Aura soportó las noches iluminadas mejor de lo que yo hubiera creído, a veces recurriendo a esas máscaras que regalan en los aviones para fabricarse una oscuridad personal, a veces dándose por vencida y encendiendo la televisión para ver un programa publicitario y deleitarse con las máquinas que cortaban todas las frutas, con las cremas que reducían toda la grasa del cuerpo. Su propio cuerpo, por supuesto, se transformaba; una niña de nombre Leticia crecía en él, pero yo no estaba en capacidad de darle la atención que hubiera merecido. Más de una noche me desperté con una pesadilla absurda: había vuelto a vivir en la casa de mis padres, pero esta vez con Aura, y de repente estallaba la estufa de gas y moría toda la familia y yo me daba cuenta y no podía hacer nada. Y, sin importar la hora que fuera, acababa llamando a casa, sólo para asegurarme de que nada hubiera pasado en realidad, de que el sueño siguiera siendo un sueño. Aura intentaba tranquilizarme. Se quedaba mirándome, yo la sentía mirarme. «No es nada», le decía yo. Y sólo al final de la noche lograba dormir unas horas, enrollado en mí mismo, como un perro asustado por los fuegos artificiales, preguntándome por qué en el sueño no estaba Leticia, qué había hecho Leticia para ser desterrada del sueño.
En mi memoria, los meses que siguieron son una época de grandes miedos y de pequeñas incomodidades. En la calle me atacaba la inequívoca certidumbre de ser observado; los daños internos que me había causado el balazo me obligarían a usar muletas durante varios meses. Un dolor que nunca había sentido apareció en mi pierna izquierda, parecido a lo que sienten quienes están a punto de sufrir una apendicitis. Los médicos me explicaban el ritmo al que crecen los nervios y el tiempo que tardaría la recuperación de una cierta autonomía, y yo los escuchaba sin entender, o sin entender que hablaban de mí; en otra parte, lejos de donde yo estaba, mi mujer atendía a las explicaciones de otros médicos sobre temas harto distintos, y tomaba pastillas de ácido fólico y recibía inyecciones de cortisona para madurar los pulmones de la criatura (en la familia de Aura había un historial de partos prematuros). Su vientre estaba cambiando, pero yo no me daba cuenta. Aura me ponía la mano a un lado del ombligo prominente. «Ahí, ahí está. ¿Sentiste?» «¿Pero qué se siente?», preguntaba yo. «No sé, es como una mariposa, como unas alas que te rozan la piel. No sé si me entiendes.» Y yo le decía que sí, que la entendía perfectamente, aunque fuera mentira.
No sentía nada: estaba distraído: el miedo me distraía, imaginaba los rostros de los asesinos, escondidos tras las viseras; el estruendo de los disparos y el silbido continuo en mis tímpanos resentidos; la aparición repentina de la sangre. Ni siquiera ahora, mientras escribo, consigo recordar esos detalles sin que el mismo miedo frío se me meta en el cuerpo. El miedo, en el lenguaje fantástico del terapeuta que me atendió después de los primeros problemas, se llamaba estrés postraumático, y según él tenía mucho que ver con la época de bombas que nos había asolado unos años atrás. «Así que no se preocupe si tiene problemas en la vida íntima», me dijo el hombre (esas palabras pronunció, vida íntima). A esto no dije nada. «El cuerpo está lidiando con algo serio», siguió el médico. «Tiene que concentrarse en eso y eliminar lo que no es necesario. La libido es lo primero que se va, ¿me entiende? Así que no se preocupe. Toda disfunción es normal.» Tampoco esta vez respondí. Disfunción: la palabra me pareció fea, me pareció que sus sonidos se entrechocaban, que afeaban el ambiente, y pensé que no le hablaría del tema a Aura. El médico siguió hablando, no había manera de que dejara de hablar. El miedo era la principal enfermedad de los bogotanos de mi generación, me decía. Mi situación, me decía, no tenía nada de particular: pasaría eventualmente, como había pasado para todos los que habían visitado su consultorio. Todo eso me decía. Nunca logró entender que a mí no me interesaba la explicación racional ni mucho menos el aspecto estadístico de esas palpitaciones violentas, de la sudoración instantánea que en otro contexto hubiera sido cómica, sino las palabras mágicas para que la sudoración y las palpitaciones desaparecieran, el mantra que me permitiera volver a dormir de corrido.
Me acostumbré a rutinas de noctámbulo: después de que un ruido o la ilusión de un ruido me espantara el sueño (y me dejara a merced del dolor de mi pierna), buscaba las muletas, me iba a la sala, me sentaba en la silla reclinable y me quedaba así, mirando los movimientos de la noche en los cerros bogotanos, las luces verdes y rojas de los aviones que se veían cuando el cielo estaba limpio, el rocío que se iba acumulando en las ventanas como una sombra blanca cuando en las madrugadas caía la temperatura. Pero no sólo las noches se vieron perturbadas, sino también la vigilia.
Meses después de lo de Laverde seguía bastando el estallido de un tubo de escape, o un portazo, o incluso un libro grueso que cae de una forma determinada sobre una determinada superficie, para lanzarme a la ansiedad y a la paranoia. En cualquier momento, sin que mediara una causa clara, me ponía a llorar desconsoladamente.
El llanto me caía encima sin aviso: en la mesa del comedor, frente a mis padres o a Aura, o en una reunión de amigos, y a la sensación de estar enfermo se unía la vergüenza. Al principio siempre hubo alguien que se lanzó a abrazarme, hubo las palabras con que se consuela a un niño: «Pero ya pasó, Antonio, ya pasó». Con el tiempo la gente, mi gente, se acostumbró a esos llantos momentáneos, y cesaron las palabras de consuelo, y los abrazos desaparecieron, y la vergüenza fue mayor entonces, porque era evidente que yo, más que producirles lástima, les resultaba ridículo.
Con los extraños, que ninguna lealtad me debían ni tampoco compasión ninguna, fue peor. Durante una de las primeras clases que di después de reincorporarme, un estudiante me hizo una pregunta sobre las teorías de Vonihering.
«La justicia», comencé a decir, «tiene una doble base evolutiva: la lucha del individuo por hacer respetar su derecho y la del Estado por imponer, entre sus coasociados, el orden necesario».
«Entonces», me preguntó un alumno, «¿podemos decir que el hombre que reacciona, al sentirse amenazado o violado, es el verdadero creador del Derecho?».
Y yo le iba a hablar de esos tiempos en que todo el derecho se hallaba incorporado a la religión, esos tiempos remotos en que la distinción entre moral, higiene, lo público y lo privado, era todavía inexistente, pero no alcancé a hacerlo. Me cubrí los ojos con la corbata y rompí a llorar. La sesión se suspendió. Al salir, escuché que el estudiante decía:
«Pobre tipo. No va a salir de ésta».
No fue la última vez que escuché ese diagnóstico. Una noche Aura llegó tarde de una reunión con amigas, eso que en mi ciudad se llama con un anglicismo, shower, una lluvia de regalos para la futura madre. Entró con cuidado, sin duda para no disturbar mi sueño, pero me encontró bien despierto y tomando notas sobre ese Vonihering que me había lanzado a la crisis. «Por qué no te tratas de dormir», me dijo, pero no era una pregunta.
«Estoy trabajando», le dije yo, «termino y me duermo».
La recuerdo entonces quitándose un abrigo delgado (no, un abrigo no, era como una gabardina), poniéndolo en el espaldar de la silla de mimbre, recostándose al marco de la puerta con una mano sosteniendo su inmensa barriga y pasándose la otra mano por el pelo, todo un elaborado preludio como los que hace la gente cuando no quiere decir lo que va a decir, cuando espera que un milagro lo libere de esa obligación.