– Imagínese -le decía-, una figura como usted que ha defendido nuestros colores contra el enemigo agresor, un hombre como usted a quien debemos la libertad de la patria y la integridad de sus fronteras.
El honor de la invitación presidencial era entonces otra de las razones. Pero había una razón añadida, menos honrosa pero más perentoria. Entre los pilotos que iban a volar estaba el capitán Abadía.
César Abadía no había cumplido los treinta, pero ya el capitán Laverde había vaticinado que aquel jovencito de provincias, delgado y sonriente y que a pesar de su corta edad contaba unas dos mil quinientas horas de vuelo, se iba a convertir en el mejor piloto de máquinas livianas de la historia colombiana. Laverde lo había visto volar durante la guerra con el Perú, cuando el capitán no era capitán sino teniente, un jovenzuelo de Tunja que daba lecciones de valor y dominio a los más experimentados pilotos alemanes. Y Laverde lo admiraba como se admira desde la simpatía y la experiencia: la simpatía de saber que uno también es admirado y la experiencia de saber que uno tiene la que al otro le falta.
Pero lo que le importaba a Laverde no era ver él mismo las reputadas hazañas aéreas del capitán Abadía: lo que buscaba y deseaba era que las viera su hijo. Para eso llevaba a Julio al Campo de Marte. Para eso le había hecho atravesar Bogotá a pie y entre banderas. Para eso le había explicado que iban a ver tres tipos de aviones, los Junker, los Falcon de la cuadrilla de observación y los Hawk de la cuadrilla de caza.
El capitán Abadía volaría un Hawk 812, una de las máquinas más ágiles y veloces jamás inventadas por el hombre para las duras y crueles tareas de la guerra.
– Hawk quiere decir halcón en inglés -le dijo el capitán al joven Julio, al tiempo que le desordenaba con la mano el pelo corto-. Tú sabes lo que es un halcón, ¿no?
Julio dijo que sí, que lo sabía bien, que muchas gracias por la explicación. Pero habló sin entusiasmo. Iba mirando el pavimento, o tal vez mirando los zapatos de la multitud, las cincuenta mil personas con que ya se habían topado y entre las cuales ya se mezclaban. Los abrigos rozándose, los bastones de madera y los paraguas cerrados chocando y enredándose, las ruanas que dejaban una estela de olor a lana virgen, los uniformes militares de hombros engalanados y pechos cubiertos de medallas, los policías en activo que caminaban con paso lento entre la gente o que la observaban desde arriba, montados en caballos altos y mal alimentados que iban dejando en lugares impredecibles un azaroso rastro de excrementos hediondos… Julio nunca había visto tanta gente junta. En Bogotá nunca se había reunido tanta gente en un mismo lugar y con un mismo propósito.
Y tal vez fue el ruido que hacía la gente, sus saludos entusiastas, sus conversaciones a gritos, o tal vez los olores mezclados que despedían sus alientos y sus ropas, el caso es que Julio se sintió de repente metido en un carrusel que giraba demasiado rápido, sintió que los colores sabían a algo amargo y que tenía pasto en la lengua. -Estoy mareado -le dijo al capitán Laverde.
Pero Laverde no le hizo caso. O mejor, sí le hizo caso, pero no para preocuparse de su mareo sino para presentarle a un hombre que ya se acercaba. Era alto, tenía bigote a lo Rodolfo Valentino y vestía uniforme militar.
– General De León, le presento a mi hijo -dijo el capitán. Y luego le habló a Julio-: El general es el prefecto general de seguridad.
– General prefecto general -dijo el general-. Ojalá le cambiaran el nombre al puesto. Mire, capitán Laverde, me manda el Presidente para que lo lleve a su sitio, es que en esta marabunta es tan fácil perderse.
Ése era Laverde: un capitán a quien venían a buscar generales en nombre del Presidente.
Y así fue como el capitán y su hijo se encontraron caminando hacia la tribuna presidencial un par de pasos por detrás del general De León, tratando de seguirlo, de no perderlo de vista y de fijarse al mismo tiempo en el mundo extraordinario de las celebraciones. Había llovido la noche anterior y quedaban charcos aquí y allá, y si no había charcos había parches de barro donde los tacones de las mujeres se quedaban clavados. Eso le sucedió a una jovencita de bufanda rosada: perdió un zapato, éste de color crema, y Julio se agachó para recuperarlo mientras ella, coja y sonriente, se quedaba paralizada como un flamenco. Julio la reconoció. Estaba seguro de haberla visto en las páginas sociales: era extranjera, le parecía, hija de negociantes o de industriales. Sí, era eso, la hija de unos empresarios europeos. ¿Pero quiénes eran? ¿Importadores de máquinas de coser, fabricantes de cerveza? Trató de encontrar el nombre en su memoria, pero no tuvo tiempo de hacerlo, porque ya el capitán Laverde lo agarraba del brazo y lo hacía subir por los crujientes peldaños de madera que llevaban a la tribuna presidencial, y por encima del hombro Julio alcanzó a ver cómo la bufanda rosada y los zapatos crema empezaban a subir las otras escaleras, las de la tribuna diplomática.
Eran dos estructuras idénticas y estaban separadas por una franja de terreno ancha como una avenida, como cabañas de dos niveles construidas sobre pilotes gruesos, la una puesta al lado de la otra pero las dos mirando hacia el terreno baldío sobre el cual pasarían los aviones. Idénticas, sí, salvo por un detalle: en el medio de la tribuna presidencial se levantaba un mástil de dieciocho metros de alto donde ondeaba la bandera colombiana.
Años después, hablando de lo sucedido ese día, Julio llegaría a decir que esa bandera, puesta precisamente en ese espacio, le había causado desconfianza desde el primer momento. Pero es fácil decir esas cosas cuando ya todo ha pasado.
El ambiente era el de una fiesta mayor. Las ráfagas de aire traían olores de fritanga, la gente llevaba en la mano bebidas que terminaban antes de subir. Cada tablón de las dos escaleras estaba lleno con la gente que no había cabido en las tribunas, y también el espacio de terreno entre las dos escaleras. Julio se sintió mareado y lo dijo, pero el capitán Laverde no lo oyó: caminar entre los invitados era difícil, había que saludar a los conocidos y al mismo tiempo despreciar a los advenedizos, cuidarse mucho de desairar a alguien a la vez que se cuidaba uno de honrar con el saludo a quien no debía.
Abriéndose paso entre la gente, sin despegarse un instante, el capitán y su hijo ganaron la baranda. Desde allí Julio vio a dos hombres de pelo escaso que conversaban con aire circunspecto a pocos metros del mástil, y a éstos sí que los reconoció enseguida: eran el presidente López, vestido de colores claros y corbata oscura y gafas de marco redondo, y el presidente electo Santos, vestido con colores oscuros y chaleco claro y gafas de marco redondo también. El hombre que salía y el hombre que entraba: el destino del país resuelto en dos metros cuadrados de una construcción de carpintería. Una pequeña muchedumbre de gente prestante -los Lozano, los Turbay, los Pastrana- separaba el palco de los presidentes de la parte trasera de la tribuna, digamos del nivel superior, donde estaban los Laverde.
Desde la distancia, por encima de la muchedumbre prestante, el capitán saludó con la mano a López, López le devolvió el saludo con una sonrisa que no enseñaba los dientes, y entre los dos se hicieron señas mudas de encontrarse después porque ahora la cosa comenzaba. Santos se dio la vuelta para ver con quién se hacía señas López; reconoció a Laverde, inclinó levemente la cabeza, y en ese momento aparecieron en el cielo los trimotores Junker y arrastraron con su estela todas las miradas.