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El tono, que no admitía réplica, era de los que un modesto comisario, ante una de las damas más importantes de España, no podía permitirse poner en duda, pero era evidente que ganas no le faltaban. Sentado en su silla, replegado sobre sí mismo, la cabeza de toro hundida entre los hombros macizos, parecía incapaz de decidirse a levantar el asedio. Doña Ana, compadeciéndose de él y para darle tiempo de digerir su decepción, añadió, súbitamente afable:

—Tenga la bondad de informar al marqués de Fuente Salada de lo que acabo de decirle.

Gutiérrez se estremeció, como si despertara de un sueño, y no sin esfuerzo se puso en pie.

—De todas formas, el señor marqués no hubiera venido mañana. Acabo de pasar por casa de su primo, donde se aloja cuando viene a Sevilla, y me han dicho que ya se ha marchado.

—¡Cómo! —se indignó la duquesa—. ¿Lanza una acusación gratuita y se marcha? Esa es la mejor prueba de que lo movía el rencor y de que se trataba de simple maldad.

—Yo me inclinaría más bien por el simple ahorro —sugirió el comisario, empeñado en defender a un hombre tan valioso—. Ha pensado que, si aprovechaba el tren real para volver a Madrid, el viaje no le costaría nada.

Morosini se echó a reír.

—Quizá simplemente ha recapacitado —dijo con indulgencia—. En lo que a mí respecta, bien está lo que bien acaba, y ahora voy a preocuparme por mi propio viaje de vuelta.

Se disponía a levantarse también, pero doña Ana lo retuvo.

—Quédese un momento. Señor comisario, su investigación se encuentra en un punto muerto y debe de tener usted mucho que hacer. No le entretendré más.

Gutiérrez se marchó, pero su forma de arrastrar los pies decía claramente que lo hacía de mala gana.

—No parece muy convencido —comentó Morosini.

—Eso es lo de menos. Lo que cuenta es que deje de importunarlo. Su acusación era grotesca.

—Pero normal cuando no se conoce a una persona y se trata de un extranjero.

—Es normal sobre todo cuando uno es de pocos alcances. La primera cualidad de un buen policía es saber distinguir con quién está tratando.

Se oyó la campana de un convento vecino. Aldo se levantó de nuevo, esta vez sin que se lo impidieran. Su mirada chispeaba cuando se inclinó sobre la mano de su anfitriona:

—Le debo un gran favor, duquesa. Un favor mucho mayor de lo que quiere reconocer.

La misma llamita de diversión brilló en los ojos oscuros de doña Ana.

—¿Acaso insinúa, querido príncipe, que lo que acabo de afirmar no es la expresión misma de la verdad?

Morosini aspiró la brisa fresca que venía del mar y agitaba con majestuosidad la cima de las grandes palmeras.

—No hace calor y el vestido de su gracia —empleó adrede el título inglés reservado a las duquesas porque le parecía que a doña Ana le iba como anillo al dedo— es de un tejido precioso pero bastante fino…, y todavía no ha pedido un chal.

Esta vez, ella se echó a reír, se levantó también y fue a coger a Aldo del brazo. .

—¿Cree que debería?… De todas formas, yo nunca tengo frío. Pero… me gustaría saber por qué a Fuente Salada le han entrado tantas prisas por irse. No le importa hacerse el pobretón a pesar de que no está en la miseria, ni mucho menos. Entonces, ¿a qué viene lo de aprovechar el tren real?

—¿Un ataque agudo de cursilería?

—Me cuesta creerlo; se relaciona con el entorno real todo lo que quiere. A lo mejor ha sentido de verdad remordimientos por sus afirmaciones caprichosas.

—Es posible, pero si siente remordimientos me enteraré. Mañana por la mañana salgo para Madrid y no tengo intención de dejarlo escapar. No olvide que necesito sus conocimientos. Esa es, por cierto, la única razón por la que no le daré un buen puñetazo.

—¿Lo haría, si no fuera por eso?

—¿Cómo cree usted que reaccionaría un español en el mismo caso?

—Me temo que de forma violenta.

—Los venecianos somos igual de sensibles, pero le prometo que yo me comportaré con una amabilidad exquisita.

Lo que no dijo es que le estaba rondando una idea por la cabeza. ¿Y si por casualidad el ladrón fuera Don Basilio?

Llegaron al gran patio donde esperaba el mayordomo encargado de acompañar al visitante a su coche.

—Soy su esclavo para siempre, doña Ana —dijo Aldo, inclinándose—. Ahora sé qué aspecto tiene un ángel de la guarda.

—En ocasiones, la verdad encuentra muchas dificultades para abrirse paso hacia la luz. Es un deber ayudarla a conseguirlo… Además, para ser totalmente franca, me sentiré bastante satisfecha de verme privada del retrato si su ausencia me libra de las visitas de la Susona. No le tengo mucho aprecio.

Al llegar a la plaza de la antigua Puerta de Jerez, al fondo de la cual se alzaba el Andalucía Palace, Morosini vio de pronto, bajo un viejo sombrero de paja, un blusón de un rojo descolorido que le pareció reconocer y que parecía andar arriba y abajo como esperando. Inmediatamente hizo detener la calesa, pagó y bajó, pensando que quizás el mendigo estuviese buscándolo. No se equivocaba; en cuanto lo vio, Diego Ramírez le hizo una discreta seña invitándolo a seguirlo.

Uno detrás del otro, los dos hombres llegaron a un venerable edificio cuya fachada barroca estaba decorada con magníficos azulejos. Era el Hospital de la Caridad, fundado en el siglo XVI por la congregación del mismo nombre para dar asilo a los pobres y sepultura a los ajusticiados cuyos cuerpos abandonados se pudrían bajo el cielo. Uno de sus principales bienhechores había sido don Miguel de Manara, cuya vida disoluta serviría de modelo a donjuán. Ver entrar allí a un mendigo no tenía nada de sorprendente, y tampoco a un hombre elegante, ya que las religiosas encargadas del hospital recibían a menudo donativos y visitas de la alta sociedad sevillana.

Los dos hombres se dirigieron a la capilla, que permanecía abierta hasta tarde. Como sabía que el curioso personaje era judío, a Morosini le extrañó un poco verlo entrar en una iglesia, pero Ramírez no se acercó al altar. Se detuvo a la derecha de la gran puerta, delante del terrible cuadro de Valdés Leal, obra maestra del realismo español, que según Murillo sólo se podía mirar tapándose la nariz. Representaba a un obispo y un caballero muertos, metidos en sus ataúdes semiabiertos y llenos de gusanos.

—Podría haber buscado otra cosa… —murmuró Morosini deteniéndose junto a él.

—¿Por qué? Para todos mis iguales este cuadro es un consuelo, pero es de otro cuadro del que quiero hablarle.

—¿Del que han robado en la Casa de Pilatos? Estoy al corriente. ¡Hasta me han acusado del robo!

—Es un grave error. Yo sé quién se lo ha llevado.

Aldo miró al hombre con un asombro que rayaba en la admiración.

—¿Cómo puede saberlo?

—Los mendigos estamos en todas partes, alrededor de las iglesias, de la plaza de toros los días que hay corrida, junto a las casas ricas cuando dan una fiesta… No he tenido más que buscar, preguntar…

—¿Y qué ha averiguado?

—Fue hacia las dos de la mañana. La fiesta no había terminado, pero la reina ya se retiraba: los invitados y los anfitriones se agolpaban a su alrededor, pero los mendigos estaban en la calle a la que da el Jardín Chico, donde dos o tres criados estaban dándoles comida; siempre hay en abundancia cuando se recibe en la Casa de Pilatos, y ellos esperan obtener otros servicios a cambio. Bueno, pues según Gómez, el mendigo de San Esteban, que es la iglesia vecina, esa noche hubo un paquete distinto de los demás, no muy grande pero rectangular y bastante plano. Intrigado, Gómez siguió al hombre al que se lo habían dado, que no esperó al reparto, sino que salió corriendo como alma que lleva el diablo.

—¿Y adonde fue?

—A una antigua casa noble, junto a la plaza de la Encarnación. Pertenece a un viejo huraño, un poco chocho, cuyo hermano fue chambelán de la reina madre.