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Me hubiera gustado tomarla de la mano, no tener muletas y tomarla de la mano, y se lo dije, pero ella estaba ya inconsciente. La acompañé por corredores y ascensores mientras las enfermeras me decían que tranquilo, papá, que todo iba a salir muy bien, y yo me preguntaba qué derecho tenían estas mujeres de llamarme papá, ya no digamos de darme su opinión sobre el futuro. Después, frente a las inmensas puertas batientes de la sala de cirugía, me acomodaron en una sala de espera que más bien era un lugar de paso con tres sillas y una mesa con revistas. Dejé las muletas recostadas en una esquina, junto a la fotografía o más bien el afiche de un bebé rosado que sonreía sin dientes, abrazado a un girasol gigante, sobre un fondo de cielo azul.

Abrí una revista vieja, traté de entretenerme con el crucigrama: Lugar donde se trilla. Hermano de Onán. Personas tardas en sus acciones, especialmente por disimulo. Pero sólo conseguía pensar en la mujer que dormía allá adentro mientras un bisturí le abría la piel y la carne, en las manos enguantadas que se iban a meter en su cuerpo para sacar de él a mi niña. Que tengan cuidado esas manos, pensé, que se muevan con destreza, que no toquen lo que no hay que tocar. Que no te hagan daño, Leticia, y que no te asustes, porque no hay nada que temer. Estaba de pie cuando salió un hombre joven y, sin quitarse la máscara, me dijo: «Sus dos princesas están perfectamente».

No supe en qué momento me había levantado de la silla, y ya la pierna me había comenzado a doler, así que me volví a sentar. Me llevé las manos a la cara por pudor, a nadie le gusta exhibir su llanto. Personas tardas en sus acciones, pensé, especialmente por disimulo. Y después, cuando vi a Leticia en una suerte de piscina azulada y translúcida, cuando la vi por fin dormida y bien envuelta en paños blancos que incluso desde lejos parecían cálidos, volví a pensar en esa ridícula frase.

Me concentré en Leticia. Desde una distancia antipática vi sus ojos sin pestañas, vi la boca más pequeña que había visto nunca, y lamenté que la hubieran acostado con las manos escondidas, porque nada me pareció tan urgente en ese instante como verle las manos a mi hija. Supe que nunca volvería a querer a nadie como quise a Leticia en ese instante, que nadie nunca sería para mí lo que allí fue esa recién llegada, esa completa desconocida.

No volví a pisar la calle 14, ya no digamos los billares (dejé de jugar del todo: mantenerme de pie durante demasiado tiempo empeoraba el dolor de pierna hasta hacerlo insoportable). Así perdí una parte de la ciudad; o, por mejor decirlo, una parte de mi ciudad me fue robada.

Imaginé una ciudad en que las calles, las aceras, se van cerrando poco a poco para nosotros, como las habitaciones de la casa en el cuento de Cortázar, hasta acabar por expulsarnos. «Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a vivir sin pensar», dice el hermano del cuento aquel después de que la presencia misteriosa se ha tomado otra parte de la casa. Y añade: «Se puede vivir sin pensar». Es cierto: se puede.

Después de que la calle 14 me fuera robada -y después de largas terapias, de soportar mareos y estómagos destrozados por la medicación- comencé a aborrecer la ciudad, a tenerle miedo, a sentirme amenazado por ella. El mundo me pareció un lugar cerrado, o mi vida una vida emparedada; el médico me hablaba de mi miedo de salir a la calle, me arrojaba la palabra agorafobia como si fuera un objeto delicado que no hay que dejar caer, y para mí era difícil explicarle que justo lo contrario, una claustrofobia violenta, era lo que me atormentaba.

Un día, durante una sesión que no recuerdo por nada más, ese médico me aconsejó una suerte de terapia íntima que, según dijo, les había funcionado bien a varios de sus pacientes.

«¿Usted lleva un diario, Antonio?»

Le dije que no, que los diarios siempre me habían parecido ridículos, una vanidad o un anacronismo: la ficción de que nuestra vida importa. Él me respondió:

«Pues comience uno. No estoy diciendo un diariodiario, sino un cuadernito para hacerse preguntas.»

«Preguntas», repetí. «Como cuáles.»

«Como qué peligros hay realmente en Bogotá. Qué posibilidades hay de que le vuelva a pasar lo que le pasó, si quiere yo le paso algunas estadísticas. Preguntas, Antonio, preguntas. Por qué le pasó lo que le pasó, y de quién fue la culpa, si fue o no suya. Si esto le hubiera pasado en otro país. Si esto le hubiera pasado en otro momento. Si estas preguntas tienen alguna pertinencia. Es importante distinguir las preguntas pertinentes de las que no lo son, Antonio, y una forma de hacerlo es ponerlas por escrito. Cuando haya decidido cuáles son pertinentes y cuáles son intentos bobos por buscarle explicación a lo que no lo tiene, hágase otras preguntas: cómo recuperarse, cómo olvidar sin engañarse, cómo volver a tener una vida, a estar bien con la gente que lo quiere. Cómo hacer para no tener miedo, o para tener una dosis razonable de miedo, la que tiene todo el mundo. Cómo se hace para seguir adelante, Antonio. Muchas serán cosas que ya se le han ocurrido, seguro, pero es que uno ve las preguntas en papel y es muy distinto. Un diario. Escriba de aquí a quince días y luego hablamos.»

Me pareció una recomendación imbécil, más propia de un libro de autoayuda que de un profesional con canas en las sienes, papeles membreteados en el escritorio, diplomas en varios idiomas en las paredes. No se lo dije, por supuesto, y tampoco fue necesario, porque enseguida lo vi ponerse de pie y dirigirse a su biblioteca (los libros empastados y homogéneos, las fotos de familia, un dibujo infantil enmarcado y firmado de forma ilegible).

«No va a hacer nada de esto, ya me di cuenta», decía mientras abría un cajón. «Le parece una estupidez todo lo que le estoy diciendo. Bueno, puede que sea así. Pero hágame un favor, llévese esto.» Sacó un cuaderno de espiral igual a los que yo usaba en el colegio, con esas tapas que ridículamente imitan la tela de unos jeans; arrancó cuatro, cinco, seis páginas del comienzo y miró la última página, como para asegurarse de que no hubiera ninguna anotación allí; me lo entregó, o más bien lo puso sobre la mesa, frente a mí. Yo lo tomé y, por hacer cualquier cosa, lo abrí y lo hojeé como si fuera una novela.

Era un cuaderno cuadriculado: siempre odié los cuadernos cuadriculados. En la primera página se alcanzaba a notar la presión de la escritura de la página arrancada, esas palabras fantasma. Una fecha, una palabra subrayada, la letra Y. «Gracias», dije, y salí.

Esa misma noche, a pesar del escepticismo que me había provocado en un primer momento la estrategia, cerré con seguro la puerta de mi cuarto, abrí el cuaderno y escribí: Querido diario. El sarcasmo cayó en el vacío. Pasé la página y traté de empezar:

Pero eso fue todo. Así, con el bolígrafo en el aire y la mirada hundida en el signo solitario, permanecí unos segundos largos. Aura, que durante toda la semana había padecido un resfrío leve pero molesto, dormía con la boca abierta. La miré, traté de hacer un croquis de sus rasgos y fracasé. Hice un inventario mental de nuestras obligaciones del día siguiente, que incluirían una vacuna para Leticia. Luego cerré el cuaderno, lo guardé en la mesa de noche y apagué la luz.

Afuera, al fondo de la noche, ladraba un perro.

Un día de 1998, poco después de que terminara el mundial de fútbol en Francia y poco antes de que Leticia cumpliera un año de vida, yo estaba esperando un taxi a la altura del Parque Nacional. No recuerdo de dónde venía, pero sé que me dirigía al norte, a una de las tantas citas de control con que los médicos pretendían tranquilizarme, decirme que la recuperación se estaba produciendo a un ritmo normal, que pronto mi pierna volvería a ser la de antes. Los taxis hacia el norte no pasaban, y en cambio pasaban con frecuencia hacia el centro. Yo no tenía nada que hacer en el centro, pensé absurdamente, nada se me había perdido allí. Y luego pensé: allí se me ha perdido todo. Y así, sin meditarlo demasiado, como un acto de valor privado que nadie fuera de mis circunstancias entendería, crucé la calle y me subí al primer taxi que pasó.