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Nadie supo nunca como ocurrió, si el avión se rompió en el aire o si fue cosa del choque. Lo cierto es que Julio recibió un escupitajo de aceite de motor en plena cara, y el aceite le quemó la piel y la carne y fue una suerte que no lo matara, como les sucedió a tantos otros.

Cincuenta y siete muertos quedaron después del accidente: el primero de ellos fue el capitán Abadía. Se explicaba que la maniobra había producido una bolsa de aire; que el avión, después del doble rollo, había entrado en un vacío; que todo eso causó la pérdida de altura y de control y la caída inevitable. En los hospitales, los heridos recibían esas noticias con indiferencia o con extrañeza, y escuchaban que el erario se haría cargo de enterrar a los muertos, que las familias más pobres recibirían de la ciudad un auxilio y que el Presidente había visitado a todas las víctimas la primera noche. Al joven Julio Laverde, por lo menos, sí que lo visitó. Pero él no estaba despierto en ese momento y no se percató de la visita. Se la contaron sus padres con todo detalle.

Al día siguiente, su madre se quedó con él mientras su padre asistía a los funerales de Abadía, del capitán Jorge Pardo y de dos soldados de caballería acantonados en Santa Ana, todos enterrados en el Cementerio Central después de un desfile que incluyó a varios representantes del Gobierno y a lo más granado de las fuerzas militares de Tierra y Aire. Julio, acostado sobre el lado bueno de la cara, recibía inyecciones de morfina. Veía el mundo como desde un acuario. Se tocaba la venda esterilizada y se moría por rascarse, pero no se podía rascar. En los momentos de más dolor odiaba al capitán Laverde y luego rezaba un padrenuestro y pedía perdón por los malos sentimientos. Pedía también que no se le infectara la herida, porque le habían dicho que lo hiciera. Y luego veía a la joven extranjera y empezaba a hablar con ella. Se veía con la cara quemada. A veces ella también tenía la cara quemada y a veces no, pero siempre tenía la bufanda rosa y los zapatos crema. En aquellas alucinaciones la joven le hablaba de vez en cuando. Le preguntaba cómo estaba. Le preguntaba si sentía dolor. Y a veces le preguntaba:

¿Te gustan los aviones?

La noche estaba cayendo. Maya Fritts encendió una vela olorosa para espantar a los zancudos. «A esta hora salen todos», me dijo. Me pasó una barra de repelente y me dijo que me echara en todo el cuerpo, pero sobre todo en los tobillos, y al tratar de leer la etiqueta me di cuenta de la violencia con que estaba oscureciendo. Me di cuenta también de que no había ya posibilidad ninguna de que yo volviera a Bogotá, y me di cuenta de que Maya Fritts se había dado cuenta también, como si los dos hubiéramos trabajado hasta ahora en el entendido de que yo pasaría la noche aquí, con ella, como su huésped de honor, dos extraños compartiendo techo porque no eran tan extraños, después de todo: los unía un muerto.

Miré el cielo, azul marino como uno de esos cielos de Magritte, y antes de que se hiciera de noche vi los primeros murciélagos, sus siluetas negras dibujadas sobre el fondo. Maya se puso de pie, instaló una silla de madera entre dos hamacas, y sobre la silla dispuso la vela que había encendido, una pequeña nevera de icopor repleta de hielo troceado, una botella de ron y una de coca cola. Volvió a acostarse en su hamaca (un movimiento diestro para abrirla y subir al mismo tiempo).

La pierna me dolía.

En cuestión de minutos estalló el escándalo musical de los grillos y las chicharras y en algunos minutos más ya se había calmado de nuevo, y sólo quedaban algunos intérpretes aislados aquí y allá, interrumpidos de vez en cuando por el croar de una rana perdida. Los murciélagos aleteaban a tres metros de nuestras cabezas, saliendo y entrando de sus refugios en el techo de madera, y la luz amarilla se movía con los soplos de brisa suave, y el aire era tibio y el ron entraba bien en el cuerpo.

«Pues hay alguien que no va a dormir hoy en Bogotá», dijo Maya Fritts. «Si quiere llamar, hay un teléfono en mi cuarto.»

Pensé en Leticia, en su carita dormida. Pensé en Aura. Pensé en un vibrador del color de las moras maduras.

«No», le dije, «no tengo que llamar a nadie».

«Un problema menos», dijo ella.

«Pero tampoco tengo ropa», dije yo. «Bueno», dijo ella, «eso lo podemos arreglar».

La miré: sus brazos desnudos, sus senos, su mentón cuadrado, sus orejas pequeñas de lóbulos estrechos donde brillaba una chispa de luz cada vez que Maya movía la cabeza. Maya tomó un trago, se puso el vaso sobre el vientre, y yo la imité.

«Mire, Antonio, el caso es éste», dijo entonces: «Necesito que usted me cuente de mi padre, cómo era al final de su vida, cómo fue el día de su muerte. Nadie vio las cosas que vio usted. Si todo esto es un rompecabezas, usted tiene una ficha que nadie más tiene, no sé si me explico. ¿Me puede ayudar?». No contesté de inmediato. «¿Puede ayudarme?», insistió Maya, pero yo no contesté.

Se apoyó en un codo, cualquiera que haya estado en una hamaca sabe lo difícil que es apoyarse en un codo, se pierde el equilibrio y se cansa uno enseguida. Me hundí en la hamaca de manera que me envolvió el tejido oloroso a humedad y a sudores pasados, a una historia de hombres y mujeres acostándose aquí tras bañarse en la piscina o trabajar en la propiedad. Dejé de ver a Maya Fritts.

«Y si yo le cuento lo que usted quiere saber», dije, «¿usted va a hacer lo mismo?». De repente estaba pensando en mi cuaderno virgen, en aquel signo de interrogación solitario y perdido, y unas palabras se esbozaron en mi mente: Quiero saber.

Maya no respondió, pero en la penumbra la vi acomodarse en su hamaca como lo estaba yo, y no necesité nada más. Comencé a hablar, le conté a Maya todo lo que sabía y lo que creía saber sobre Ricardo Laverde, todo lo que recordaba y lo que temía haber olvidado, todo lo que Laverde me había contado y también todo lo que había averiguado tras su muerte, y así permanecimos hasta las primeras horas de la madrugada, cada uno envuelto en su hamaca, cada uno escrutando el techo donde se movían los murciélagos, llenando con palabras el silencio de la noche cálida, pero sin mirarnos nunca, como un cura y un pecador en el sacramento de la confesión.

IV. Somos todos escapados

Estaba ya amaneciendo cuando, exhausto y medio borracho y casi afónico de tanto hablar, me dejé conducir por Maya Fritts al cuarto de huéspedes, o a lo que ella, en ese momento, llamó cuarto de huéspedes. No había una cama, sino dos catres sencillos de apariencia más bien frágil (algún crujido soltó el mío cuando me dejé caer en el colchón, sobre la escuálida sábana blanca, como un cuerpo muerto). Un ventilador aleteaba con furia sobre mi cabeza, y creo que tuve una fugaz paranoia de borracho al escoger la cama que no estaba directamente debajo de las aspas, no fuera a ser que el aparato se desprendiera en mitad de la noche y me cayera encima. Pero antes recuerdo haber recibido, en medio de la bruma del sueño y el ron, ciertas instrucciones. No dejar las ventanas abiertas sin mosquitero, no dejar las latas de coca cola en cualquier parte (se llena la casa de hormigas), no tirar el papel higiénico al inodoro. «Esto es muy importante, a los de la ciudad siempre se les olvida», me dijo o creo que me dijo, con estas palabras o con otras. «Ir al baño es una de las cosas más automáticas que existen, nadie piensa cuando está ahí sentado. Y ni le pinto los problemas que hay después con el pozo séptico.»

La discusión de mis funciones corporales por parte de una completa extraña no me incomodó. Había en Maya Fritts una naturalidad que yo nunca había visto, y que desde luego era muy distinta del puritanismo de los bogotanos, capaces de pasarse la vida entera fingiendo que nunca han cagado. Creo que asentí, no sé si dije nada. Me dolía la pierna más que de costumbre, me dolía la cadera. Lo achaqué a la humedad y al agotamiento de tantas horas de trayecto por una carretera impredecible y peligrosa.