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«Yo lo conocí», dije.

«No le creo», dijo Consu.

«Yo estaba con él cuando lo mataron», dije entonces. Me levanté la camiseta, le mostré a la mujer la cicatriz de mi vientre. «Una bala me dio a mí», dije. Las cicatrices son elocuentes.

Durante las horas que siguieron le hablé a Consu de aquel día, de mi encuentro con Laverde en los billares, de la Casa de Poesía y de lo que ocurrió después. Le hablé de lo que Laverde me había contado y le dije que todavía no entendía por qué me había contado aquello. Le hablé también de la grabación, del desconsuelo que había arrollado a Laverde mientras la escuchaba, de las especulaciones que me cruzaron por la mente en su momento sobre sus posibles contenidos, sobre lo que puede decirse para que se produzca ese efecto en un adulto más o menos curtido.

«No puedo imaginarme», le dije. «Y he tratado, le juro, pero no lo logro. No se me ocurre.»

«No, ¿verdad?», me dijo ella.

«No», le dije yo.

Para ese momento ya estábamos en la cocina, Consu sentada en una silla de plástico blanco y yo en una butaca de madera con un travesaño roto, tan cerca de la pipeta de gas que hubiéramos podido tocarla con sólo estirar el brazo.

El interior de la casa era tal como me lo había imaginado yo: el patio, las vigas de madera visibles en el techo, las puertas verdes de las habitaciones de alquiler. Consu me escuchaba y asentía, metía las manos entre las rodillas y cerraba las piernas como si no quisiera que las manos se le escaparan.

Después de un rato me ofreció un café negro que hacía llenando de granos molidos un pedazo de media velada y luego metiendo la media en una olleta de latón cubierta de abolladuras grises, y cuando lo terminé me ofreció otro y repitió el procedimiento, y cada vez el aire quedó impregnado con el olor del gas y luego del fósforo quemado.

Le pregunté a Consu cuál era la habitación de Laverde, y ella la señaló frunciendo los labios e indicando con la cabeza como un potro incómodo.

«Ésa de allá», dijo. «Ahora la ocupa un músico, lo más buena gente, si viera, toca la guitarra en el Camarín del Carmen.» Se quedó callada, mirándose las manos, y al cabo dijo: «Tenía un candado de clave, porque a Ricardo no le gustaba andar con llaveros. Me tocó romperlo cuando lo mataron».

La policía había llegado, por uno de esos azares, a la hora en que Ricardo Laverde solía llegar, y Consu, pensando en él, les abrió antes de que golpearan. Se encontró con dos agentes, uno de pelo canoso que ceceaba al hablar y otro que se mantuvo dos pasos por detrás y no dijo una sola palabra.

«Se notaba que las canas eran prematuras, quién sabe qué habría visto ese señor», dijo Consu. «Me mostró una cédula y me preguntó si reconocía al individuo, así dijo, el individuo, qué palabra tan rara para un muerto. Y yo, la verdad, no lo reconocí», dijo Consu, santiguándose. «Es que había cambiado mucho. Tuve que leer para decirles que sí, que ese señor se llamaba Ricardo Laverde y vivía aquí desde tal mes. Primero pensé: se metió en problemas. Lo van a encanar otra vez. Me dio lástima, porque Ricardo cumplía con todas sus cosas desde que salió.»

«¿Con qué cosas?»

«Las cosas que hacen los presos. Los que eran presos y ya no son.»

«Así que usted sabía», dije.

«Claro, mijito. Todo el mundo sabía.»

«¿Y también se sabía qué había hecho?»

«No, eso no», dijo Consu. «Bueno, yo no quise averiguar nunca. Se hubiera dañado mi relación con él, ¿sí o no? Ojos que no ven, corazón que no siente, eso es lo que yo digo.»

Los policías la siguieron hasta el cuarto de Laverde. Usando un martillo como palanca, Consu hizo estallar la medialuna de aluminio, y el candado fue a dar a una de las acequias del patio interior.

Cuando abrió la puerta se encontró con una habitación de monje: el rectángulo perfecto del colchón tendido, la sábana impecable, la almohada con su funda sin dobleces, sin las curvas y las avenidas que marca una cabeza con el paso de las noches. Al lado del colchón, una tabla de madera sin tratar sobre dos ladrillos; sobre la tabla, un vaso de agua que parecía turbia.

Al día siguiente esa imagen, la del colchón y la improvisada mesita de noche, salió en el periódico amarillista junto a la mancha de sangre en la acera de la calle 14. «Desde ese día no entra un periodista en esta casa», dijo Consu. «Esa gente no respeta nada.»

«¿Quién lo mató?»

«Ay, si yo supiera. No sé, no sé quién lo mató, si era lo más bueno. De la gente buena que yo he conocido, le juro. Aunque haya hecho cosas malas.»

«¿Qué cosas?»

«Eso sí no sé», dijo Consu. «Algo habrá hecho.»

«Algo habrá hecho», repetí.

«Además, qué importa ya», dijo Consu. «O acaso es que averiguando lo vamos a resucitar.»

«Pues no», dije yo. «¿Y dónde está enterrado?»

«¿Para qué quiere saber?»

«No sé. Para visitarlo. Para llevarle flores. ¿Cómo fue el entierro?»

«Chiquito. Lo organicé yo, claro. Yo era lo más parecido que Ricardo tenía a un pariente.»

«Claro», dije. «La esposa se acababa de matar.»

«Ah», me dijo Consu. «Usté también sabe sus cosas, quién lo viera.»

«Ella venía para pasar Navidad con él. Él se había hecho tomar una foto absurda para regalársela a ella.»

«¿Absurda? ¿Por qué absurda? A mí me pareció tierna.»

«Era una foto absurda.»

«La foto de las palomas», dijo Consu.

«Sí», dije yo. «La foto de las palomas.» Y luego: «Seguro que tenía que ver con eso».

«Qué cosa.»

«Lo que estaba oyendo.

Siempre he pensado que lo que estaba oyendo tenía que ver con ella, con la esposa. Me imagino una carta grabada, no sé, un poema que a ella le gustaba.» Por primera vez, Consu sonrió.

«¿Eso se imagina?»

«No sé, algo así.» Y entonces, no sé por qué, mentí o exageré. «Me he pasado dos años y medio pensando en eso, es curioso que un muerto ocupe tanto espacio aunque no lo hayamos conocido. Dos años y medio pensando en Elena de Laverde. O Elena Fritts, o como se llamara. Dos años y medio», dije. Me sentí bien al decirlo.

No sé qué haya visto Consu en mi cara, pero su expresión cambió, e incluso cambió su manera de sentarse.

«Dígame una cosa», me dijo, «pero dígame la verdad. ¿Usté lo quería?».

«¿Cómo?»

«¿Lo quería o no?»

«Sí», dije, «lo quería mucho».

Tampoco esto era cierto, claro. La vida no nos había dado tiempo para el afecto, y lo que me movía no era el sentimiento ni la emoción, sino esa intuición que a veces tenemos de que algunos hechos han modelado nuestras vidas más de lo aceptado o evidente. Pero he aprendido muy bien que esas sutilezas no sirven para nada en el mundo real, y muchas veces hay que sacrificarlas, dar al otro lo que el otro quiere oír, no ponernos demasiado honestos (la honestidad es ineficaz, no llega a ninguna parte). Miré a Consu y lo que vi fue una mujer sola, sola como yo mismo estoy solo.

«Mucho», repetí. «Lo quería mucho.»

«Bueno», dijo ella, poniéndose de pie. «Espéreme aquí, le voy a mostrar algo.»

Desapareció durante unos instantes. Yo pude seguir sus movimientos con el oído, el chancleteo de sus pies, el breve intercambio con un inquilino -«Va tarde, papito»; «Ay, doña Consu, no se meta en lo que no le importa»-, y por un instante pensé que la charla se había terminado y lo siguiente sería un muchachito de bigote ralo que me pide que me vaya con alguna frase relamida, lo acompaño a la puerta o señor, gracias por su visita. Pero entonces la vi regresar como distraída, mirándose las uñas de la mano izquierda: de nuevo la niña que yo había visto en la puerta de la casa. En la otra mano (sus dedos se hacían delicados para sostenerlo, como a un animalito enfermo) llevaba un balón de fútbol demasiado pequeño que muy pronto se convirtió en una vieja radio en forma de balón de fútbol. Dos de los hexágonos negros eran los parlantes; en la parte superior había una ventanilla que dejaba ver la casetera; en la casetera había puesto un cassette negro. Un cassette negro de etiqueta naranja. En la etiqueta, una sola palabra: BASF.