Comencé a sudar. Al abrir la ventana en algún momento, para comprarle a un vendedor ambulante una de las cervezas que se calentaban lentamente en una caja llena de hielo, mis gafas oscuras se empañaron con el golpe de calor. Pero el sudor era lo que más me molestaba. Los poros de mi cuerpo estaban, de repente, en el centro de mi conciencia.
Sólo pasado el mediodía llegué a la zona. Después de un trancón de casi una hora a la altura de Guarinocito (un camión con un eje roto puede ser letal en una vía de sólo dos carriles que carece de berma), después de que los farallones se alzaran en la distancia y mi carro entrara en la zona de las haciendas ganaderas, vi la rudimentaria escuelita que debía ver, seguí la distancia indicada junto a un gran tubo blanco que bordeaba la vía y giré a la derecha, en dirección al río Magdalena. Pasé junto a una estructura metálica donde alguna vez hubo una pancarta publicitaria, pero que ahora, vista desde lejos, era una suerte de gran corsé abandonado (unos cuantos gallinazos vigilaban la parcela desde los travesaños); pasé junto a un abrevadero donde bebían dos vacas, los cuerpos muy juntos, estorbándose y empujándose, las cabezas protegidas del sol por un escuálido techo de aluminio.
Al cabo de trescientos metros de una carretera despavimentada, me encontré pasando junto a varios grupos de niños de torso desnudo que se gritaban y reían y levantaban una nube de polvo suelto al avanzar. Uno de ellos alargó una mano pequeña y morena con un pulgar extendido. Me detuve, acerqué el carro a la berma; ya quieto, sentí de nuevo en la cara y en el cuerpo el golpe violento del calor de las doce. Sentí de nuevo la humedad; sentí los olores. El niño habló primero.
«Yo voy hasta donde usté vaya, don.»
«Voy para Las Acacias», le dije. «Si sabe dónde es, lo llevo hasta allá.»
«Pues entonces no me sirve, don», me dijo el niño sin perder ni un segundo la sonrisa. «Es metiéndose por ahí, mire. Ese perro es de ahí. No muerde, tranquilo.»
Era un pastor alemán negro y cansado con una mancha blanca en la cola. Notó mi presencia, levantó las orejas y me miró sin interés; luego dio un par de vueltas debajo de un árbol de mango, la nariz junto a la tierra y la cola pegada a las costillas como un plumero, y al final se acostó junto al tronco y comenzó a lamerse una pata. Le tuve lástima: su pelaje no estaba diseñado para estos climas.
Conduje un rato más, siempre debajo de árboles cuyo denso follaje no dejaba pasar la luz, hasta llegar frente a un portal de columnas sólidas y travesaño de madera del cual colgaba una tabla que parecía recién embadurnada con aceite para muebles, y en la tabla aparecía, pirograbado, el nombre soso y sin gracia de la propiedad. Tuve que bajar para abrir la puerta, cuyo pasador original parecía haberse atascado en su sitio en el principio de los tiempos; seguí avanzando un buen trecho sobre un camino abierto en el prado a fuerza de transitar por él, dos senderos de tierra separados por una cresta de hierba dura; y al final, más allá de un poste donde descansaba un gallinazo pequeño, llegué frente a una casa blanca de una sola planta.
Llamé, pero nadie apareció. La puerta estaba abierta: un comedor de vidrio y una sala de sillones claros, todo bajo el dominio de un ventilador cuyas aspas parecían animadas por una suerte de vida interior, de misión privada contra las altas temperaturas. En la terraza colgaban tres hamacas de colores vivos, y debajo de una de ellas alguien había dejado una guayaba mordida a medias que ahora se devoraban las hormigas.
Estaba a punto de preguntar de un grito si no había nadie en casa cuando oí un silbido, y luego otro, y me costó un par de segundos descubrir, más allá de las buganvillas que flanqueaban la casa, más allá de los árboles de guanábana que crecían detrás de las buganvillas, la silueta que movía los brazos como pidiendo auxilio.
Había algo monstruoso en aquella figura demasiado blanca de cabeza demasiado grande y piernas demasiado gruesas; pero no pude mirarla con la atención necesaria mientras caminaba hacia ella, porque toda mi concentración estaba puesta en no romperme un tobillo con las piedras o los desniveles del terreno, en no rasgarme la cara con las ramas bajas de los árboles. Detrás de la casa brillaba el rectángulo de una piscina que no parecía bien cuidada: un rodadero azul con la pintura dañada por el sol, una mesa redonda con el parasol plegado, la red de limpiar recostada a un árbol como si no hubiera sido utilizada nunca.
En eso pensaba cuando llegué junto al monstruo blanco, pero para entonces ya la cabeza se había convertido en una máscara con velo, y la mano, en un guante de dedos gruesos. La mujer se quitó la máscara, se pasó una mano rápida por el pelo (castaño tirando a claro, cortado con intencionada torpeza, peinado con genuino descuido), me saludó sin sonreír y me explicó que había tenido que interrumpir la inspección de sus colmenas para venir a recibirme. Ahora tenía que volver al trabajo.
«Es una bobada que vaya a aburrirse esperándome en la casa», me dijo pronunciando todas las letras, casi una por una, como si la vida le fuera en ello. «¿Alguna vez ha visto un panal de cerca?»
De inmediato me di cuenta de que tenía mi edad, años más o menos, aunque no podría decir qué secreta comunicación generacional había entre nosotros, ni si eso existe realmente: un conjunto de gestos o de palabras o un determinado timbre de voz, una manera de saludar o de moverse o de dar las gracias o de cruzar la pierna al sentarnos, que compartimos con los otros miembros de nuestra camada.
Tenía los ojos verdes más claros que he visto nunca, y en su cara se daban cita la piel de una niña y la expresión de una mujer madura y trasegada: su cara era como una fiesta de la cual ya se han ido todos. No había adornos en ella, salvo por dos chispas de diamante (me pareció que eran diamantes) apenas visibles en los lóbulos estrechos.
Vestida con su traje de apicultora que ocultaba sus formas, Maya Fritts me llevó a un cobertizo que alguna vez pudo haber sido una pesebrera: un cuarto oloroso a estiércol de cuyas paredes colgaban dos máscaras y un overol blanco.
«Póngaselo», me ordenó. «A mis abejas no les gustan los colores fuertes.»
Yo no hubiera dicho que el azul de mi camisa era fuerte, pero no protesté.
«Yo no sabía que las abejas vieran en colores», le dije, pero ella estaba ya poniéndome un sombrero blanco en la cabeza y explicándome cómo se amarraba el velo de nylon de la máscara. Al pasarme los cordones por debajo de las axilas para abrocharlos detrás de la espalda, me abrazó como un pasajero al motociclista; me gustó la proximidad de su cuerpo (creí sentir la presión fantasma de sus senos sobre mi espalda) pero también la seguridad con que actuaban sus manos, la firmeza o la desvergüenza con que tocaban mi cuerpo. De alguna parte sacó otro par de cordones blancos, puso una rodilla en el suelo, me cerró con ellos las perneras del pantalón y me dijo, mirándome a los ojos sin pudor ninguno: