Juan Gabriel Vásquez
El Ruido de las Cosas al Caer
© 2011
A Mariana, Inventora del tiempo y los espacios
Y ardían desplomándose los muros de mi sueño,
¡Tal como se desploma gritando una ciudad!
Aurelio Arturo, Ciudad de Sueño
¡Así que también vienes del cielo!
¿De qué planeta eres?
Antoine de Saint-Exupery, El Principito
I. Una sola sombra larga
El primero de los hipopótamos, un macho del color de las perlas negras y tonelada y media de peso, cayó muerto a mediados de 2009. Había escapado dos años atrás del antiguo zoológico de Pablo Escobar en el valle del Magdalena, y en ese tiempo de libertad había destruido cultivos, invadido abrevaderos, atemorizado a los pescadores y llegado a atacar a los sementales de una hacienda ganadera. Los francotiradores que lo alcanzaron le dispararon un tiro a la cabeza y otro al corazón (con balas de calibre.375, pues la piel de un hipopótamo es gruesa); posaron con el cuerpo muerto, la gran mole oscura y rugosa, un meteorito recién caído; y allí, frente a las primeras cámaras y los curiosos, debajo de una ceiba que los protegía del sol violento, explicaron que el peso del animal no iba a permitirles transportarlo entero, y de inmediato comenzaron a descuartizarlo.
Yo estaba en mi apartamento de Bogotá, unos doscientos cincuenta kilómetros al sur, cuando vi la imagen por primera vez, impresa a media página en una revista importante. Así supe que las vísceras habían sido enterradas en el mismo lugar en que cayó la bestia, y que la cabeza y las patas, en cambio, fueron a dar a un laboratorio de biología de mi ciudad. Supe también que el hipopótamo no había escapado solo: en el momento de la fuga lo acompañaban su pareja y su cría -o los que, en la versión sentimental de los periódicos menos escrupulosos, eran su pareja y su cría-, cuyo paradero se desconocía ahora y cuya búsqueda tomó de inmediato un sabor de tragedia mediática, la persecución de unas criaturas inocentes por parte de un sistema desalmado. Y uno de esos días, mientras seguía la cacería a través de los periódicos, me descubrí recordando a un hombre que llevaba mucho tiempo sin ser parte de mis pensamientos, a pesar de que en una época nada me interesó tanto como el misterio de su vida.
Durante las semanas que siguieron, el recuerdo de Ricardo Laverde pasó de ser un asunto casual, una de esas malas pasadas que nos juega la memoria, a convertirse en un fantasma fiel y dedicado, presente siempre, su figura de pie junto a mi cama en las horas de sueño, mirándome desde lejos en las de la vigilia. Los programas de radio de la mañana y los noticieros de la noche, las columnas de opinión que todo el mundo leía y los blogueros que no leía nadie, todos se preguntaban si era necesario matar a los hipopótamos extraviados, si no bastaba con acorralarlos, anestesiarlos, devolverlos al África; en mi apartamento, lejos del debate pero siguiéndolo con una mezcla de fascinación y repugnancia, yo pensaba cada vez con más concentración en Ricardo Laverde, en los días en que nos conocimos, en la brevedad de nuestra relación y la longevidad de sus consecuencias.
En la prensa y en las pantallas las autoridades hacían el inventario de las enfermedades que puede propagar un artiodáctilo -y usaban esa palabra, artiodáctilo, nueva para mí-, y en los barrios ricos de Bogotá aparecían camisetas con la leyenda Save the hipos.
En mi apartamento, en largas noches de llovizna, o caminando por la calle hacia el centro, yo comenzaba a recordar el día en que murió Ricardo Laverde, e incluso a empecinarme con la precisión de los detalles. Me sorprendió el poco esfuerzo que me costaba evocar esas palabras dichas, esas cosas vistas o escuchadas, esos dolores sufridos y ya superados; me sorprendió también con qué presteza y dedicación nos entregamos al dañino ejercicio de la memoria, que a fin de cuentas nada trae de bueno y sólo sirve para entorpecer nuestro normal funcionamiento, igual a esas bolsas de arena que los atletas se atan alrededor de las pantorrillas para entrenar. Poco a poco me fui dando cuenta, no sin algo de pasmo, de que la muerte de ese hipopótamo daba por terminado un episodio que en mi vida había comenzado tiempo atrás, más o menos como quien vuelve a su casa para cerrar una puerta que se ha quedado abierta por descuido.
Y es así que se ha puesto en marcha este relato. Nadie sabe por qué es necesario recordar nada, qué beneficios nos trae o qué posibles castigos, ni de qué manera puede cambiar lo vivido cuando lo recordamos, pero recordar bien a Ricardo Laverde se ha convertido para mí en un asunto de urgencia. He leído en alguna parte que un hombre debe contar la historia de su vida a los cuarenta años, y ese plazo perentorio se me viene encima: en el momento en que escribo estas líneas, apenas unas cuantas semanas me separan de ese aniversario ominoso. La historia de su vida. No, yo no contaré mi vida, sino apenas unos cuantos días que ocurrieron hace mucho, y lo haré además con plena conciencia de que esta historia, como se advierte en los cuentos infantiles, ya ha sucedido antes y volverá a suceder.
Que me haya tocado a mí contarla es lo de menos.
El día de su muerte, a comienzos de 1996, Ricardo Laverde había pasado la mañana caminando por las aceras estrechas de La Candelaria, en el centro de Bogotá, entre casas viejas con tejas de barro cocido y placas de mármol que reseñan para nadie momentos históricos, y a eso de la una llegó a los billares de la calle 14, dispuesto a jugar un par de chicos con los clientes habituales. No parecía nervioso ni perturbado cuando empezó a jugar: usó el mismo taco y la misma mesa de siempre, la que había más cerca de la pared del fondo, debajo del televisor encendido pero mudo. Completó tres chicos, aunque no recuerdo cuántos ganó y cuántos perdió, porque esa tarde no jugué con él, sino en la mesa de al lado. Pero recuerdo bien, en cambio, el momento en que Laverde pagó las apuestas, se despidió de los billaristas y se dirigió a la puerta esquinera.
Iba pasando entre las primeras mesas, que suelen estar vacías porque el neón hace sombras raras sobre el marfil de las bolas en ese punto del local, cuando trastabilló como si hubiera tropezado con algo. Se dio la vuelta y volvió a donde estábamos nosotros; esperó con paciencia a que yo terminara la serie de seis o siete carambolas que había comenzado, e incluso aplaudió brevemente una a tres bandas; y después, mientras me veía marcar en el tablero los tantos que había conseguido, se me acercó y me preguntó si no sabía dónde le podían prestar un aparato de algún tipo para oír una grabación que acababa de recibir.
Muchas veces me he preguntado después qué habría pasado si Ricardo Laverde no se hubiera dirigido a mí, sino a otro de los billaristas. Pero es una pregunta sin sentido, como tantas que nos hacemos sobre el pasado. Laverde tenía buenas razones para preferirme a mí. Nada puede cambiar ese hecho, así como nada cambia lo que sucedió después.
Lo había conocido a finales del año anterior, un par de semanas antes de Navidad. Yo estaba a punto de cumplir veintiséis años, había recibido mi diploma de abogado dos años atrás y, aunque sabía muy poco del mundo real, el mundo teórico de los estudios jurídicos no guardaba ningún secreto para mí. Después de graduarme con honores -una tesis sobre la locura como eximente de responsabilidad penal en Hamlet: todavía hoy me pregunto cómo logré que la aceptaran, ya no digamos que la distinguieran-, me había convertido en el titular más joven de la historia de mi cátedra, o eso me habían dicho mis mayores al momento de proponérmela, y estaba convencido de que ser profesor de introducción al Derecho, enseñar los fundamentos de la carrera a generaciones de niños asustados que acaban de salir del colegio, era el único horizonte posible de mi vida. Allí, de pie sobre una tarima de madera, frente a filas y filas de muchachitos imberbes y desorientados y niñas impresionables de ojos constantemente abiertos, recibí mis primeras lecciones sobre la naturaleza del poder. De esos estudiantes primerizos me separaban apenas unos ocho años, pero entre nosotros se abría el doble abismo de la autoridad y del conocimiento, cosas que yo tenía y de las que ellos, recién llegados a la vida, carecían por completo. Me admiraban, me temían un poco, y me di cuenta de que uno podía acostumbrarse a ese temor y esa admiración, de que eran como una droga. A mis alumnos les hablaba de los espeleólogos que se quedan atrapados en una cueva y al cabo de varios días comienzan a comerse entre sí para sobrevivir: ¿les asiste o no el Derecho? Les hablaba del viejo Shylock, de la libra de carne que le iban a quitar, de la astuta Portia que se las arregló para impedirlo con un tecnicismo de leguleyo: me divertía viéndolos manotear y vociferar y perderse en argumentos ridículos en su intento por encontrar, en la maraña de la anécdota, las ideas de Ley y de Justicia.