Выбрать главу

—Porque no es usted español. Reconozco que sobrecoge un poco, pero para muchos de nosotros es una mártir. Además, fue la última reina antes de que llegaran los Habsburgo: Carlos V, su hijo, y todos sus descendientes. Su matrimonio con Felipe el Hermoso representó una catástrofe para el país. En fin, volviendo a Fuente Salada, no cabe duda de que actualmente es la mayor autoridad en lo que se refiere a la historia de Juana.

—Lástima que sea tan desagradable; seguramente habría sido interesante charlar con él.

—¿Quiere que lo arregle? Venga, se lo presentaré. Siempre ha tenido debilidad por mí. Dice que me parezco a ella.

—Es verdad, pero usted es mucho más guapa. En cuanto al marqués, no tengo ningunas ganas de volver a aventurarme en unas aguas tan salobres. De todas formas, gracias por el ofrecimiento.

¡Cuánto lamentaba ahora haber rechazado la proposición! Se le ocurría un montón de preguntas para hacerle al tal Don Basilio. El nombre le iba que ni pintado; sólo le faltaba el enorme sombrero y la sotana de jesuita para ser igual que el modelo. [2] Ahora no le quedaba más remedio que tratar de congraciarse con él, aunque tuviera que tragarse su orgullo.

Al entrar en el salón de los Embajadores, cuya decoración y, sobre todo, la magnífica cúpula de madera de naranjo databan de la época de Pedro el Cruel, Morosini encontró una agitación absolutamente desacostumbrada. La reina todavía no había hecho acto de presencia, y en general se la esperaba charlando; pero esta vez predominaba una atmósfera de excitación entre todas aquellas personas vestidas de etiqueta. El centro del revuelo parecía ser la duquesa de Medinaceli, que manejaba con nerviosismo un abanico de plumas de avestruz negras. Aldo iba a acercarse a ella, pero la duquesa ya lo había visto y se dirigía hacia él.

—Príncipe, esta tarde he encargado que lo buscaran, pero ha sido imposible encontrarlo. ¿Ha visto ya a la policía?

—¿A la policía? No. ¿Por qué?

—Créame que lo lamento muchísimo, pero ha sido inevitable llamarla: ha habido un robo en mi casa. Se han llevado un cuadro de gran valor, el retrato de Juana la Loca. Quizá se fijara en él.

—¿Fijarme? Me interesaba muchísimo; incluso pensaba hablar con usted sobre él. ¿Cuándo lo han robado?

—Anoche, durante la fiesta, aunque no sabría decir en qué momento. Ah, aquí está su majestad… Sólo dos palabras: la policía me ha pedido la lista de invitados, incluidos los acompañantes de la reina.

La duquesa tuvo el tiempo justo para ir a ocupar su lugar y hacer la reverencia: Victoria Eugenia, sonriente y luciendo una diadema de brillantes, acababa de cruzar el umbral del salón. Doña Isabel iba detrás de ella, e instintivamente Aldo buscó a Don Basilio entre los invitados.

No le costó mucho localizarlo: Fuente Salada estaba justo enfrente de él, al otro lado de la estancia. Su actitud arrogante pero serena sorprendió a Morosini. La agitación se había calmado tras la entrada real, de acuerdo, pero aun así él debía de estar al corriente de un robo que tenía que haberlo sumido en un abismo de dolor. La idea de que su amada estuviera en manos de un vil bribón debía de resultarle insoportable. O quizás aún no supiera nada, en cuyo caso valdría la pena observar su reacción.

Mientras la reina hablaba con uno u otro grupo de invitados, Morosini se llevó a doña Isabel aparte.

—Tengo que pedirle un favor, querida amiga. Es… un poco delicado, y no quisiera que me tomara por un veleta que cambia constantemente de parecer.

—¡Cuántos preámbulos! Vamos, pida lo que sea.

—Ese viejo irascible, el marqués de Fuente Salada… Quisiera que nos presentase.

Una expresión divertida se pintó en el encantador rostro de la joven.

—¿Acaso le gusta que lo martiricen, querido príncipe?

—En absoluto, pero necesito hacerle algunas preguntas. Usted me dijo que era una autoridad en todo lo relativo a Juana la Loca, ¿no?

—Sí, lo es; pero ¿no teme que hoy sea un momento aún peor que el otro día? Ya sabe que han robado el retrato que se encontraba en casa de los Medinaceli. Debe de estar de un humor de perros.

—No lo parece. Incluso se diría que está muy tranquilo. Tal vez aún no lo sepa.

—En ese caso, vamos allá.

Pero Don Basilio lo sabía. Para ser exactos, acababa de enterarse, pues su lívido rostro estaba adquiriendo una curiosa tonalidad rosácea que en él debía de ser signo de una violenta emoción. Movía de un lado a otro la cabeza de pájaro y la larga nariz, como si intentara olfatear el rastro del malhechor.

—¡Increíble! ¡Inconcebible! ¡Absolutamente escandaloso! —no cesaba de repetir. Y a continuación puso por testigo a la señora de Las Marismas—: ¿No es usted del mismo parecer, querida Isabel? Vivimos en el siglo de las abominaciones.

La conciliadora doña Isabel se puso enseguida manos a la obra.

—El príncipe y yo compartimos su opinión, querido don Manrique —dijo—. Por cierto…

El marqués interrumpió un instante sus imprecaciones para clavar unos ojos de búho en el recién llegado.

—¿El príncipe? —masculló—. ¿Príncipe de qué, si puede saberse?

El tono era tan despreciativo que, pese a sus buenos propósitos, Aldo se ofendió.

—Cuando alguien cuenta con cuatro dux de Venecia entre sus antepasados, uno de ellos un príncipe del Peloponeso —dijo con la misma arrogancia que el otro—, no tiene que rendir cuentas de sus blasones a un hidalgüelo español.

Doña Isabel se interpuso valientemente en la disputa.

—¡Señores, señores! ¡Piensen que la reina está aquí! Esta reyerta no es propia de hombres cuya inteligencia y cuyos grandes conocimientos deberían permitirles simpatizar. Permita, pues, príncipe, que le presente…, privilegio de la edad —precisó con una sonrisa, para evitar confusiones—, al marqués de Fuente Salada, chambelán de su majestad la reina María Cristina, viuda de nuestro añorado rey Alfonso XII. Don Manrique, éste es el príncipe Morosini, un gran señor y un experto internacional en joyas históricas. Su cultura es casi tan vasta como la de usted. Además, el rey, a quien ha prestado un gran servicio, lo aprecia mucho.

Fuente Salada esbozó un saludo, mirando desafiante al veneciano al tiempo que mascullaba, incorregible:

—¡Hummm, hummm!… ¡En el fondo, nobleza de comerciantes!… ¿Y de qué podríamos hablar?

—De ese magnífico período español llamado Siglo de Oro —dijo Morosini, impávido—, y en particular de la más desdichada y tal vez la más atrayente de las reinas, ésa cuyo retrato un malhechor ha osado robar, doña Juana…

El otro lo interrumpió con un gesto, carraspeó, sacó del chaqué un pañuelo enorme, se limpió con él la nariz y declaró:

—Ni el lugar, ni la hora, ni las circunstancias me parecen apropiados para evocar tan noble recuerdo. No podría decir usted nada que yo ya no supiera. Además, sólo acepto hablar de ella en un sitio, el de su martirio. En Tordesillas, donde tengo una casa. Y estamos lejos de allí.

—¿Por qué no en Granada, puesto que en la capilla real de su catedral es donde descansa, junto a su esposo y su madre? —preguntó Morosini en tono provocador.

—Porque ahí sólo hay cenizas y a mí lo único que me importa es la vida. Para servirlo, señor. Están anunciando la cena y no tenemos nada más que decirnos. Querido duque, lo acompaño —añadió, inclinándose con solicitud sobre la cabeza calva del hombre del Toisón de Oro, que parecía dormir de pie.

La marquesa los miró perderse entre la multitud.

—¡Será imbécil! —exclamó—. Hay que compadecer a las reinas por estar condenadas a vivir a diario con gente así. Éste ni siquiera tiene la disculpa de creerse don Quijote, como uno que yo conozco. Simplemente está afectado de cursilería [3] crónica.

вернуться

2

El Don Basilio al que se hace referencia es un personaje de las comedias de Beaumarchais El barbero de Sevilla y Las bodas de Fígaro, que también aparece en las óperas del mismo título de Rossini (El barbero de Sevilla) y de Mozart (Las bodas de Fígaro). (N. de la T.)

вернуться

3

En español en el original. (N. de la T.)