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—¿Cursilería? ¿Qué es eso?

—Una especie de esnobismo. Ser cursi es ser pomposo, pretencioso, encopetado pero adoptando cierta actitud que sobrepasa el sentido burgués de la respetabilidad. Manrique pertenece a la alta nobleza, antigua pero sin mucha educación, de modo que profesa una auténtica devoción a todo lo que lleva corona ducal, principesca o, por supuesto, real.

—¡La mía no ha parecido impresionarle mucho!

—Porque es usted extranjero. El hidalgo más insignificante vale para él más que un lord inglés o un príncipe francés. Y estos últimos, todavía, porque no olvida que nuestros reyes son Borbones. Y ahora, puesto que es mi vecino de mesa, ofrézcame el brazo y vayamos a cenar, si no acabará por llamar la atención.

A las doce y media, Aldo estaba de vuelta en el Andalucía Palace, lo suficientemente cerca del Alcázar para que resultara agradable regresar a pie disfrutando de una hermosa noche de primavera.

Lo que lo esperaba en la casilla del correo no lo era tanto: el comisario de policía Gutiérrez lo convocaba a la mañana siguiente a las diez. Por lo que parecía, estaba escrito en su destino que debería tener tratos con la policía en todas sus estancias en el extranjero: después de París, Londres; después de Londres, Salzburgo; y ahora Sevilla. Sin contar, por supuesto, la de su propio país.

«Algún día escribiré una monografía comparada», pensó mientras se metía con gusto en la cama. Esa convocatoria no le preocupaba: ¿acaso no había dicho doña Ana que las autoridades deseaban hablar con todos los invitados? Además, ¿no habían llegado a convertirse algunas de sus relaciones con la policía en sólida amistad, como la que unía a su amigo Adalbert y a él con Gordon Warren, de Scotland Yard?

Sin embargo, al entrar al día siguiente en el despacho del comisario Gutiérrez supo de inmediato que no tenía muchas posibilidades de que éste llegara a convertirse en un viejo amigo. El funcionario recordaba de forma irresistible un toro rabioso. Tenía la cabeza enorme y una cabellera engominada de un negro azulado. El rostro, rubicundo; la barba, corta y cortada en punta, tan oscura como el cabello, del que caía una especie de caracol sobre una frente maciza. Los ojos eran oscuros, de mirada desdeñosa y muy dominadora. Si a ello se añadía un tronco cuadrado que emergía de la mesa cubierta de papeles y unas manos impresionantes, se obtenía una imagen lo menos tranquilizadora posible para quien no tenía la conciencia tranquila.

Una vez que hubo observado con ojo crítico la alta y elegante figura masculina que estaba de pie ante él, el personaje, después de consultar una nota que enseguida tapó con su ancha mano, gruñó:

—¿Se llama usted… Morosini?

—Ese es mi apellido, en efecto —respondió Aldo, sentándose tranquilamente en una silla colocada delante de la mesa y estirando con cuidado la raya de los pantalones.

—No creo haberle ofrecido asiento.

—Un simple olvido por su parte, supongo —repuso el príncipe sin alterarse—. Pero ya estoy sentado. Si no me equivoco, desea hablar conmigo sobre el robo de que fue víctima la duquesa de Medinaceli anteayer en la Casa de Pilatos.

—Así es. Y estoy convencido de que tiene cosas muy interesantes que contarme.

Morosini alzó una ceja para mostrar su sorpresa.

—No sé cuáles, pero pregunte y trataré de contestarle.

—Muy sencillo: ¿quiere decirme dónde se encuentra actualmente el cuadro en cuestión?

El interpelado se sobresaltó y frunció el entrecejo.

—¿Cómo voy a saberlo? No he sido yo quien lo ha cogido.

Gutiérrez adoptó una expresión astuta que quedaba de lo más forzada.

—Eso es lo que habría que ver. Ya imagino que no le es posible decirme dónde está exactamente el retrato de la reina Juana. Supongo que, tras llegar hasta el mar por el Guadalquivir, se dirige hacia algún lugar de África o a cualquier otro destino, y que registrar su habitación del Andalucía no serviría de nada.

—En otras palabras, me acusa de ladrón, y sin tener la mínima prueba.

—Aunque todavía no la tenemos, no tardaremos en encontrarla. De todas formas, alguien sospecha que usted ha robado ese objeto, y un sirviente lo vio salir de la casa en plena fiesta.

—¡Eso es ridículo! Estaba siguiendo a una dama…

—Que el sirviente no vio, lo que no significa que no existiera realmente y que quizá llevara el cuadro bajo el vestido. Sin el marco, no ocupa mucho, y en una fiesta de disfraces se llevan faldas amplias…

—Es verdad que salí, y también lo es que seguía a una dama… Pero se lo explicaré todo a la duquesa. No creo que sea usted capaz de comprender lo que me ocurrió ayer. Ella sí.

—¡Llámeme idiota, sólo le falta eso!… Y estese quieto, Morosini. No soporto que no paren de moverse delante de mí.

—Y yo no soporto que se me trate como si fuera un delincuente y que no se me tenga la consideración debida. No soy Morosini, al menos para usted; soy el príncipe Morosini, y puede llamarme excelencia o príncipe, como prefiera. Debo añadir que he venido a esta ciudad por invitación de su majestad el rey Alfonso XIII, formando parte del séquito de la reina. ¿Qué tiene que decir a eso?

Era muy raro que Aldo hiciese semejante alarde de nobleza, que quizá quedaba un poco esnob, o más bien cursi, pero ese cernícalo tenía la virtud de sacarlo de sus casillas. Sin embargo, la réplica parecía haber producido algún efecto. El comisario perdió un poco de color y pestañeó.

—La duquesa no ha dicho nada de eso —dijo en un tono más conciliador, aunque sin pensar ni por un instante en disculparse—. Se ha limitado a dar la lista de sus invitados de anteayer.

—¿Y ha puesto en la lista Morosini sin más?

—N… no. Ha indicado su título. Organizaré un careo entre usted y el sirviente, pero el hecho es que si sobre usted pesan graves sospechas es porque uno de sus iguales…, me refiero a uno de los asistentes a la fiesta, está convencido de su culpabilidad. Esa persona dice que mostraba un interés sospechoso por el cuadro, y como se trata de una personalidad absolutamente…

—Déjeme adivinar de quién se trata. ¿Es quizá mi acusador el marqués de Fuente Salada?

—No tengo por qué revelarle mis fuentes.

—Ya lo creo que va a revelármelas, porque sólo aceptaré participar en un careo con el sirviente si hace venir también a ese personaje, del que tal vez usted ignora que siente por el cuadro en cuestión una auténtica pasión. Yo me limité a mirarlo; él, por un momento creí que iba a cubrirlo de besos.

—¡Nadie besa un cuadro! —repuso Gutiérrez, no sólo cerrado a toda forma de humor sino abiertamente escandalizado.

—¿Por qué no, si se está enamorado de la persona que representa? ¿Usted nunca ha besado una foto de su mujer?

—La señora Gutiérrez, mi esposa, no es de las que permiten esa clase de familiaridades.

Eso, Morosini no lo ponía en duda. Si se parecía a su dueño y señor, debía de ser un verdadero antídoto contra el amor. Pero no estaban allí para discutir sobre la vida privada del comisario.

—Sea como sea, insisto en que si alguien siente un gran interés por ese cuadro es él.

—Según él, usted también. ¿A quién creer, entonces?

—Pónganos cara a cara y lo verá.

El comisario no se rendía. Se guardaba en la manga un argumento que creía de peso.

—¿Es cierto que usted ejerce la profesión de anticuario?

—Sí, pero no me dedico a los cuadros. Estoy especializado en piedras preciosas y joyas antiguas. Y, para que se entere, cuando trataba de examinar el famoso retrato lo que deseaba ver de cerca era sobre todo el rubí que la reina lleva en el cuello. El pintor lo reprodujo con una gran fidelidad y tengo razones para creer que esa piedra es una de las que busco para un cliente.