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Julio estaba absorto. Nunca había visto maniobras de tanta complejidad a tan poca distancia. Los Junkers eran pesados, y su cuerpo veteado les daba un aspecto de grandes peces prehistóricos, pero se movían con dignidad. Cada vez que pasaban, el aire desplazado llegaba como olas a la tribuna, despeinando a las damas que no llevaban sombrero. El cielo nublado de Bogotá, esa sábana sucia que parecía haber cubierto la ciudad desde su fundación, era la pantalla perfecta para la proyección de esta película. Sobre el fondo de las nubes pasaban los tres trimotores y ahora los seis Falcon, como de un lado al otro de un gigantesco teatro. La formación era de una perfecta simetría. Julio olvidó por un instante el sabor amargo de la boca y su mareo desapareció y su atención se perdió en los cerros orientales de la ciudad, su silueta brumosa que se extendía al fondo, larga y oscura como la de un lagarto dormido. Sobre los cerros estaba lloviendo: la lluvia, pensó, no tardaría en llegar hasta aquí. Los Falcon volvían a pasar y se volvía a sentir el remezón del aire. El estruendo de los motores no alcanzaba a ahogar los gritos admirados de las tribunas. El disco traslúcido de las hélices en movimiento soltaba breves estallidos de luz cuando el avión dibujaba un giro. Entonces aparecieron los cazas. Salieron de ninguna parte, asumieron de inmediato una formación de golondrinas migratorias, y de repente era difícil recordar que las criaturas no estaban vivas, que había alguien al mando. «Es Abadía», dijo una voz de mujer. Julio se dio la vuelta para ver quién había sido, pero entonces las mismas palabras se repitieron desde otro lado de la tribuna: el nombre del piloto estrella se movía entre la gente como un mal rumor. El presidente López levantó un brazo marcial y señaló el cielo.

– Ahora sí -dijo el capitán Laverde-. Aquí viene lo de verdad.

Junto a Julio había una pareja de unos cincuenta años, un hombre de corbatín a lunares y su mujer, cuya cara de ratón no ocultaba que alguna vez había sido bella. Julio escuchó que el hombre decía que iba a acercar el carro. Y escuchó también a su esposa: «Pero qué bobada, quédate aquí y vamos después, te vas a perder lo mejor». En ese momento, el escuadrón pasó volando a poca altura frente a la tribuna y enfiló hacia el sur. Los aplausos estallaron, y Julio aplaudió también. El capitán Laverde se había olvidado de éclass="underline" su mirada estaba fija en lo que sucedía en el cielo, los peligrosos diseños que tenían lugar allá arriba, y entonces Julio comprendió que tampoco su padre había visto nunca nada semejante.

«Yo no sabía que cosas así se podían hacer con un avión», diría Laverde mucho después, cuando el episodio fuera revivido en reuniones sociales, o en cenas familiares. «Era como si Abadía hubiera suspendido las leyes de la gravedad.» Volviendo desde el sur, el caza Hawk del capitán Abadía se apartó de la formación, o más bien fueron los demás Hawks los que se apartaron, dispersándose como un ramillete. Julio no supo en qué momento se quedó solo Abadía, ni dónde se habían metido los otros ocho pilotos, que desaparecieron de repente como si la nube se los hubiera tragado. Entonces la nave solitaria pasó por primera vez frente a la tribuna haciendo un rollo que arrancó gritos y aplausos. Las cabezas la siguieron y la vieron serpentear y volverse sobre sí misma y regresar, esta vez volando más bajo y a más velocidad, dibujar un nuevo rollo con las montañas como fondo, luego perderse de nuevo en los cielos del norte, luego volver a aparecer en ellos, como surgiendo de la nada, y enfilar hacia las tribunas.

– ¿Qué está haciendo? -dijo alguien.

El Hawk de Abadía venía en línea recta hacia donde estaban los asistentes. -Pero qué hace ese loco -dijo alguien más.

Esta vez la voz vino desde abajo, desde alguno de los acompañantes del presidente López. Sin saber por qué, Julio miró en ese momento al Presidente y lo vio aferrado con ambas manos a la baranda de madera, como si no estuviera en una construcción bien plantada sobre la tierra, sino en un barco en altamar. Volvió a sentir el sabor acre en la boca, el mareo, y además un repentino dolor en la frente y detrás de los ojos. Y fue entonces que el capitán Laverde dijo, en voz baja y para nadie, o sólo para sí mismo, con una mezcla de admiración y envidia, como quien observa a otro resolver un enigma:

– Caray. Quiere coger la bandera.

Lo que siguió después ocurrió para Julio como fuera del tiempo, como una alucinación producida por la jaqueca. El caza del capitán Abadía se acercó a la tribuna presidencial a cuatrocientos kilómetros por hora, pero parecía flotar inmóvil en el mismo lugar del aire fresco; y a pocos metros dio un rollo en el aire y luego otro -rizar el rizo, lo llamaba el capitán Laverde-, y todo en medio de un silencio de muerte. Julio recordaría cómo tuvo tiempo de mirar a su alrededor, de ver las caras paralizadas por el miedo y el asombro, y las bocas abiertas como si gritaran. Pero no había gritos: el mundo se había callado. En un instante Julio comprendió que su padre tenía razón: el capitán Abadía había buscado terminar sus dos rollos pasando tan cerca de la bandera ondeante que pudiera coger la tela con la mano, una pirueta imposible dedicada al presidente López como un torero dedica un toro. Todo eso lo comprendió, y tuvo tiempo aun de preguntarse si los demás lo habían comprendido también. Y entonces sintió en los ojos la sombra del avión, cosa imposible porque no había sol, y sintió un soplo que olía a algo quemado, y tuvo la presencia de espíritu para ver cómo el caza de Abadía daba un salto extraño en el aire, se doblaba como si fuera de caucho y se precipitaba a tierra, destrozando al caer las tejas de madera de la tribuna diplomática, llevándose por delante la escalera de la tribuna presidencial y reventando en pedazos al chocar contra el prado.

El mundo estalló. Estalló el ruido: el de los gritos, el de los taconeos sobre los suelos de madera, el ruido que hacen los cuerpos que huyen. Estalló, allí donde el avión había caído, una nube negra que no parecía humo, sino ceniza densa, y que se mantuvo en su lugar más tiempo del que hubiera debido. Del lugar del impacto salió una onda de calor brutal que mató en segundos a los que estaban más cerca, y a los demás les dio la impresión de calcinarse en vida. Los que mejor suerte tuvieron pensaron que morían de asfixia, porque el calor consumió durante un momento demasiado largo todo el oxígeno del aire. Era como estar en un horno, diría después uno de los presentes. Al desprenderse la escalera de la tribuna, el entablado cedió y cedieron las barandas y los dos Laverde cayeron a tierra, y fue entonces, diría Julio mucho después, que comenzó el dolor.

– Papá -llamó, y vio al capitán Laverde incorporarse para tratar de auxiliar a una mujer que había quedado atrapada bajo los maderos de la escalera, pero era evidente que la mujer ya estaba más allá de todo auxilio-. Papá, tengo algo.

Julio escuchó la voz de un hombre que llamaba a una mujer. «Elvia», gritaba, «Elvia». Y enseguida Julio vio al tipo del corbatín a lunares, el que había ido a recuperar el carro, caminando entre los cuerpos caídos, pisándolos a veces y a veces tropezando con ellos. Ahí estaba ese olor a quemado, y Julio lo identificó: era el olor de la carne. Entonces el capitán Laverde se dio la vuelta y Julio vio, reflejado en su cara, el desastre de lo que le había ocurrido. El capitán Laverde lo tomó de la mano y comenzaron a caminar para alejarse de la catástrofe, buscando la forma de llegar a un hospital lo antes posible. Julio ya había comenzado a llorar, menos por el dolor que por el miedo, cuando pasó junto a la tribuna diplomática y vio dos cuerpos muertos, y reconoció en uno de ellos los zapatos crema. Luego perdió el sentido.

Despertó horas más tarde, adolorido y rodeado de caras preocupadas, en una cama del hospital San José.