Habían pasado ya meses y yo había sufrido mucho y no sabía por qué sufría tanto, si llevábamos mucho tiempo separados, viviendo cada uno por su cuenta. No teníamos una vida en común ni nada que se le pareciera. Y eso fue lo que me pasó: que estaba sola, me había quedado sola, ya no había nadie entre mi muerte y yo. Ser huérfano es eso: no hay nadie por delante, uno es el siguiente en la línea. Es su turno.
Nada cambió en mi vida, Antonio, yo llevaba muchos años sin ellos, pero ahora ellos ya no estaban en ninguna parte. No sólo no estaban conmigo: no estaban en ninguna parte. Era como si se hubieran ausentado. Y como si me miraran, sí, esto es difícil de explicar, pero me miraban, Elaine y Ricardo me miraban. Es dura, la mirada de los ausentes. En fin, usted ya se imagina lo que vino después.»
«Siempre me ha parecido muy raro», dije.
«¿Qué cosa?»
«Pues que la esposa de un piloto se haya matado en un accidente de avión.»
«Ah. Bueno, no es tan raro cuando uno sabe ciertas cosas.»
«¿Como qué?»
«¿Tiene tiempo?», me preguntó Maya. «¿Quiere leer algo que no tiene nada que ver con mi padre y al mismo tiempo tiene todo que ver?»
De la caja sacó una revista Cromos con un diseño que yo no conocía -el nombre en letras blancas sobre un recuadro rojo- y una foto a colores de una mujer en vestido de baño, las manos puestas delicadamente sobre un cetro, la corona haciendo equilibrio sobre su pelo hinchado: una reina de belleza. La revista era de noviembre de 1968, y la mujer, según me enteré de inmediato, era Margarita María Reyes Zawadzky, señorita Colombia de ese año. La portada traía varios titulares, letras amarillas sobre el fondo azulado del mar Caribe, pero no tuve tiempo de leerlos, porque los dedos de Maya Fritts ya estaban abriendo la revista en una página marcada con un postit amarillo.
«Hay que tratarla con cuidado», me dijo Maya. «El papel no dura nada en esta humedad, yo no sé cómo ha aguantado tantos años éste. Bueno, aquí está.»
LA TRAGEDIA DE SANTA ANA,
era el titular de cuerpo generoso. Y luego un reclamo de pocas líneas: «Treinta años después del accidente aéreo que marcó a Colombia, Cromos rescata en exclusiva el testimonio de un sobreviviente». El artículo aparecía al lado de un aviso del Club del Clan, y me pareció gracioso, porque varias veces había escuchado a mis padres hablar de ese programa de televisión. Una jovencita dibujada tocaba la guitarra sobre la leyenda Televisión limitada. «Un mensaje dirigido a la juventud colombiana», se jactaba el aviso, «no está completo si no incluye el Club del Clan».
Iba a preguntar de qué se trataba aquello cuando mis ojos cayeron sobre el apellido Laverde, desperdigado por las páginas como las huellas de un perro con patas sucias. «¿Quién es este Julio?»
«Mi abuelo», dijo Maya. «Que en el momento de los hechos todavía no era mi abuelo. Ni era mi abuelo ni nada, tenía quince años.» «Mil novecientos treinta y ocho», dije. «Sí.»
«Ricardo no está en este artículo.»
«No.»
«No ha nacido todavía.»
«Le faltan unos cuantos años», dijo Maya.
«¿Entonces?»
«Entonces le pregunto: ¿tiene tiempo? Porque si está de afán yo lo entendería. Pero si quiere saber de verdad quién era Ricardo Laverde, comience por aquí.» «¿Quién lo escribió?»
«Eso no importa. No sé. No importa.» «Cómo que no importa.»
«La redacción», dijo Maya, impaciente. «Lo escribió la redacción, un periodista cualquiera, un reportero, no sé. Un tipo sin nombre que un día llegó a la casa de mis abuelos y comenzó a hacer preguntas. Y luego vendió el artículo y luego siguió escribiendo otros. ¿Qué importa, Antonio? ¿Qué importa quién lo escribió?»
«Pero es que no entiendo», dije. «Qué es esto.»
Maya suspiró: fue un suspiro caricaturesco, como el de un mal actor, pero en ella parecía genuino, igual que genuina era su impaciencia. «Esto es el relato de un día», dijo. «Mi bisabuelo lleva a mi abuelo a una exhibición de aviones. El capitán Laverde lleva a su hijo Julio a ver aviones. Su hijo Julio tiene quince años. Luego va a crecer y se va a casar y va a tener a un hijo y le va a poner Ricardo. Y Ricardo va a crecer y me va a tener a mí. No sé qué es tan difícil de entender. Esto es el primer regalo que le hizo mi padre a mi madre, mucho antes de que se casaran. Yo lo leo ahora y entiendo muy bien.»
«Qué cosa.»
«Que le haya regalado esto. Para ella fue un gesto ostentoso y hasta un poco arribista: mire lo que escriben de mi familia, mi familia sale en la prensa, etcétera. Pero luego se fue dando cuenta. Ella era una gringa perdida que estaba saliendo con un colombiano sin entender gran cosa ni de Colombia ni del colombiano. Cuando uno es nuevo en una ciudad, lo primero es conseguir una guía, ¿cierto? Bueno, pues eso es este artículo de 1968 sobre un día de treinta años atrás. Mi padre le estaba entregando a mi madre una guía. Sí, una guía, por qué no pensarlo así.
Una guía de Ricardo Laverde. Una guía de sus emociones, con todas las rutas bien marcadas, y todo.»
Dejó un silencio y añadió:
«Bueno, usted dirá. ¿Le pido una cerveza?»
Le dije que sí, una cerveza, muchas gracias. Y comencé a leer. «Bogotá estaba de fiesta», así comenzaba el texto. Y luego:
Ese domingo de 1938 se celebraban los cuatrocientos años de su fundación, y la ciudad entera estaba llena de banderas. El aniversario no era ese día exactamente, sino un poco después; pero las banderas ya estaban por toda la ciudad, pues a los bogotanos de esa época les gustaba hacer las cosas con tiempo.
Muchos años después, recordando ese día aciago, Julio Laverde hablaría sobre todo de las banderas. Recordaría a su padre llevándolo a pie desde la casa de la familia hasta el Campo de Marte, en el barrio de Santa Ana, que en esa época era menos un barrio que un descampado y quedaba más bien apartado de la ciudad. Pero con el capitán Laverde no había la más remota posibilidad de que uno agarrara un bus o aceptara un aventón; caminar era una actividad noble y honorable y moverse sobre ruedas, una cosa de nuevos ricos y plebeyos. Según Julio, el capitán Laverde se pasó el trayecto entero hablando de las banderas, repitiendo que un bogotano de verdad tenía que saber el significado de su bandera y proponiéndole a su hijo pruebas constantes de cultura urbana.
– ¿No les enseñan estas cosas en el colegio? -decía-. Es una vergüenza. Adonde va esta ciudad en manos de estos ciudadanos.
Y entonces lo obligaba a recitar que el rojo era símbolo de libertad, caridad y salud, y el amarillo de justicia, virtud y clemencia. Y Julio repetía sin chistar:
– Justicia, clemencia y virtud. Libertad, salud, caridad.
El capitán Laverde era un héroe condecorado de la guerra con el Perú. Había volado junto con Gómez Niño y Herbert Boy, entre otras leyendas, y había tenido un comportamiento distinguido en la operación de Tarapacá y en la toma de Güepí. Gómez, Boy y Laverde, éstos eran los tres nombres de que se habló después siempre que se quiso hablar del papel de las Fuerzas Aéreas Colombianas en la victoria. Los tres mosqueteros del aire: uno para todos y todos para uno. Aunque no siempre eran los mismos los mosqueteros. A veces se trataba de Boy, Laverde y Andrés Díaz; o de Laverde, Gil y Von Oertzen. Eso dependía de quién contara la historia. Pero el capitán Laverde siempre estaba allí.
Pues bien, esa mañana de domingo, en el Campo de Marte, se había programado una revista de aviación militar para celebrar el aniversario de Bogotá. Era un evento fastuoso como el que hubiera armado un emperador romano. El capitán Laverde se había citado allí con tres veteranos, amigos que no veía desde el armisticio porque ninguno de ellos vivía en Bogotá, pero tenía, además, otras razones para asistir a la revista. Por una parte, había sido invitado a la tribuna presidencial por el mismísimo presidente López Pumarejo. O casi: el general Alfredo De León, muy cercano al Presidente, le había dicho que al Presidente le daría mucho gusto contar con su ilustre presencia.