había dado muerte no era él sino Menard, el propio hermano de Joscelin. Veía la incredulidad reflejada en los semblantes, el desdén con que lo miraban al ver que intentaba escapar a la justicia valiéndose de aquella acusación.
La desesperación cerró el cerco a su alrededor como una noche negra, anulando toda su fuerza, aplastándolo con su peso. Y entonces sintió miedo. Después seguirían unas breves semanas en una celda con muros de piedra, los impasibles carceleros, compasivos y desdeñosos a un tiempo y, finalmente, la última comida, el sacerdote y el corto paseo hasta el patíbulo, el olor de la soga, el dolor, el ahogo… y el olvido.
Todavía estaba mareado, paralizado de terror cuando oyó pasos en la escalera. El pomo de la puerta giró y vio a Evan en el umbral. Aquél fue el momento más terrible de todos. De nada habría servido mentir. El rostro de Evan revelaba que estaba enterado y dolido. Por otra parte, Monk no quería mentir.
– ¿Cómo se enteró? -le preguntó Monk con voz tranquila.
Evan entró y cerró la puerta.
– Usted me ordenó que investigara a los Dawlish y encontré a un oficial que había estado en el ejército con Edward Dawlish. Me dijo que Dawlish no jugaba y que Joscelin Grey jamás le había pagado ninguna deuda de juego. Se había enterado de todo lo que sabía de él a través de Menard. Corrió un gran riesgo mintiendo a la familia de forma tan descarada, pero funcionó. Lo hubieran respaldado en el aspecto financiero si no hubiera muerto. Echaban la culpa a Menard del deshonor de Edward y le prohibieron que volviera a poner los pies en su casa. Joscelin hizo una jugada perfecta.