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Unos minutos después me descubrí, más de dos años después de los hechos, acercándome a pie a la plaza del Rosario, entrando al café Pasaje, buscando un sitio libre y desde allí mirando hacia la esquina del atentado, un niño que se asoma con tanta fascinación como prudencia al prado nocturno donde pasta un toro.

Mi mesa, un disco de color marrón con una sola pata metálica, estaba en primera fila: apenas un palmo la separaba del ventanal. No podía ver desde allí la puerta de los billares, pero sí la ruta que tomaron los asesinos de la moto. Los sonidos de la greca de aluminio se mezclaban con el tráfico de la avenida próxima, con el taconeo de los transeúntes; el aroma de los granos molidos se mezclaba con el olor que salía del baño público cada vez que alguien usaba la puerta batiente. La gente poblaba el triste cuadrado de la plaza, cruzaba las avenidas que la enmarcan, rodeaba la estatua del fundador de la ciudad (su coraza oscura salpicada desde siempre de blanca mierda de palomas). Los emboladores estacionados frente a la universidad con sus cajones de madera, los corrillos de esmeralderos: yo los miraba y me maravillaba que ignoraran lo que había sucedido allí, tan cerca de esa acera donde ahora mismo resonaban sus pasos. Fue tal vez mirándolos que pensé en Laverde y me di cuenta de que lo hacía sin ansiedad ni miedo.

Pedí un café, luego pedí otro. La mujer que me trajo el segundo limpió la mesa con un melancólico trapo maloliente y enseguida me puso la taza nueva sobre un nuevo plato.

«¿Se le ofrece algo más, señor?», me preguntó. Vi sus nudillos secos, cruzados de carreteras despavimentadas; un espectro de humo se levantó del líquido negruzco. «Nada», dije, y traté de encontrar algún nombre en mi memoria, sin éxito. Toda la carrera viniendo a este café, y fui incapaz de recordar el nombre de la mujer que, a su turno, llevaba toda la vida atendiendo las mesas.

«¿Le puedo hacer una pregunta?»

«A ver».

«¿Usted sabe quién era Ricardo Laverde?»

«Depende», dice ella, secándose las manos con el delantal, entre impaciente y aburrida. «¿Era un cliente?»

«No», le dije. «O tal vez, pero no creo. Lo mataron allá, del otro lado de la plaza.» «Ah», dijo la mujer. «¿Hace cuánto?» «Dos años», dije. «Dos y medio.»

«Dos y medio», repitió ella. «Pues no, no me acuerdo de ningún muerto de hace dos años y medio. Qué pena con usted.»

Pensé que me mentía. No tenía prueba ninguna de ello, por supuesto, ni me daba mi magra imaginación para inventar las razones de la mentira, pero no me pareció posible que alguien hubiera olvidado un crimen tan reciente. O bien Laverde había muerto y yo había pasado por la agonía y la fiebre y las alucinaciones sin que los hechos quedaran fijos en el mundo, en el pasado o en la memoria de mi ciudad. Esto, por alguna razón, me perturbó. Creo que en ese momento decidí algo, o me sentí capaz de algo, aunque no recuerdo las palabras que usé para formular la decisión.

Salí hacia la derecha del café, dando un rodeo para evitar la esquina, y acabé cruzando La Candelaria hacia el lugar donde había estado viviendo Laverde hasta el día en que murió abaleado.

Bogotá, como todas las capitales latinoamericanas, es una ciudad móvil y cambiante, un elemento inestable de siete u ocho millones de habitantes: aquí uno cierra los ojos demasiado tiempo y puede muy bien que al abrirlos se encuentre rodeado de otro mundo (la ferretería donde ayer vendían sombreros de fieltro, el chance donde despachaba un zapatero remendón), como si la ciudad entera fuera el plato de uno de esos programas bromistas donde la víctima va al baño del restaurante y regresa no a un restaurante, sino a un cuarto de hotel. Pero en todas las ciudades latinoamericanas hay uno o varios lugares que viven fuera del tiempo, que permanecen inmutables mientras el resto se transforma. Así es el barrio de La Candelaria.

En la calle de Ricardo Laverde, la imprenta de la esquina seguía estando allí, con la misma enseña junto al marco de la puerta y aun las mismas invitaciones matrimoniales y las mismas tarjetas de visita que habían servido como reclamo en diciembre de 1995; las paredes que en 1995 estaban cubiertas con carteles de papel barato seguían cubiertas, dos años y medio después, con otros carteles del mismo papel y del mismo formato, rectángulos amarillentos que anunciaban unas exequias o una corrida de toros o una candidatura al Concejo donde lo único que cambiaba eran los nombres propios. Todo seguía igual aquí. Aquí la realidad se ajustaba -como no suele hacerlo a menudo- a la memoria que tenemos de ella.

La casa de Laverde también era idéntica a la memoria que yo tenía de ella. La línea de tejas estaba rota en dos partes, como dientes faltantes en la boca de un anciano; la pintura de la puerta de entrada estaba descascarada a la altura de los pies y la madera astillada: el punto exacto donde el que llega demasiado cargado da una patada para que la puerta no se cierre. Pero todo lo demás era igual, o así me lo pareció al escuchar el retumbo de mi llamado en el interior de la casa.

Cuando nadie abrió, di dos pasos atrás y levanté la mirada, esperando una señal de vida humana en el tejado. No la encontré: vi un gato retozando junto a la antena de televisión y un parche de musgo que crecía junto a la base de la antena, y eso fue todo.

Ya había comenzado a resignarme cuando sentí movimientos del otro lado de la puerta. Abrió una mujer.

«¿Qué se le ofrece?», me dijo. Y lo único que pude encontrar fue un prodigio de torpeza:

«Es que yo era amigo de Ricardo Laverde».

Vi una expresión de desconcierto o suspicacia. La mujer me habló entonces con hostilidad pero sin sorpresa, como si me hubiera estado esperando.

«Yo ya no tengo nada que decir», dijo. «Todo eso fue hace tiempo, ya se lo conté todo a los periodistas.»

«¿Qué periodistas?»

«Eso fue hace rato, yo ya les conté todo.»

«Pero yo no soy periodista», dije. «Yo era amigo…»

«Yo ya conté todo», dijo la mujer. «Ustedes ya sacaron esas cochinadas, no crea que se me ha olvidado.»

En ese momento apareció, detrás de ella, un muchachito que juzgué demasiado crecido para tener la boca sucia. «¿Qué pasa, Consu? ¿La está molestando este señor?» Se acercó un poco más a la puerta y la luz del día le dio en la cara: no era suciedad lo que había en su boca, sino la sombra de un bozo incipiente. «Dice que era amigo de Ricardo», dijo Consu en voz baja. Me miró de arriba abajo, y yo hice lo mismo con ella: era gorda y bajita, llevaba el pelo recogido en una moña que no parecía gris, sino dividida en mechones negros y blancos como un juego de mesa, y la cubría un vestido negro de algún material elástico que se pegaba a sus formas, de manera que el cinturón de lana tejida quedaba devorado por la carne suelta de su vientre, y lo que uno veía era una especie de gruesa lombriz blanca saliendo del ombligo. Se acordó de algo, o pareció que se acordaba de algo, y en su cara -en los pliegues de su cara, rosados y sudorosos como si Consu acabara de hacer algún trabajo físico- se formó un puchero. La mujer sesentona se convirtió entonces en una niña inmensa a la que alguien ha negado un dulce.

«Con permiso, señor», dijo Consu, y empezó a cerrar la puerta.

«No cierre», le pedí. «Déjeme que le explique.»

«Váyase, hermano», dijo el joven. «Aquí nada se le ha perdido.»