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—Porque yo debo permanecer aquí y porque, si fuese yo, quizá pondría el pectoral en peligro. Debe llegar a determinadas manos. Un extranjero noble, rico y bien relacionado será mucho mejor recibido por los ingleses.

—¿Y cree que los judíos regresarán en masa cuando el pectoral esté allí?

—Algunos seguro, pero el éxodo tendrá lugar más adelante, dentro de unos veinte años. En este momento mis hermanos están bien instalados en diversos países. La mayoría es rica y feliz. No sienten ningún deseo de abandonar todo eso por la vida incierta de los pioneros. Para que se decidan a hacerlo, hará falta el aguijón de la desgracia, la gran desgracia que nada ni nadie puede evitar porque ya está preparándose.

—Pero Simón decía que, si reconstruíamos deprisa el pectoral, Israel podría salvarse —intervino Morosini.

—Debía animaros a buscar las piedras… y quizá también quería creerlo. De todas formas, la tradición no dice que Israel recuperará su soberanía cuando el pectoral haya regresado al hogar, sino que nuestro pueblo no podría recuperar su tierra y su poder mientras el símbolo sagrado de las tribus no estuviera de vuelta. Sin embargo, hay una terrible prueba que no podremos evitar. Israel tendrá que soportar las llamas del Infierno antes de encontrarse a sí mismo.

Una hora más tarde, el pectoral estaba reconstruido con todo su antiguo esplendor y el rabino lo envolvía en la tela inmaculada y la lona.

—Preferiría que se lo quedara —dijo Morosini—. Antes de morir, Simón nos dijo que usted era el último sumo sacerdote del Templo, algunas de cuyas piedras forman parte de su sinagoga. Podría esconderlo allí…, en el desván, por ejemplo.

Los ojos de Jehuda Liwa se clavaron en los del príncipe, penetrantes como flechas de fuego.

—Ése no es su sitio. Lo que cubre el tejado de la sinagoga Vieja-Nueva compete a la Justicia y la Venganza divinas. El pectoral debe llevar la esperanza regresando al lugar del que jamás debería haber salido.

—De acuerdo. Se hará lo que usted desea.

Aldo cogió el paquete gris y lo escondió bajo el impermeable.

—¿No olvidas nada? —preguntó el gran rabino al ver que se disponía a marcharse.

—Si quiere darme su bendición, no la rechazaré.

—Estoy pensando en aquella mujer de Sevilla cuya alma está en pena.

—¡Señor! —exclamó Morosini, sonrojándose—. ¡La Susona! ¿Cómo he podido olvidar a la que nos ha permitido recuperar el rubí?

—Tienes disculpa. Toma.

Cogió del atril donde descansaba la Tora un delgado rollo de pergamino y lo metió en un estuche de cobre antes de dárselo a Aldo.

—Otro viaje, amigo. Ve allí. Entra de noche en la casa de esa desdichada, saca el pergamino, extiéndelo sobre los peldaños de la escalera y márchate sin mirar atrás. Ese es su pasaporte para la redención.

—Lo haré.

—Lo haremos —precisó Adalbert mientras volvían a pie al hotel Europa por las oscuras callejas—. Siempre me han gustado las historias de fantasmas.

Hasta que no llegaron al hotel, no obtuvo la aprobación de su amigo.

—Estaré encantado de que vengas conmigo, pero esperaba que me propusieras acompañarme a Jerusalén —dijo Aldo, dejando el pectoral sobre la mesilla de noche y sacando la carta que Jehuda Liwa había metido bajo la lona.

—Tenía intención de hacerlo. Mientras tanto, ¿qué hacemos?

—Son las tres de la mañana. ¿No crees que podríamos dormir un poco? Cuando me despierte, llamaré a mi casa para saber si Anielka ha vuelto. ¡Ya va siendo hora de que le arranque las garras a ésa!

—¿Cómo vas a hacerlo?

—Todavía no lo sé, pero creo que el anuncio de la extinción de su familia la incitará a ser más comprensiva. Espero conseguir convencerla de que se vaya a vivir a otro sitio.

—Me pregunto si todavía crees en Papá Noel —repuso Adalbert, suspirando—. En fin, mientras tanto, buenas noches.

—Me extrañaría que la de hoy fuese mala.

Hacía mucho, en efecto, que Aldo no había dormido tan a gusto. La aniquilación casi total de la tribu Solmanski y la reconstrucción del pectoral lo llenaban de una auténtica alegría que se traducía en un descanso perfecto. Unas horas más tarde, recobró la conciencia con la impresión de renacer acompañado de un enorme deseo de actividad. Nada más despertar, pidió comunicación telefónica con Venecia y, mientras esperaba, se aseó —por primera vez desde hacía meses, cantó bajo la ducha— y devoró un copioso desayuno. Estaba encendiendo un cigarrillo mientras contemplaba un alegre sol otoñal acariciando las volutas modern style de su ventana, cuando le pasaron la comunicación. E inmediatamente su alegría de vivir sufrió un rudo golpe:

—¡Aldo! ¡Por fin! —dijo en el otro extremo del hilo la voz angustiada de Guy Buteau—. ¡Alabado sea Dios! ¿Dónde está? Creía que estaba en Zúrich, pero en el Baur me dijeron que se había marchado hacía varios días en coche con el señor Vidal-Pellicorne, y aquí… ¡aquí lo necesitamos!

—Estamos en Praga…, pero, por el amor de Dios, cálmese, amigo mío. ¿Qué ocurre?

—Su mujer y su prima Adriana han muerto… envenenadas por un soufflé de setas… y Celina está muy mal.

—¿Envenenadas? Pero ¿dónde ha ocurrido eso?

—Aquí, claro. ¡En el palacio!… Anielka quería celebrar con la condesa Orseolo su próxima toma de poder. Había ordenado a Celina que les preparase una cena francesa… No pudieron terminarla.

—¿Quiere decir que Celina las…?

—Sí, y después comió ella también soufflé, pero…

El teléfono se puso de pronto a crepitar y Aldo no oyó nada más, aparte de la voz de la telefonista del hoteclass="underline"

—Lo siento, señor, debe de haber ocurrido algo…, una tormenta quizá…, pero se ha cortado la línea.

Aldo colgó tan violentamente que el aparato saltó y cayó al suelo. Sin preocuparse de eso, se precipitó a la habitación de Adalbert, al que encontró instalado en la cama tomando un cremoso café vienes y envuelto en el humo de un aromático cigarro. El arqueólogo ofrecía tal imagen de placidez que Morosini casi sintió vergüenza de turbar una felicidad tan bien ganada.

—Un día precioso, ¿en? —dijo Adalbert—. Hacía tiempo que no me sentía tan bien. ¿Qué hacemos hoy?

—Tú, no lo sé, pero yo tomo el primer tren para Viena, donde pienso enlazar con el Viena-Trieste-Venecia.

—¿Qué pasa? ¿Tu casa está ardiendo?

—Casi. Tengo que volver cuanto antes.

En unas palabras, Aldo reprodujo su breve conversación telefónica. Adalbert se atragantó con el café, tiró el cigarro y saltó de la cama.

—Voy contigo. No pienso dejarte volver solo.

—¿Y el coche? ¿Vas a dejarlo aquí?

—Ah, es verdad. Mira, tú ve a tomar el tren. Yo pago el hotel, lleno el depósito de gasolina y me pongo en marcha. Nos encontraremos allí. La verdad es que no me molesta comprobar si puedo llegar antes que el ferrocarril.

—La carretera no es fácil, así que no cometas imprudencias, por favor. Ya tengo completo mi cupo de desgracias.

Se dirigía hacia la puerta cuando Adalbert lo llamó:

—¡Aldo!

—¿sí?

—Puedes ser sincero conmigo. Que Anielka y la asesina de tu madre hayan muerto no debe de causarte una pena inmensa, supongo…

—Es verdad, pero lo de Celina es distinto. A ella la quiero, y la idea de que lo haya sacrificado todo por mí, incluso la vida…, eso me resulta… insoportable.

Un sollozo acompañó la última palabra. Aldo salió precipitadamente de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Diez minutos más tarde, un taxi lo llevaba a la estación.