«Es sólo el lado A», me dijo Consu. «Cuando termine de oírlo, deje todo junto a la estufa. Ahí donde están los fósforos. Y que la puerta le quede bien cerrada al salir.»
«Un momento, un momento», dije. Las preguntas se me agolparon en la boca. «¿Usted tiene esto?»
«Yo tengo esto.»
«¿Cómo lo consiguió? ¿No lo va a oír conmigo?»
«Es lo que llaman efectos personales», dijo ella. «Me lo trajo la policía junto con todo lo que había en los bolsillos de Ricardo. Y no, no lo voy oír. Me lo sé de memoria, y no lo quiero oír más, este cassette no tiene nada que ver con Ricardo. Y en el fondo tampoco tiene nada que ver conmigo. Tan raro, ¿cierto? Una de mis pertenencias más preciadas, y no tiene nada que ver con mi vida.»
«Una de sus pertenencias más preciadas», repetí.
«Usté ha visto que a la gente le preguntan qué sacaría de su casa si hubiera un incendio. Bueno, pues yo sacaría este cassette. Será porque nunca tuve una familia, y por aquí no hay álbumes de fotos ni ninguna de esas vainas.»
«¿Y el muchacho que me recibió?»
«¿Qué pasa con él?»
«¿No es familia?»
«Es un inquilino», dijo Consu, «uno como cualquier otro». Pensó un instante y añadió: «Mis inquilinos son mi familia».
Con esas palabras (y con perfecto sentido del melodrama) salió a la calle y me dejó solo.
Lo que había en la grabación era un diálogo en inglés entre dos hombres: hablaban de las condiciones climáticas, que eran buenas, y luego hablaban de trabajo. Uno de los hombres explicaba al otro las regulaciones sobre el número de horas que era permitido volar antes del descanso obligatorio. El micrófono (si es que se trataba de un micrófono) captaba un zumbido constante y, sobre el fondo blanco del zumbido, un revoloteo de papeles.
«Me dieron este cuadro», decía el primer hombre.
«Bueno, pues a ver qué puedes encontrar», decía el segundo. «Yo me encargo del avión y la radio.»
«Bien. Pero en este cuadro sólo hablan del tiempo de trabajo, no de los periodos de descanso.»
«Eso también es muy confuso.»
Recuerdo muy bien haber escuchado la conversación durante varios minutos -la atención puesta toda en encontrar una referencia a Laverde- antes de comprobar, entre desconcertado y perplejo, que la gente que hablaba en ella no tenía relación ninguna con la muerte de Ricardo Laverde, y, lo que es más, que Ricardo Laverde no se mencionaba en ella en ningún momento. Uno de los hombres empezó a hablar de las ciento treinta y seis millas que les quedaban hasta el VOR, de los treinta y dos mil pies que deberían bajar, y de que encima de todo tenían que ir reduciendo la velocidad, así que bueno, ya era tiempo de ponerse manos a la obra. En ese momento el otro dijo esas palabras que lo cambiaron todo:
«Bogotá, American nueve sesenta y cinco, permiso para descender». Y me pareció inverosímil haber tardado tanto en comprender que en pocos minutos ese vuelo se estrellaría en El Diluvio, y que entre los muertos estaría la mujer que venía a pasar las fiestas con Ricardo Laverde.
«American Airlines Operations en Cali, aquí American nueve sesenta y cinco. ¿Me copia?»
«Adelante, American nueve seis cinco, aquí Cali.»
«Muy bien, Cali. Estaremos allí en unos veinticinco minutos.»
Esto era lo que había estado escuchando Ricardo Laverde poco antes de ser asesinado: la caja negra del vuelo en que había muerto su mujer. Sufrí la revelación como un puñetazo, con la misma pérdida de equilibrio, el mismo trastorno de mi mundo inmediato. ¿Pero cómo la había conseguido?, me pregunté entonces. ¿Era eso posible, pedir la grabación de un vuelo accidentado y obtenerla como se obtiene, no sé, un documento del catastro? ¿Hablaba inglés Laverde, o por lo menos lo comprendía lo suficiente para escuchar y entender y lamentar -sí, sobre todo lamentar- esa conversación? O tal vez no era necesario entender nada para lamentarla, porque nada en la conversación se refería a la mujer de Laverde: ¿no bastaba con la conciencia, la terrible conciencia, de esa proximidad entre los pilotos que hablaban y una de sus pasajeras?
Dos años y medio después, esas preguntas seguían sin respuesta. Ahora el capitán pedía la puerta de llegada (era la dos), ahora pedía la pista (era la cero uno), ahora encendía las luces del avión porque había mucho tráfico visual en el área, ahora hablaban de una posición que quedaba cuarenta y siete millas al norte de Rionegro y la buscaban en el plan de vuelo… Y ahora, por fin, llegaba el anuncio por el altavoz: «Damas y caballeros, les habla el capitán. Hemos comenzado nuestro descenso».
Han comenzado el descenso. Una de esas damas es Elena Fritts, que viene de ver a su madre enferma en Miami, o del entierro de su abuela, o simplemente de visitar a sus amigos (de pasar con ellos el día de Acción de Gracias). No, es su madre, su madre enferma. Elena Fritts piensa acaso en esa madre, preocupándose por haberla dejado, preguntándose si ha hecho bien en dejarla. También piensa en Ricardo Laverde, su marido. ¿Piensa en su marido? Piensa en su marido, que ha salido de la cárcel.
«Quiero desear a todos unas vacaciones muy felices, y un 1996 lleno de salud y prosperidad», dice el capitán. «Gracias por haber volado con nosotros.»
Elena Fritts piensa en Ricardo Laverde. Piensa que ahora podrán retomar la vida donde la dejaron. Mientras tanto, en la cabina, el capitán le ofrece maní al copiloto. «No, gracias», dice el copiloto. El capitán dice: «Qué bonita noche, ¿no?». Y el copiloto: «Sí. Está muy agradable por estos lados». Luego se dirigen a la torre de control, piden permiso para descender a una menor altitud, la torre les dice que bajen al nivel dos cero cero, y luego el capitán dice, en español y con acento pesado: «Feliz Navidad, señorita».
¿En qué piensa, sentada en su puesto, Elena Fritts? Me la imagino, no sé por qué, ocupando un puesto de ventanilla. Mil veces he imaginado ese momento, mil veces lo he reconstruido como un escenógrafo construye una escena, y lo he llenado con especulaciones sobre todo: desde la ropa que lleva puesta Elena -una blusa ligera de color azul claro y zapatos sin medias – hasta sus opiniones y sus prejuicios. En la imagen que me he formado y se me ha impuesto, la ventanilla está a la izquierda; a la derecha, un pasajero dormido (los brazos velludos, un ronquido irregular). La mesa auxiliar está abierta; Elena Fritts ha querido cerrarla cuando el capitán ha anunciado el descenso, pero todavía nadie ha pasado a recoger su vasito de plástico.
Elena Fritts mira por la ventanilla y ve un cielo limpio; no sabe que su avión está bajando a veinte mil pies de altura; no le importa no saberlo. Tiene sueño: son más de las nueve de la noche, y Elena Fritts ha comenzado a viajar desde muy temprano, porque la casa de su madre no queda en Miami propiamente, sino en un suburbio. O incluso en otro lugar completamente distinto, Fort Lauderdale, digamos, o Coral Springs, alguna de esas pequeñas ciudades de la Florida que son más bien gigantescos hogares geriátricos, adonde llegan los viejos del país entero a pasar sus últimos años lejos del frío y del estrés y de la mirada resentida de sus hijos.
Así que Elena Fritts ha tenido que levantarse temprano esta mañana; un vecino que tenía de todas formas que ir a Miami la ha llevado al aeropuerto, y Elena ha tenido que recorrer con él una o dos o tres horas de esas autopistas rectas y famosas en el mundo entero por sus facultades anestésicas. Ahora sólo piensa en llegar a Cali, tomar la conexión a tiempo, llegar a Bogotá tan cansada como han llegado siempre los pasajeros que toman ese vuelo para hacer esa conexión, pero más contenta que los otros pasajeros, porque a ella la espera un hombre que la quiere. Piensa en eso y luego en darse una buena ducha y acostarse a dormir. Allá abajo, en Cali, una voz dice: «American nueve seis cinco, ¿su distancia?».