«¿Nada? ¿Él nunca habló de mí?»
«Nunca. Sólo de su madre. Elena, ¿no?»
«Elaine. Se llamaba Elaine, los colombianos le cambiaron el nombre por Elena y ella se dejó. O se acostumbró.»
«Pero Elena no quiere decir Elaine.»
«Si supiera», me dijo, «cuántas veces la oí explicar eso».
«Elaine Fritts», dije. «Para mí debería ser una extraña, y no lo es. Es raro. Bueno, usted sabrá lo de la caja negra.»
«¿Lo del cassete?»
«Sí. Yo no tenía manera de saber que estaría hoy aquí, Maya. Habría tratado de quedarme con esa cinta. No creo que hubiera sido tan difícil.»
«Ah, por eso no se preocupe», dijo Maya. «Yo la tengo.»
«¿Cómo?»
«Claro, ¿qué esperaba? Es el avión donde murió mi madre, Antonio. Yo me demoré un poco más que usted. En encontrar la cinta, quiero decir, la casa de Ricardo y la cinta. Usted me llevaba ventaja, usted que lo acompañó al final, pero bueno, busqué y al fin llegué, tampoco es culpa mía.»
«Y Consu le dio la cinta.»
«Me la dio, sí. Y ahí la tengo. La primera vez que la oí quedé destrozada. Tuve que dejar que pasaran días enteros antes de volverla a oír, y con todo y eso me parece que he sido muy valiente, otra persona la habría guardado para no oírla nunca más. Pero yo sí, yo sí volví a oírla, y luego ya no he parado. No sé cuántas veces, veinte o treinta. Al principio pensaba que volvía a ponerla para encontrar algo en ella. Luego me he dado cuenta de que la pongo precisamente porque no voy a encontrar nada. Papá la oyó una sola vez, ¿verdad?»
«Que yo sepa.»
«Ni me puedo imaginar lo que sintió.» Maya hizo una pausa. «La adoraba, adoraba a mi madre. Como las buenas parejas, claro, pero con él era especial. Por lo que se fue.»
«No entiendo.»
«Pues que él se fue y ella siguió siendo la misma de antes. Quedó como paralizada en su memoria, por decirlo así.»
Se quitó las gafas, se llevó dos dedos (una pinza) a los lagrimales: el gesto universal de los que no quieren llorar. Me pregunté en qué parte de nuestro código genético están esos gestos que se repiten en cualquier parte del mundo, en todas las razas y todas las culturas, o casi. O tal vez no era así, pero el cine ubicuo nos lo había hecho creer. Sí, eso también era posible. «Perdón», decía Maya Fritts. «Todavía me pasa.» En la piel pálida de su nariz apareció un rubor, un repentino resfrío.
«Maya», le dije, «¿le puedo hacer una pregunta?».
«A ver.»
«¿Qué hay ahí?»
No tuve que aclarar a qué me refería. No miré la caja de mimbre al hablar, no la señalé de ninguna manera (ni siquiera con la boca, según suelen hacer algunos: frunciendo los labios y moviendo la cabeza como un caballo). Maya Fritts, en cambio, miró hacia el otro lado de la mesa y me habló con la mirada fija en el puesto vacío.
«Bueno, es para eso que le pedí venir», dijo. «A ver si puedo explicárselo bien.»
Hizo una pausa, rodeó el vaso de cerveza con los dedos pero no llegó a llevárselo a la boca. «Quiero que me hable de mi padre.» Otra pausa. «Perdón, eso ya se lo dije.» Una pausa más. «Mire, yo no llegué a… Yo era muy pequeña cuando él… En fin, quiero que me cuente de sus últimos días, usted que los vivió con él, y quiero que lo haga con todo el detalle posible.»
Entonces se puso de pie y trajo la caja de mimbre, que debía de pesar lo suyo porque Maya tenía que cargarla apoyándosela en el vientre y poniendo una mano en cada manija, como la batea de ropa sucia de una lavandera de otro siglo. «Mire, Antonio, el asunto es así», dijo. «Esta caja está llena de cosas sobre mi padre. Fotos, cartas que le escribieron, cartas que él escribió y que yo he recuperado. Todo este material lo he conseguido yo, no es que me lo haya encontrado por la calle, me ha costado un esfuerzo. La señora Sandoval tenía muchas cosas, por ejemplo. Tenía esta foto, mire.» La reconocí de inmediato, por supuesto, y la hubiera reconocido aun si alguien hubiera recortado o eliminado la figura de Ricardo Laverde. Ahí estaban las palomas de la plaza de Bolívar, ahí estaba el carrito de maíz, ahí el Capitolio, ahí el fondo gris del cielo de mi gris ciudad. «Era para su madre», dije. «Era para Elaine Fritts.»
«Yo sé», dijo Maya. «¿Usted ya la había visto?»
«Él me la mostró, acababa de tomársela.»
«¿Y le mostró otras cosas? ¿Le dio algo a usted, una carta, un documento?» Pensé en la noche en que me negué a entrar en la pensión de Laverde. «Nada», dije. «¿Qué más hay?»
«Cosas», dijo Maya, «cosas sin importancia, cosas que no dicen nada. Pero a mí tenerlas me tranquiliza. Son la prueba. Mire», dijo, y me mostró un papel timbrado. Era una factura: arriba, a la izquierda, estaba el logotipo del hotel, un círculo de un color indefinido o indefinible (el tiempo había hecho de las suyas sobre el papel) sobre el cual se distribuían las palabras Hotel, Escorial y Manizales. A la derecha del logotipo, el siguiente texto formidable:
Las cuentas se cobran el viernes de cada mes y el pago debe ser inmediato. Sin alimentación no se acepta. A quien ocupe un cuarto le cobrará el Hotel como mínimo un día.
Luego constaban la fecha, 29 de septiembre de 1970, la hora de llegada de la huésped, 3:30 p. m., y el número de la habitación, 225; sobre la cuadrícula que seguía, escrita a mano, la fecha de salida (30 de septiembre, se había quedado sólo una noche) y la palabra Cancelada. La huésped se llamaba Elena de Laverde -me la imaginé dando su apellido de casada para quitarse de encima a cualquier acosador potencial- y durante su breve estadía en el hotel había hecho una llamada y comido una comida y un desayuno, pero no había utilizado el servicio de cablegramas, lavandería, prensa o automóvil. Una página sin importancia y a la vez una ventana a otro mundo, pensé. Y esta caja estaba llena de ventanas semejantes.
«¿La prueba de qué?», dije.
«¿Perdón?»
«Usted dijo antes que estos papeles son la prueba.»
«Sí.»
«Pues eso. La prueba de qué.»
Pero Maya no me contestó. En cambio siguió revolviendo los documentos con la mano y me habló sin mirarme. «Todo esto lo conseguí hace poco», me dijo. «Averigüé nombres y direcciones, escribí a Estados Unidos diciendo quién soy, negocié por carta y por teléfono. Y un día me llegó un paquete con las cartas que mamá escribió cuando llegó a Colombia por primera vez, allá por el 69.
Así ha sido con todo, una labor de historiadora. A mucha gente le parece absurdo. Y no sé, no sé muy bien cómo justificarlo. No he cumplido treinta años y ya vivo aquí, lejos de todo, como una solterona, y esto se ha vuelto importante para mí. Construir la vida de mi padre, averiguar quién era. Eso es lo que estoy tratando de hacer. Claro, no me hubiera metido en nada de esto si no me hubiera quedado así, sola, sin nadie, y tan de repente.
La vaina comenzó con lo de mi madre. Fue tan absurdo eso… A mí la noticia me llegó aquí, yo estaba en esta hamaca donde estoy ahora, cuando supe que se había estrellado el avión. Yo sabía que ella iba en ese avión. Y tres semanas después, lo de mi padre.»
«¿Cómo se enteró?»
«Por El Espacio», me dijo ella. «Salió en El Espacio, con fotos y todo.»
«¿Fotos?»
«Del charco de sangre. De dos o tres testigos. De la casa. De la señora Sandoval, la que me habló de usted. Del cuarto de él, y eso fue muy doloroso. Un periódico amarillista que yo siempre había despreciado, siempre había despreciado sus viejas empelotas y sus fotos morbosas y sus textos mal escritos y hasta su crucigrama, que es demasiado fácil. Y la noticia más importante de mi vida me llega por ahí. Dígame que no es irónico. Pues eso, fui a comprar algo a La Dorada y ahí estaba el periódico, colgando junto a los balones de playa y los juegos de caretas y aletas para turistas de tierra caliente. Después, un día cualquiera, me di cuenta. Pongamos que era sábado (yo estaba desayunando aquí, en la terraza, y eso sólo lo hago los fines de semana), sí, digamos un sábado, me di cuenta de que me había quedado sola.