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Esperé un buen rato antes de irme de la casa de La Candelaria, no sólo por escuchar una vez más la grabación (lo cual hice: no una, sino dos veces), sino porque ver de nuevo a Consu se me había convertido de repente en una urgencia. ¿Qué más sabía ella de Ricardo Laverde? Quizás había sido por no verse obligada a hacer revelaciones, por no encontrarse de repente a merced de mis interrogatorios, que me había dejado solo en su casa y con su posesión más preciada. Comenzaba a caer la tarde. Me asomé a la calle: los faroles amarillos se encendían ya, las paredes blancas de las casas cambiaban de color. Hacía frío. Miré hacia una esquina, hacia la otra. Consu no estaba, no se la veía por ninguna parte, así que volví a la cocina y en una bolsa más grande encontré una pequeña bolsa de papel del tamaño de una media de aguardiente. Mi bolígrafo no escribía bien en esa superficie, pero tendría que arreglármelas.

Estimada Consu,

La estuve esperando casi una hora. Gracias por dejarme oír la grabación. Quería decírselo en persona, pero no hubo manera.

Debajo de estas líneas garabateadas escribí mi nombre completo, ese apellido que tan inusual es en Colombia y que no deja de provocarme cierta timidez cuando lo escribo para según qué personas, en mi país hay muchos que desconfían de alguien cuando es necesario deletrear su apellido.

Luego alisé la bolsa con las manos y la dejé sobre la grabadora, una de las esquinas atrapada por la puerta de la casetera. Y salí a la ciudad con una mezcla de sensaciones en el pecho y una sola certeza: no quería llegar a casa, quería guardar para mí lo que acababa de sucederme, el secreto a cuya revelación había asistido. Pensé que nunca iba a estar tan cerca de la vida de Ricardo Laverde como lo había estado allí, en su casa, durante los minutos que había durado la grabación de la caja negra, y no quería que esa curiosa exaltación se disipara, así que bajé a la carrera Séptima y comencé a caminar por el centro de Bogotá, pasando por la plaza de Bolívar y siguiendo hacia el norte, metiéndome entre la gente en la acera siempre abarrotada y dejándome empujar por los que tenían más prisa y chocándome con los que venían de frente, y buscando callejones que frecuentara poco e incluso metiéndome al mercado de artesanías de la calle 10, me parece que es la calle 10, y durante todo el tiempo pensando que no quería llegar a casa, que Aura y Leticia formaban parte de un mundo distinto del mundo en que habitaba la memoria de Ricardo Laverde y desde luego distinto del mundo en que se había estrellado el vuelo 965. No, yo no podía llegar todavía a casa.

En eso pensaba al llegar a la calle 22, en cómo aplazar la llegada a casa para seguir viviendo en la caja negra, con la caja negra, y entonces mi cuerpo tomó la decisión por mí y acabé entrando a un cine porno donde una mujer de pelo largo y muy claro, desnuda en medio de una cocina integral, levantaba una pierna hasta que el tacón de su zapato se enredaba con la rejilla de los fogones, y mantenía ese delicado equilibrio mientras un hombre vestido la penetraba y le daba al mismo tiempo órdenes incomprensibles, pues los movimientos de su boca no llegaban nunca a corresponderse con las palabras que la boca pronunciaba.

El Jueves Santo de 1999, nueve meses después de mi encuentro con la casera de Ricardo Laverde y ocho antes de que se acabara el milenio, llegué a mi apartamento y encontré en el contestador una voz de mujer y un número de teléfono. «Éste es un mensaje para el señor Antonio Yammara», decía la voz, una voz juvenil pero melancólica, una voz cansada y sensual al mismo tiempo, la de una de esas mujeres que han tenido que crecer de manera prematura.

«La señora Consuelo Sandoval me dio su nombre, el número me lo conseguí yo. Espero que no le moleste, usted está en el directorio. Llámeme, por favor. Necesito hablar con usted.»

Marqué de inmediato.

«Estaba esperando su llamada», me dijo la mujer.

«¿Con quién hablo?», pregunté.

«Perdón si lo molesto», me dijo la mujer. «Me llamo Maya Fritts, no sé si mi apellido le dice algo. Bueno, no es mi apellido original, es el de mi madre, el de verdad es Laverde.» Y al quedarme yo en silencio, la mujer añadió lo que ya era para ese momento innecesario: «Soy la hija de Ricardo Laverde. Necesito preguntarle unas cosas».

Creo que entonces dije algo, pero es posible que me limitara a repetir el nombre, los dos nombres, el nombre suyo y el de su padre. Maya Fritts, hija de Ricardo Laverde, siguió hablando.

«Pero mire, yo vivo lejos y no puedo ir a Bogotá, es largo de explicar. Por eso el favor es doble, porque quiero invitarlo a pasar el día aquí, en mi casa, conmigo. Quiero que venga a hablarme de mi padre, a contarme todo lo que sepa. Es un favor grande, sí, pero aquí hace calor y se cocina rico, le prometo que no va a perder la venida. Así que usted dirá, señor Yammara. Si tiene papel y lápiz ahí, ya mismo le explico cómo se llega.»

III. La mirada de los ausentes

A las siete de la mañana siguiente me encontré bajando por la calle 80, con un café negro como todo desayuno, rumbo a las salidas occidentales de la ciudad. Era una mañana encapotada y fría, y el tráfico a esa hora resultaba ya denso y aun agresivo; pero no tardé demasiado en llegar a las fronteras de la ciudad, allí donde los paisajes urbanos cambian y los pulmones notan la brusca ausencia de la contaminación. La salida había cambiado con los años: vías amplias y recién pavimentadas que ostentaban el blanco refulgente de sus señalizaciones, esos pasos de cebra, la línea intermitente en la calzada. No sé cuántas veces hice de niño trayectos similares, cuántas veces subí a las montañas que rodean la ciudad para luego hacer un descenso drástico, y así pasar en cuestión de tres horas de nuestros dos mil seiscientos metros fríos y lluviosos al valle del río Magdalena, donde algunos lugares quedan por debajo del nivel del mar y las temperaturas pueden acercarse en ciertas zonas malhadadas a los cuarenta grados centígrados.

Era el caso de La Dorada, la ciudad que marca la mitad del camino entre Bogotá y Medellín y que suele servir a los que hacen ese recorrido de parada o lugar de encuentro o incluso balneario de ocasión.

En los alrededores de La Dorada, en un lugar que por la descripción parecía ajeno a la ciudad, a su ajetreo de pavimento y tráfico pesado, vivía Maya Fritts. Pero yo, en lugar de pensar en ella y en el azar que nos había puesto en contacto, me pasé las cuatro horas de trayecto pensando en Aura o, mejor, en lo que había ocurrido con Aura la noche anterior.

Después de tomarle dictado a Maya Fritts y de acabar con un mapa mal hecho sobre el reverso de una página (del otro lado estaban los apuntes para una de mis próximas clases: discutiríamos el derecho que tenía Antígona a violar la ley para enterrar a su hermano), Aura y yo habíamos cubierto la rutina de la noche de la manera más pacífica posible, haciendo la comida entre los dos mientras Leticia veía una película, contándonos nuestros días respectivos, riendo, tocándonos al cruzarnos en la cocina estrecha. Peter Pan, ésta le gustaba mucho a Leticia, y también El libro de la selva, y Aura le había comprado dos o tres shows de los Muppets, menos para darle gusto a la niña que por satisfacer ella sus nostalgias privadas, el cariño que le tenía al Conde Contar, el desprecio fácil que sentía por Miss Piggy. Pero no, no eran los Muppets lo que sonaba esa noche en la televisión de nuestro cuarto, sino una de aquellas películas. Peter Pan, sí: era Peter Pan lo que estaba sonando -«esta historia ha sucedido antes y volverá a suceder», decía el narrador anónimo que la presenta- cuando Aura, enfundada en un delantal de tela roja con el anacrónico rostro de Papá Noel, me dijo sin mirarme a los ojos: