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—En tal caso, no hay nada que temer. ¿Viene?

—Prefiero esperarlo aquí…, pero no demasiado tiempo. Esa puerta no está cerrada con llave y se abre fácilmente… Puede verla desde aquí, detrás de la quinta columna de la galería de acceso.

Aldo no tuvo ninguna dificultad en penetrar en el universo desolado descrito por su compañero. Dos salas abandonadas bajo techos de cedro cuyas elegantes esculturas subsistían, algunas con un resto de color. Al fondo de la segunda, una escalera con las baldosas rotas subía hacia el piso superior, pero la oscuridad era tan densa que apenas si se veía.

Hacía frío en la casa abandonada. El ambiente olía a polvo, a moho y a otra cosa, algo indefinible que producía una sensación de tristeza al visitante. Era tan extraño que, pese a su valentía, Morosini notó que palidecía y que unas gotas de sudor le bañaban la frente. Incluso le dio un vuelco el corazón mientras avanzaba lentamente hacia los viejos peldaños. Al mismo tiempo, sentía, de un modo cada vez más angustioso, una presencia.

—¿Qué me ocurre? —masculló, sin pensar ni por un instante en retroceder—. ¿Acaso estaré convirtiéndome en médium, para que me afecte de esta forma lo invisible?

Y de pronto la vio, o más bien la percibió, pues no era más que un rostro de contornos mal definidos en medio de las sombras concentradas junto a la escalera, pero sin duda correspondía a la mujer a la que había seguido el día anterior. Semejaba una flor cubierta por un velo de bruma en medio de las tinieblas, una flor sin tallo pero capaz de expresar todo el sufrimiento del mundo. Las personas que padecían suplicios debían de tener esa expresión doliente. Entonces, casi a su pesar, Aldo dijo en un tono lleno de dulzura:

—Catalina, yo también busco el rubí, lo busco para devolvérselo al pueblo de Israel. Cuando lo haya encontrado, vendré a decírselo… y rezaré por usted.

Le pareció oír un suspiro y no vio nada más. Entonces, tal como acababa de prometer, pronunció en voz alta las palabras del padrenuestro, se santiguó y salió al jardín. La sensación de angustia experimentada un momento antes había desaparecido, dejándolo más fuerte y decidido que nunca. La misión que le había encargado Simón le parecía más noble aún si podía sumar a ella la salvación de un alma perdida.

El mendigo, que esperaba su regreso con aprensión, se acercó a él.

—¿Ya está satisfecho, señor?

—Sí, y le estoy muy agradecido por haberme traído aquí. Creo que en esta casa habrá ahora más tranquilidad. Si es que me ha entendido, claro…

—¿La ha visto? ¿Ha visto a la Susona?

—Quizás…, y le he prometido que buscaré el rubí para devolverlo a los suyos. Si lo consigo, vendré a decírselo.

Ramírez abrió los ojos como platos y hasta se olvidó del porrón de vino que no había soltado.

—¿Y de verdad cree que lo logrará? ¿Después de tanto tiempo? ¡Debe de estar usted más loco que yo, señor!

—No, lo que pasa es que mi oficio consiste en briscar joyas perdidas. Vayámonos ya. Espero que volvamos a vernos algún día.

—Yo me quedaré aquí un rato más… en compañía de este excelente vino. ¡Dios le guarde, señor!

Morosini dejó allí la bolsa y volvió andando al hotel. Después de la siesta, la ciudad despertaba, y era un placer caminar por sus estrechas calles cercadas de paredes blancas sobre las que velaba la torre rosa de la Giralda. Además, paseando y dándose un baño era como Aldo pensaba mejor.

El rito de la bañera vendría más tarde, antes de vestirse para ir a la cena que la reina daba esa noche en el Alcázar Real. A ésa no podía faltar. En primer lugar, para no perder la amistad de una dama tan encantadora como Victoria Eugenia. Y en segundo lugar, porque esperaba encontrar allí a un personaje al que el día anterior apenas había prestado atención, pero que quizá le fuese de cierta utilidad.

Se le había ocurrido una idea, y cuando esto sucedía, Aldo no era amigo de hacerla esperar. ¿Acaso la idea no es del género femenino?

2. El enamorado de la reina

Al llegar al Alcázar, Aldo encontró al hombre que buscaba cruzando con cautela el patio de las Doncellas y dando el brazo a un personaje calvo y de aspecto frágil que parecía tener dificultades para andar. Vestido con un traje ajado, cualquiera habría tomado a ese personaje por un oscuro funcionario retirado, de no ser porque lucía una ostensible insignia del Toisón de Oro de la que se podía deducir que se trataba de un grande de España, y era preciso que fuera así para que el arrogante marqués de Fuente Salada le manifestase tanta solicitud. Así pues, Morosini consideró que no era un buen momento para abordarlo. En cualquier caso, hacía falta alguien para hacer las presentaciones oficiales y el noble anciano tan augustamente condecorado era un desconocido para el veneciano, de modo que éste se dirigió hacia el salón de los Embajadores con la esperanza de encontrar allí a doña Isabel.

Dos días antes, al llegar a la Casa de Pilatos con el séquito real para tomar el té, Morosini había tenido ocasión de ver por primera vez el retrato de Juana la Loca que había deseado examinar después del concierto de la noche pasada. Con su taza en la mano, se había acercado a él, pero ya había alguien allí removiendo el té con una cucharilla sin prestar la menor atención a lo que hacía. Era un hombre mayor, más tieso que una vela, más rígido que una tabla y aproximadamente igual de grueso. El perfil que ofrecía no era muy seductor: la ausencia de mentón y una frente huidiza de la que partían largos cabellos grises hacían destacar una nariz larga y puntiaguda y, sobre el cuello almidonado, una prominente nuez de Adán que parecía en perpetuo movimiento. El hombre debía de ser presa de una gran emoción, pero, como se eternizaba e interceptaba el paso hacia el cuadro, Morosini se acercó y dijo, adoptando una actitud sumamente amable para disimular su impaciencia:

—Magnífico retrato, ¿verdad? Uno no sabe qué debe admirar más, si el arte del pintor o la belleza de la modelo.

La cucharilla se detuvo; la nuez de Adán, también. La nariz dio un cuarto de vuelta y su propietario examinó a Morosini con la mirada gélida de un par de ojos que poseían el color y la ternura del cañón de una pistola.

—Que yo sepa, no hemos sido presentados —dijo el personaje.

—No, pero me parece que es una laguna fácil de colmar. Soy…

—No me interesa quién es usted. Para empezar, no es español, eso salta a la vista, y además no se me ocurre ninguna razón para que trabemos conocimiento. Entre otras cosas, por lo inoportuno que es: acaba de interrumpir un instante de emoción pura. De modo que le ruego que siga su camino…

—¡Con mucho gusto, señor! —repuso Morosini—. Jamás habría creído que fuera posible encontrar a una persona tan grosera en una casa como ésta.

Y le dio la espalda para volver con el grueso de los invitados. De camino, fue detenido por la marquesa de Las Marismas —doña Isabel—, que lo asió de una manga.

—Le he visto hablando con el viejo Fuente Salada y no parecía que se entendieran muy bien —dijo con una sonrisa burlona.

—Sí, nos hemos entendido perfectamente, aunque ha sido más bien desagradable.

Aldo le contó la breve escaramuza y la joven se echó a reír.

—Compréndalo, querido príncipe —dijo—, ha cometido usted un crimen de lesa majestad: ¡osar interrumpir la conversación que Don Basilio, que es como se le conoce, sostenía con su amada reina!

—¿Su amada…? ¿Significa eso que está enamorado del retrato?

—No, de la modelo. Yo incluso diría que es la gran pasión de su vida, desde la infancia.

—¡Vaya ocurrencia! No me imagino soñando con la imagen de una princesa tan sombría.